La rareza de no querer convencer a nadie
Tal vez la única forma de vivir en una democracia plena sea hacerse sordo al ruido y charlar siempre cara a cara
Voy a violar un poco la confidencialidad entre profesor y padre. En la última reunión, el tutor de mi hijo mencionó de pasada que el niño acepta con naturalidad las opiniones contrarias y no teme expresar las suyas, aunque los demás no estén de acuerdo. No trata de convencer a nadie de nada. Me sorprendió que sorprendiese lo que para mí era un rasgo normal del que ya estábamos sus padres al tanto. Por lo visto, el liberalismo dialéctico es una cosa muy rara a los ocho años, cuando no se concibe que a otro niño le pueda gustar el brócoli o le aburra el fútbol. Es tan raro, que algunos adultos no lo alcanzan jamás.
Sentí un orgullo sideral por mi heredero. Algo de culpa tendríamos sus padres, me dije. Repasé algunas causas: asiste a sobremesas entre su madre y yo en las que debatimos desde el desacuerdo sin enfadarnos y siempre hemos escuchado sus juicios sin despreciarlos. Incluso nos ha acompañado a votar y ha comprobado que votábamos a partidos distintos, pero creo que importa más lo que no ve que lo que ve. Nunca se asoma a la tele en abierto, siempre escoge los dibujos y las películas que quiere, por lo que no reconocería a Belén Esteban si se la cruzase por la calle, ni seguramente a Pedro Sánchez. Apenas ha entrevisto a los diputados diciéndose burradas en el pleno y, como no nos gusta el fútbol, no está acostumbrado a la gente enfadada por un penalti. Tampoco sabe nada de las carretadas de insultos que su padre recibe por Twitter cada vez que publica una columna.
Tal vez la única forma de vivir en una democracia plena, como la que ha construido mi hijo en su pequeño mundo, sea hacerse sordo a todo ese ruido y charlar siempre cara a cara.
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