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Irene Montero, en el corazón de la discordia

La ministra de Igualdad ha ido devorando su capital político sobre todo por el fiasco del ‘solo sí es sí' hasta ser vetada por Sumar

La ministra de Igualdad, Irene Montero, en el Congreso de los Diputados en noviembre de 2022. Foto: ANDREA COMAS

La ley del solo sí es sí y sus inesperadas consecuencias, con más de 1.000 reducciones de condena ahora avaladas por el Supremo, ha terminado de matar políticamente a Irene Montero, que de momento se queda fuera de las listas de Sumar. Pero el relato del desgaste de una figura política tan adorada por los suyos como detestada por otros empieza mucho antes. Casi todos los momentos críticos de la primera coalición que gobierna España desde la II República han girado en torno a Irene Montero. Todos los caminos han conducido siempre a ella. En la primera negociación fallida, la que llevó a repetir elecciones, en julio de 2019, Pablo Echenique fue muy claro: una vez vetado Pablo Iglesias, sin una vicepresidencia para Montero no había nada que hacer. Carmen Calvo lo aceptó finalmente, y empezaron a negociar, pero todo se rompió pocos días después entre otras cosas porque el PSOE no quería ceder Igualdad, el ministerio que ansiaba Montero para capitanear las políticas feministas.

Tras la repetición electoral, Pedro Sánchez retiró el veto a Iglesias y asumió la coalición con él de vicepresidente, ya no Montero. Fue ahí cuando muchos amigos de la pareja les recomendaron que no se fueran los dos al Gobierno, que eso iba a suponer un enorme desgaste para ambos, que era mejor que ella se quedara en el partido, más resguardada, o como portavoz parlamentaria, el cargo que tenía entonces. Pero Iglesias y Montero decidieron arriesgar.

Ella, con 31 años y un espíritu combativo que no deja nunca una batalla sin dar, se convirtió rápidamente en la diana de todos. No solo de la derecha y la ultraderecha, que ridiculizaron su figura, como ya habían hecho en 2008 con la primera ministra de Igualdad, la socialista Bibiana Aído —que también llegó al puesto con 31 años— y aumentaron el desgaste hasta que rápidamente se convirtió en la ministra peor valorada del Gobierno. También en algunos sectores del PSOE y del feminismo, que combatieron su visión sobre la ley trans o sobre la prostitución.

Desde el primer momento, las batallas más duras de la coalición llegaron alrededor de las competencias de Montero, especialmente con el solo sí es sí, que marcó la primera gran crisis interna del Gobierno de coalición. El hecho de que Iglesias, su pareja, saliera siempre a defenderla de forma protectora, como hizo con esa norma cuando acusó de machista a Juan Carlos Campo, ministro de Justicia, no hizo sino complicar aún más las cosas.

Cuantos más golpes recibía, más inflexible se volvía. Montero, una dura militante de juventudes comunistas curtida en batallas internas, en luchas vecinales, y en el movimiento antidesahucios de la PAH, una escuela de muchos dirigentes de Unidas Podemos, siempre opta por ir al choque y no dar ni un paso atrás. Ella suele decir que uno no está en política para caer bien, sino para partirse la cara por lo que cree y para asumir el coste político que eso pueda tener. Y por eso siempre ha tenido una enorme distancia con Yolanda Díaz, a la que nunca ha reconocido como jefa política, algo que ha generado todo tipo de problemas en el Gobierno.

La ministra de Igualdad, Irene Montero, conversaba con la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, durante la pasada manifestación del Primero de Mayo en Madrid.
La ministra de Igualdad, Irene Montero, conversaba con la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, durante la pasada manifestación del Primero de Mayo en Madrid. Juan Carlos Hidalgo (EFE)

Díaz e Iglesias eran amigos desde hacía años. Pero entre Montero y la vicepresidenta segunda nunca hubo sintonía. Tienen una forma casi antitética de ver la política: la primera busca el conflicto, la batalla, el discurso duro. La segunda prefiere las formas suaves, la sonrisa permanente y los acuerdos. Y mientras Montero iba hundiéndose en valoración, Díaz crecía. Algo que finalmente ha sido decisivo para Podemos, que no ha sido capaz de crear una figura con peso suficiente para relevar a Iglesias, y que ha visto cómo el capital político de Díaz y el enorme desgaste de la marca de Podemos y de una de sus dirigentes más conocidas aparte de Iglesias, Montero, terminaban de hundir en las elecciones municipales cualquier expectativa de resistencia.

