La condena añadida de ser madre dentro de la cárcel
Las presas en México deben separarse de sus hijos cuando cumplen tres años, no pueden proteger a los que tienen fuera de la prisión y enfrentan el doble estigma ante su familia de ser mujer y reclusa
En un patio de cemento gris vallado, Selene no se separa de su hija. La pequeña ríe mientras su madre le hace cosquillas en la panza y corre a su alrededor con un vestido de princesa. En cuanto se aleja lo suficiente para jugar con los otros niños que viven en la cárcel de Escobedo, en Monterrey (Nuevo León), Selene rompe a llorar en el hombro de una compañera. Su hija Carla cumplirá tres años pronto y tendrá que dársela a un familiar para que continúe creciendo lejos de los muros de la prisión. Entre las peticiones que Selene y sus compañeras han hecho constantemente está que se les dé más tiempo de visita con sus hijos, guarderías dentro de las cárceles y apoyos económicos a las familias.
En el Centro de reinserción femenil Escobedo hay 431 mujeres reclusas. De ellas, hay 18 que han sido madres cuando estaban en la cárcel. Entre los uniformes gris y blanco, destacan los pequeños retoños vestidos de vivos colores que se prenden a sus pantalones o las miran desde los carritos de bebés. En el último recuento del Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, se estimaba que hay más de 360 niños viviendo dentro de las prisiones en México.
Muchas de las reclusas de este centro llegaron embarazas desde Topo Chico, el centro penitenciario donde cumplían condena antes de ser cerrado tras el motín carcelario más sangriento de la historia de México. En esa cárcel mixta regentada por el autogobierno de los grupos del crimen organizado, como los Zetas, las presas solían quedar embarazadas de otros reclusos y los niños nacían dentro de la prisión. Desde el año 2016, la edad permitida para que los llamados “niños invisibles” permanezcan recluidos con sus madres se ha reducido de los seis hasta los tres años. Dulce Alcaraz, la directora de la cárcel, asegura que incluso habiendo recortado su estancia en prisión a la mitad, el tiempo que los niños pasan entre los muros y los celadores sigue siendo “demasiado”. “Los niños que hay aquí no saben hablar bien, solo han conocido a los hijos de otras reclusas y no conocen el exterior. Ni siquiera saben lo que es un árbol o un auto hasta que cumplen los tres años”, asegura.
A Carla, la hija de Selene, le quedan apenas un par de meses para soplar las velas. Hasta ahora, ella y su madre podían vivir en una celda individual y pasar las 24 horas juntas. Cuando Selene se la entregue a un familiar, pasará a convivir con el resto de las reclusas en celdas de cuatro plazas y tendrá que esperar a los días de visita para verla. Lleva con asistencia psicológica desde hace seis meses para poder enfrentarse a la separación. Alcaraz subraya que en la mayoría de casos se intenta buscar a un familiar que traiga a los niños a ver a su madre lo más frecuentemente posible, pero la tarea es muy difícil. “Las mujeres que están en prisión enfrentan un estigma que no se da en los hombres recluidos. La familia se enfada con ella y deja de venir a verla, los hijos se avergüenzan por los comentarios que escuchan en los colegios y sus parejas se buscan a otra”, detalla. En consecuencia, las presas se enfrentan a una situación de abandono por parte de sus familias. Las mismas a las que deben de entregar sus hijos tras tres años sin separarse de ellos. El 32% de las mujeres reclusas no han recibido visitas de los hijos que han vivido con ellas en la cárcel, según ha recogido la organización Reinserta en su informe sobre el diagnóstico de maternidad y paternidad en prisión.
Las mujeres representan de media el 8,4% de la población penitenciaria en América Latina. El porcentaje varía según el país, pero la mayoría de ellas se encuentran en prisión preventiva o condenadas por delitos menores, según WOLA, la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos. Muchas están por delitos relacionados con drogas de bajo nivel que tienen un alto riesgo de captura, y en el caso de Escobedo, muchas de ellas ni siquiera tienen una sentencia todavía. El Poder Judicial de México puede retrasarse hasta 12 años en emitir un fallo definitivo.
Alcaraz detalla que la mayoría de las mujeres del centro que dirige están por robo, posesión o tráfico de drogas o incluso homicidio. “Muchas se metieron en el narcotráfico por sus parejas, que las vinculaban de alguna forma en sus negocios y acababan los dos encarcelados en Topo Chico. Otras asesinaron a sus agresores tras hartarse de una vida de continuos abusos”, añade. Las reclusas de Escobedo temen que sus hijos perpetren el círculo de violencia en el que ellas vivían. Por ello entre sus peticiones destacan la necesidad de programas de prevención de adicciones y educación sexual para adolescentes, así como apoyo económico para pagar la escuela y que sus hijos no la abandonen.
En el caso de Magali, que fue madre en hasta tres ocasiones estando en Topo Chico, su preocupación es otra. En noviembre recibió una llamada de sus sobrinas, las que están cuidando del primer hijo que tuvo en la cárcel y con las que apenas tiene relación. Le comunicaron que el pequeño había relatado que su abuelo —el padre de Magali, quien lo visita esporádicamente— había abusado de él. Sin embargo, las sobrinas temen denunciarle por ser una persona peligrosa y con contactos con el crimen organizado. Las marcas en los brazos de Magali evidencian una pérdida drástica de peso en consecuencia de su angustia y las lágrimas que intenta contener mientras habla se rebasan cuando habla de su padre. “Él ya abusaba de mí cuando era pequeña y, ahora que le está pasando lo mismo a mi hijo, estoy aquí dentro. No puedo hacer nada”, lamenta.
Selene y Magali recuerdan el momento en que las detuvieron. Fue delante de sus hijos, quienes las acompañaban en la calle mientras hacían algún recado. “No tuvieron ninguna consideración con ellos, vieron como nos pegaban y nos tiraban al suelo. Yo los escuchaba llorar mientras me subían al carro”, recuerdan. Las reclusas piden que haya más sensibilidad y capacitación del personal policial y penitenciario para que sus hijos no tengan que ser testigos de esa violencia y se tenga cuidado a la hora de registrarlos cuando van a visitarlas. Dentro de la cárcel, plantean la creación de más programas de actividades recreativas para las familias “con mejores espacios para cuando me visitan, que tengamos un lugar donde convivir, y jugar con nuestros hijos”.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.