Las consecuencias de levantarse de la mesa
A los contrincantes se los puede ignorar cuando no están en los parlamentos. Si tienen escaños, darles la espalda significa ampliar su voz
Yo tampoco habría aguantado que Rocío Monasterio se chotease en mi cara de una amenaza de muerte a mi familia. Yo también me habría levantado, con peores modos y cerrando la puerta, pero de un portazo. O algo peor. Soy sanguíneo y primario ante según qué insolencias, y esa es una de las razones por la que nunca me enfrentaré a una situación como la que vivió Pablo Iglesias en el debate de la SER, pues no tengo el temple que la discusión democrática exige a un político. Por tanto, no me postulo a serlo.
Entiendo el asco y la decisión de levantarse, pero creo que Iglesias también entendía las consecuencias de su acto. En el momento en que abandonase el estudio, se rompería algo en la política española que sería muy difícil restañar. Por un lado, se encona el frentismo y se afila la confrontación, pero también hay efectos puramente electorales. Al marcharse, deja el micrófono libre a Rocío Monasterio y le regala uno de los grandes privilegios de la retórica: el uso de la última palabra.
No responder a la marrullería ultraderechista es legítimo e irreprochable. Abandonar un debate para dejar todo el espacio libre al oponente es, sin embargo, un error. A los contrincantes se los puede ignorar cuando no están en los parlamentos. Si tienen escaños, darles la espalda significa ampliar su voz. Por muy dura, bronca y desagradable que se plantee la discusión, la única manera de que no se beneficien de ella es respirar hondo y rebatir.
No habrá más debates, lo cual sienta un precedente siniestro. Aunque nadie sabe para qué sirven estos foros ni qué impacto real tienen sobre el voto, ahora vamos a descubrir que servían, al menos, para obligar a los candidatos a civilizarse y a aguantar erguidos. Y comprobaremos, por desgracia, que esto no era poca cosa.
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