Con todo, y pese a que la erosión ya era fuerte, fue el solo sí es sí el que devoró la credibilidad de Montero, que primero dijo que no habría ninguna rebaja de condenas y luego acusó de machistas a los jueces que las estaban decidiendo, muchos de ellos progresistas, lo que le valió incluso el reproche de Jueces para la Democracia. Ahí llegó el momento clave. En esos días, en el PSOE, en noviembre de 2022, se extendió el malestar con las primeras reducciones de condena. Pese a que la ley era de todo el Gobierno, Montero era su cara visible. Y los socialistas, especialmente algunos barones y alcaldes, que veían el deterioro que este fiasco suponía para sus futuras elecciones, pedían medidas drásticas. Incluso que ella dimitiera o Sánchez la echara del Gobierno.

Pero el presidente optó por proteger la coalición y públicamente defendió la ley y a Montero. Sánchez habló con ella para convencerla de que había que hacer algo, una modificación de la norma para el futuro, un mensaje a las víctimas para frenar la sangría política de la norma. Empezó ahí, en diciembre del año pasado, una durísima negociación entre Montero y Pilar Llop, que terminó sin acuerdo dos meses después. El PSOE cambió la norma en contra del criterio de Montero: una desautorización en toda regla.

Algunos pensaron que dimitiría, pero no lo hizo. Sánchez tampoco la echó, aunque la presión para que lo hiciera era fortísima, ya con las elecciones autonómicas muy cercanas. Era febrero. El deterioro ahí ya fue total: el solo sí es sí pasó a ser “la ley de Irene Montero” y su decisión de defender contra todo y contra todos que la ley estaba bien y que el problema era la interpretación de los jueces terminó de devorarla.

La ministra de Igualdad, Irene Montero, celebraba la aprobación de la 'ley trans', el 16 de febrero, con representantes del colectivo trans a las puertas del Congreso.
La ministra de Igualdad, Irene Montero, celebraba la aprobación de la 'ley trans', el 16 de febrero, con representantes del colectivo trans a las puertas del Congreso. Luis Sevillano

Pero no fue únicamente el solo sí es sí. También hubo fractura por la ley trans: dentro del Ejecutivo, del propio PSOE, en el Parlamento y fue una razón más para la escisión de parte del feminismo, que ha llegado los dos últimos años a materializarse en una división en las dos fechas clave cada año, el 8-M y el 25-N.

Tan brutales fueron los ataques contra ella, que en algún momento del proceso logró la solidaridad de todos, incluso del PP. Fue en noviembre, cuando la diputada de Vox Carla Toscano llamó a Montero “libertadora de violadores” y le dijo que “su único mérito” era “haber estudiado en profundidad a Pablo Iglesias”. Entonces, Montero, que siempre ha sufrido este tipo de violencia política, verbal y ataques machistas en redes sociales y en otros ambientes, vivió una tregua. Toda la política española, menos la ultraderecha, la respaldó. Pero fue muy breve.

Una semana después, la ministra dijo que el PP “promueve la cultura de la violación”. Lo hizo a raíz de la campaña de la Xunta de Galicia por el 25-N, se titulaba “no debería pasar, pero pasa”. Se hizo viral en redes sociales, precisamente, por condensar esa cultura de la violación de la que hablaba Montero: creencias, estereotipos y conductas que alimentan la idea de que las mujeres, y, por lo tanto, sus cuerpos, son propiedad del hombre. Pero, aparentemente, en el hemiciclo nadie conocía el concepto y, recogido como si hubiese sido un insulto, provocó el estallido de la derecha y la crítica incluso del PSOE. Irene Montero volvía a ser arropada solo por los suyos.

Todo lo anterior puede tener que ver en ese “vivir a la defensiva” al que apuntan también desde uno y otro lado. El “machaque es objetivo”, según voces parlamentarias que afirman que la “persecución” a Montero —de forma directa o por extensión a la de Pablo Iglesias—, y a lo que encarna, ha sido constante, sobre todo de la derecha y la ultraderecha. Entre ellas, las continuas alusiones a su relación de pareja dentro y fuera de la cámara baja; o los escraches que sufrieron por parte de grupos de la extrema derecha en la puerta de su casa durante más de dos meses y que llegaron, en verano de 2020, hasta el lugar que habían elegido para las vacaciones.

