La población reclusa femenina ha aumentado un 60% en el mundo desde el año 2000
Más de 740.000 mujeres y niñas están encarceladas. Las políticas contra el tráfico de drogas provocan la detención de miles de ellas por delitos menores
“Tenía un acceso muy limitado a salir fuera de la celda porque las mujeres solo contamos con un bloque de la cárcel. No es fácil cuando está tan masificada, y con hombres. Si quieres dormir en una cama en lugar de en el suelo tienes que pagar… Es muy duro”, resume Rosma Karlina, a sus 45 años, desde Indonesia, donde estuvo presa en una cárcel en 2005 durante 18 meses por un caso de drogas. Su vivencia sumó un número más a una cifra que mancha las políticas penitenciarias mundiales: la población femenina ha aumentado un 60% desde el año 2000; la masculina, alrededor de un 22%. Son las conclusiones de la quinta edición de la Lista mundial de mujeres encarceladas, publicada por el proyecto World Prison Brief del Instituto para la Investigación de Políticas de Crimen y Justicia (ICPR, por sus siglas en inglés) de Birkbeck (Universidad de Londres).
“Los datos son extremadamente preocupantes. Estamos viendo una criminalización de la pobreza. Si las mujeres tuvieran más apoyos y no vivieran situaciones tan vulnerables, no alcanzaríamos estas cifras que lastran también a sus familias. La inmensa mayoría de ellas no cometen grandes delitos y se percibe una gran incidencia de abusadas y con problemas de salud mental”, concluye en líneas generales Catherine Heard, directora del Programa Mundial de Investigación en Prisiones de la entidad. El informe recoge que unas 740.000 mujeres y niñas están hoy encarceladas en el mundo, lo que supone el 6,9% de la población reclusa global (10.722.407 personas). En América, el porcentaje asciende al 8%, y en Asia al 7,2%; en Oceanía se queda en un 6,7%; en Europa baja al 5,9% y en África desciende al 3,3%. En el año 2000 eran 465.900 las reclusas, el 5,4% de los 8.664.300 reos en el mundo.
Las expertas coinciden en que las feroces políticas contra el tráfico de drogas toman un protagonismo extraordinario en regiones como Latinoamérica o Asia, donde se detiene a miles de mujeres forzadas a delinquir, que recurren al menudeo ante la falta de oportunidades, o que quedan atrapadas en Estados ausentes. Andrea Casamento es miembro del Subcomité de Prevención de la Tortura de la ONU, lleva 18 años visitando cárceles y atestigua el resultado del informe, en el que no ha participado. “Cercenamos la vida de las mujeres, y sus hijos terminan también en las cárceles. Hay una media de dos a tres niños afectados por cada una de ellas. ¿Qué les proponemos? ¿Qué ofrece el Estado?”, cuestiona en retahíla.
En su discurso predomina la palabra “disparate” por doquier. Hace referencia al impacto que tiene en los familiares y abuelos hacerse cargo de varios menores sin madre, “que en su mayoría son cabeza de familia”; en la dificultad de trabajar bajo arresto domiciliario; en “las altísimas condenas por microtráfico de drogas”; en la cantidad de presas con más de 60 años y problemas de salud; en la masificación de los centros; o en el exceso de prisión preventiva.
Cuestiones algunas que también afectan a los hombres convictos. “Encerrar a un ser humano en una jaula tiene consecuencias. Y hay que hacerse cargo de ello”, sentencia. A la crítica se suma Claudia Cardona, que tras pasar más de nueve años en una cárcel de Colombia, ahora en libertad, a los 45, dirige la ONG Mujeres Libres, centrada en la incidencia política penitenciaria con enfoque de género, en el que reconoce el papel de ellas como cuidadoras y proveedoras en los hogares. “Las políticas contra las drogas no se centran en capturar a los más grandes. Ellas, en cambio, están expuestas en las calles, son más vulnerables, de fácil detención y reemplazo. No se incide nada en la estructura criminal”.
Nathalie Alvarado, coordinadora del área de seguridad ciudadana y justicia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) incide en el daño que supone el narcotráfico y detalla que el perfil delictivo de las mujeres en “la región más violenta del mundo” responde a delitos cometidos sin armas y sin herir a sus víctimas. “Son faltas menores que se podrían resolver con trabajos comunitarios”, propone Alvarado, que detalla que la reincidencia de las mujeres en la región se sitúa en un 17%, mientras que la de los hombres alcanza un 33%.
