¿Es otra educación posible? Cine, literatura y música para reimaginar cómo debería ser la escuela ideal
Los profesores Jaume Carbonell, Jaume Martínez y Juan Izuzkiza reflexionan acerca del papel emancipador y de transformación social al que la educación pública no puede (ni debe) renunciar
- “¿Piensas que Aurora no estudia bien? –le pregunté, confuso.
- Eso pienso, exactamente. No sabe estudiar.
- Pero saca buenas notas –afirmé yo–. ¿No saca las mejores notas?
- ¡Qué tiene que ver! Pero no sabe nada. Solo estudia para sacar las notas y luego se le olvida todo, porque la verdad es que le importa poquísimo”.
Este diálogo de Carmen Martín Gaite en Ritmo lento (1963) sirve para ilustrar uno de los mayores problemas del sistema educativo actual, que empuja a los alumnos a memorizar conocimientos para regurgitarlos el día del examen y que sin embargo suelen olvidarse con demasiada facilidad. Un modelo enciclopédico consagrado en la denominada ley Wert que ahora Educación quiere sustituir por otro basado en competencias y aplicación de conocimientos como el implantado recientemente en Portugal, Finlandia, Quebec, Gales y Escocia, y que sin duda invita también a reflexionar acerca del papel que debería tener una escuela pública de calidad en el corazón de una sociedad verdaderamente democrática.
“Contenidos y competencias no son conceptos excluyentes, sino complementarios. Hay que relacionar contenidos relevantes con competencias y valores, y el gran debate que falta es el de saber cómo priorizar esos contenidos básicos en las distintas áreas de conocimiento, porque si no, tenemos currículos muy saturados que nunca se terminan y que no se pueden asimilar correctamente”, esgrime Jaume Carbonell, pedagogo, periodista y coautor, junto al profesor y doctor en Filosofía Jaume Martínez, de Otra educación con cine, literatura y canciones (Octaedro, 2020). La reflexión y el debate al que ambos invitan, de la mano estas expresiones artísticas, no es baladí: ¿Cuál debería ser el motor de una escuela que quiera garantizar el acceso en condiciones de igualdad a una enseñanza de calidad? ¿Cómo ha de ser ese aprendizaje? ¿Qué otros cambios se necesitan? ¿Y cuál debería ser el rol de profesores, alumnos, familias y administraciones educativas?
¿Es la escuela demasiado aburrida?
El problema no es solo que lo sea (que, reconoce Carbonell, lo es a menudo), sino que “muchos de los saberes que se transmiten son poco relevantes para comprender una realidad fragmentada, difusa y compleja. Razón y emoción son inherentes a un aprendizaje motivador y duradero”. La idea central, afirma, es enseñarles a pensar y a desarrollar el pensamiento crítico en medio de una ingente cantidad de conocimiento que sigue multiplicándose exponencialmente: “¿Qué sentido tiene la escuela si no ayuda a pensar en el mundo? Y para ello hay que enseñar a dudar, a hacerse preguntas, a contrastar puntos de vista y a saber discriminar el grano de la paja y la verdad de la mentira”. Y, a ser posible, hacerlo expandiendo la enseñanza más allá de las paredes del aula, como decía Goytisolo en este poema, fomentando un diálogo permanente con el entorno para observarlo e interpretarlo, gracias a su papel de libro de texto abierto en el que se condensan naturaleza, entorno humano, historia, comercio, economía, arte, fiesta y todo tipo de rituales.
“Los medios de comunicación deberían estar más presentes en las escuelas, como herramienta para analizar la realidad del mundo, mirar un mismo hecho desde distintos puntos de vista y saber qué se dice y qué se oculta”, explica Carbonell, que en su libro reivindica la importancia de las referencias musicales, cinematográficas y literarias para enriquecer la mirada del profesorado, establecer conexiones entre distintos saberes y crecer intelectual y humanamente, así como para aproximarse a cualquier aspecto de la realidad, ya sea la injusticia, el progreso científico, la discriminación, la diversidad o el poder. “Sería conveniente, por ejemplo, que en Bachillerato se analizaran las fake news y cómo se construye el discurso de la mentira. Hay películas que ayudan a analizar críticamente los medios de comunicación y las redes sociales, como Primera plana y El gran carnaval, de Billy Wilder; y en la música hay también muestras de contestación a una educación absurda que impida el desarrollo del pensamiento, como Another Brick In The Wall, de Pink Floyd, en la que un coro de niños responde: “No necesitamos ninguna educación, no necesitamos ningún control del pensamiento; no más sarcasmos oscuros en el aula”.
La importancia de la conversación
“Lo que pasa en la escuela es reflejo de lo que sucede en la realidad. Y un ejemplo rápido lo encontramos en la lectura: en España no se lee casi nada, y eso se percibe en la escuela”, reflexiona Juan Izuzkiza, profesor de Filosofía en el País Vasco y autor de Borregos que ladran (De Conatus, 2021). “Ya pocos jóvenes quieren recibir lo que los profesores pueden dar, y eso puede ocasionar que el profesor, cansado de intentar dar algo que nadie quiere recibir, se erija como víctima y se aposente, de manera que impera el desapasionamiento”.