A veces eso, suman algunos de quienes han trabajado con ella, “ha hecho que vaya creyendo cada vez más que quien llega es para hacer daño, y que no se pueda disentir [con ella] porque el mínimo debate, para ciertas cuestiones, te convierte en el enemigo”. Una de las cuestiones que más le critican a Montero, incluso personas cercanas, es que no tiene cintura política, que vive en el conflicto y no es capaz de buscar aliados. Ella insiste en su visión de la política como un conflicto muy duro para cambiar las cosas, para romper el sistema, y cree que eso no se puede hacer de manera amable ni con sonrisas.

Esa forma de estar en política no es, sin embargo, el lugar del que viene Montero. Hija única de padre y madre de clase media; alumna del Siglo XXI, un colegio concertado nacido en los años sesenta en Moratalaz, un barrio del extrarradio que en esa época empezaba a formarse, y del que ella ha contado en varias ocasiones que la marcó en la lucha por lo público y en el debate; fue después bachiller del progresista Montserrat y militante en las Juventudes del Partido Comunista a los 15; estudiante de Psicología en la Autónoma de Madrid y luego máster con una estancia de cinco meses en Chile, más tarde le concedieron otra en la Universidad de Harvard, pero renunció ya por la política.

Ha recorrido en poco más de una década el camino desde el 15-M y el activismo en la Plataforma de Afectados por la Hipoteca hasta ocupar la cartera de Igualdad. Contaba Pablo Iglesias en 2017 que la conoció cuando fue como invitada a La Tuerka en abril de 2014, aunque no hablaron hasta meses después, y que se dio cuenta desde el principio de su capacidad de “organización”. Lo comparten quienes han trabajado con ella, que también destacan su perseverancia y su perfeccionismo. Iglesias no tardó mucho en pedirle que se incorporara a su equipo. Montero comenzó a dirigir su gabinete y poco más de un año después, se sentaba como diputada, y como portavoz adjunta, en el Congreso de los Diputados.

El siguiente salto fue después de Vistalegre II, cuando Iglesias ganó el pulso entre las bases a Íñigo Errejón, que hasta entonces había sido su número dos en el partido y portavoz en el Congreso. Montero sustituyó a Errejón y empezó a ocupar espacio y discurso, feminista. El último giro de esta eterna batalla interna en lo que fue Podemos ha hecho que sea precisamente Errejón quien desplace a Montero en las listas de Madrid, donde él irá de número cuatro.

Los diputados de Unidos Podemos, Irene Montero y Pablo Iglesias, gesticulaban ante una intervención del presidente Rajoy en el Congreso de los Diputados, el 17 de mayo de 2017.
Los diputados de Unidos Podemos, Irene Montero y Pablo Iglesias, gesticulaban ante una intervención del presidente Rajoy en el Congreso de los Diputados, el 17 de mayo de 2017. Uly Martín

En la segunda moción de censura a Mariano Rajoy, en 2018, Montero hizo un discurso muy aplaudido por los suyos, en el que se dirigía así a la bancada popular: “Señorías, si alguien sabe conseguir y convertir en posible lo imposible, si alguien sabe plantar cara a la resignación y a la desesperanza en este país, esas somos las mujeres, y ustedes llevan siendo demasiados años la voz del ‘no se puede’ en este país. Por eso, esta moción de censura es también feminismo frente a su resignación y frente a su desesperanza, señorías”. Año y medio después, Podemos ya apuntalaba la coalición con el PSOE y Montero se convertía en ministra de Igualdad con esa actitud “alegre y combativa” que ella ha defendido y reconocido siempre, para ella misma y en los demás. Poco a poco, sobre todo en el último año, la situación ha ido tornando en mucho más de lo segundo y difuminando lo primero. El desgaste ha sido imparable y finalmente ha acabado con Montero fuera de las listas: el peor escenario posible para alguien que hace solo tres años y medio llegaba al Gobierno y lo tenía todo para convertirse en un gran referente de la izquierda como ministra de Igualdad.

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