Las reglas de Bangkok
Cardona cuenta que durante su reclusión aprendió lo que eran las llamadas Reglas de Bangkok de la ONU, que pretenden evitar las malas condiciones de vida y servicios en cárceles para las mujeres. Ahí comenzó su activismo. Resalta que tienen que luchar por el derecho a suficientes toallitas higiénicas, a ginecología, a que las faltas disciplinarias no se sancionen sin ver a los hijos o a que no practiquen histerectomías para evitar problemas uterinos.
Su colega Coletta Youngers, que es asesora principal de la organización Washington Office on Latin America (WOLA) sobre derechos humanos en Latinoamérica, puede entrar a visitar algunas prisiones en la región y con rostro de consternación, por videoconferencia, expresa: “Es horrible, encuentras humedades, baños estropeados, agua sucia, alimentos incomestibles… Hay centros masificados donde se cometen abusos. Es inhumano”.
“Las Reglas de Bangkok no se cumplen en Latinoamérica. Es una tarea pendiente en la región”, dice tajante Alvarado. Y destaca las deficientes instalaciones, si las hay, de las salas de lactancia que serían “necesarias” además por el bien superior del menor. Con los datos que maneja, estima que el 39% de las mujeres detenidas tienen a su pareja en la cárcel, mientras que ese porcentaje para los hombres es del 5%. “Y esto impacta en los cuidados de los hijos”, añade. Resalta también la falta de enfoque de género para el tratamiento de la salud mental de ellas, “con historiales de abusos distintos a los de los hombres” y para la rehabilitación y la reinserción. “Tradicionalmente está pensado todo para ellos, y a lo mejor se imparte algún taller de peluquería o algo estereotipado. Pero no es eso lo que ellas necesitan. La formación no puede estar alejada de sus capacidades o de la demanda del mercado. Tienen que aprender de empoderamiento, de emprendimiento”, añade Alvarado, muy preocupada por la falta de perspectivas tras las salidas de la prisión.
La prevención como alternativa
Cardona muestra también desasosiego por esas perspectivas de las presas al salir de la cárcel. “Abren la puerta y no saben a dónde ir. Pueden caer en volver donde estaban violentadas”. Detalla que se les niegan préstamos, alquileres, trabajos, estudios… Y que pierden la figura de autoridad. En un momento detiene su declaración y exhorta a quien le oiga: “¡Sociedad, no me exijas si no me das oportunidades, no me pidas que no haya reincidencia si no hay nada que hacer!”. Por eso encuentra respuestas en el trabajo preventivo.
Catherine Heard coincide: “Las mejores estrategias para poner fin a la sobrecriminalización de las mujeres incluyen un enfoque de reducción de daños, con el objetivo de prevenir, no castigar. Hemos visto que esta estrategia funciona para delitos de drogas en Portugal, donde se ofrece apoyo y tratamiento, en lugar de arrestos y encarcelamiento. Si se brinda el apoyo adecuado, se desviarían del enjuiciamiento y, como resultado, disminuiría el número de reclusas”. Según el informe, Europa no solo es la única región del mundo en la que no ha aumentado la cifra de encarceladas, sino que ha decrecido desde el 2000, en un 12,6%.
En África han pasado de ser 24.000 reclusas en el año 2000 a 37.314 a principios de este agosto y su análisis “es más complejo por las diferencias entre cada país”, apunta Heard, que resalta la insalubridad y peligrosidad de sus prisiones. Y en Asia y Oceanía se ha más que duplicado la población reclusa en esta horquilla. En concreto, en Indonesia ha aumentado en más de siete veces y media. Y Rosma Karlina lo corrobora: “La situación no mejora”. Desde que fue liberada vuelve a la misma prisión, pero ahora para impartir formación sobre género, derechos humanos y políticas de estupefacientes. También hace talleres en las calles para difundir que el Gobierno tiene un programa de rehabilitación al que deben mandarte los agentes antes de enviarte a la cárcel, algo que, asegura, no pasa siempre por las posibles corrupciones en el sistema. “Mi ambición es que la experiencia que viví acabe en mí. No quiero que haya ninguna Rosma más. Ninguna más”. Ella previene.
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