¿Cómo luchar entonces contra esta tendencia a la desconexión, de manera que se consiga lo contrario, la motivación entre los estudiantes y un aprendizaje que persista mucho más allá de ese ritual que son los exámenes? Carbonell recuerda cómo, en La lengua de las mariposas, José Luis Cuerda nos muestra, a partir de unos cuentos de Manuel Rivas, cómo la manera de enseñar “puede ser un descubrimiento placentero, un conocimiento provocador, un saber cercano, una aventura apasionante, un juego de relaciones entre disciplinas y sujetos que nos permite desarrollar nuestra capacidad de comprensión y la posibilidad de crecer en autonomía y libertad”. Y en este esfuerzo, las nuevas tecnologías pueden convertirse en una herramienta extraordinaria, siempre que se utilicen de modo crítico y no nos dejemos regular por ellas.
Es en este contexto en el que Carbonell y Martínez reivindican la conversación como estrategia central, “entendida en su sentido más socrático, haciéndose preguntas, razonando y argumentando. Aquí, las preguntas son tan importantes como las respuestas, porque desarrollar la inteligencia no es solo buscar buenas respuestas, sino plantearse las preguntas y las hipótesis adecuadas”. Igual de relevante que practicar la resolución de problemas para plantear cuestiones sociales, científicas o filosóficas, y que a su vez hace cada vez más necesaria la interrelación entre los diversos saberes, la propia experiencia del alumnado y del contexto y los contenidos.
En el camino de la enseñanza y el aprendizaje, el docente (cuyos saberes han de ser culturalmente sólidos, pedagógicamente innovadores y socialmente comprometidos) ha de acompañar al alumno mientras buscar equilibrar en su tarea la autoridad y el afecto: “Lo primero es que el profesor se crea su asignatura. Si se la cree y tiene pasión por ella, el afecto surge, porque a ti te interesa mucho alguien en el que tú enciendes la misma pasión que tú tienes. Y esto no lo estoy inventando yo: ya lo dijo Maquiavelo”, cuenta Izuzkiza. Autoridad y afecto, sí, pero también humor: “Como profesores, la risa y la creatividad nos suelen dar un poco de miedo, porque nos gusta tener todo bien atado y protocolizado. Pero la autoridad también se gana desde la risa”, añade.
Enseñar en diversidad
La escuela pública, al garantizar el derecho a la educación en condiciones de igualdad y de calidad para todos, juega un papel fundamental en el ejercicio de la ciudadanía democrática y la emancipación social, e idealmente aspira (si bien no lo consiga en todos los casos de la misma manera) a atender de forma inclusiva al alumnado en toda su diversidad, “sin aceptar situaciones de privilegio o exclusión”.
Ya sea por razones culturales, de género, origen u orientación sexual, entre muchas otras, la realidad es plural y diversa, y la escuela pública —afirma Carbonell— tiene la obligación moral de transmitirlo, frente a las alternativas que defienden un pensamiento único: “La escuela pública no adoctrina sobre lo que tienes que hacer o pensar sobre aspectos como el aborto, la eutanasia, el feminismo, la opción sexual o las opiniones políticas. Ayuda a saber cómo pensar, pero no impone nada”, explica. Algo que a su vez relaciona con otras de las obligaciones de la escuela: la educación en valores democráticos y de convivencia: “Lo más curioso es que aquellos que acusan a la escuela de adoctrinar son precisamente los más doctrinarios”.
Familia, alumnos, profesores y administración
Plantearse una renovación de tal calibre implica superar no pocos obstáculos, que Izuzkiza relaciona con las cuatro patas sobre las que se sostiene la educación: estudiantes, profesores, familias y administraciones educativas. Sobre los primeros, afirma que hay poco interés hacia el conocimiento per se, y se pregunta si acaso sigue siendo válido aquello que ya dijo Ortega y Gasset en los años 30: “El conocimiento está dejando de ser interesante; la gente ya puede decir tranquilamente que no sabe y estar orgullosos de no saber”. Una situación que, como ya afirmó antes, puede provocar el desinterés, el cansancio y el aburrimiento del propio profesorado.
Frente a la tendencia de una mayor involucración de los padres en el aprendizaje de sus hijos, Izuzkiza alerta sobre el peligro de una excesiva intromisión y falta de confianza, hasta el punto de generar tensiones difíciles de llevar entre padres, alumnos y docentes. “Hay psicólogos que identifican cuatro tipologías de padres: los permisivos (que nunca le dicen que no a su hijo o hija), los negacionistas (para quien la responsabilidad es siempre de otra persona), los sobreprotectores y los corresponsables, que hacen responsables de sus actos a sus hijos y también a ellos mismos, en tanto que son sus padres. La mayoría de los padres nos sentimos corresponsables; nadie se identifica con las tres primeras, pero la realidad es que de esas hay muchas”. Sin olvidar, concluye, un continuo balanceo legal entre políticas y políticas de las sucesivas administraciones educativas que hace que muchas veces “no sepamos a qué atenernos”.
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