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El explosivo reto de gestionar la crisis en las cárceles

Más de 10 millones de personas se encuentran detenidas en el mundo, a menudo en situaciones de hacinamiento

Ángeles Lucas
Familiares de presos rezan después de una protesta en la prisión de Los Llanos, en Venezuela, el pasado 2 de mayo.
Familiares de presos rezan después de una protesta en la prisión de Los Llanos, en Venezuela, el pasado 2 de mayo.Stringer . (Reuters)

El coronavirus se ha infiltrado en todos los espacios y recovecos de la vida pública y privada, ha saltado fronteras y muros. También donde no hay casi escapatoria posible. Las cárceles se han convertido en un importante foco de infección y preocupación de los Gobiernos y ciudadanos en la lucha contra la covid-19, un nuevo frente donde las medidas de contención impuestas a la población en el exterior a menudo se desvanecen. Unas impactantes imágenes de El Salvador con presos hacinados piel con piel, el reciente brote descontrolado a 100 kilómetros de Bogotá surgido de una prisión con más de 700 infectados, las revueltas en Venezuela por la falta de alimentos y el centenar de muertos en motines alrededor del mundo, ponen en evidencia las deficiencias en los sistemas penitenciarios de muchos países.

Con la irrupción de la pandemia, los presos suman una nueva condena entre rejas. Faltan jabón y agua para cumplir la recomendación de lavarse las manos durante 20 segundos. Y no es posible el distanciamiento social de cerca de dos metros en prisiones a más del quíntuple de su capacidad, como la de Cebú, en Filipinas. “Mi marido está ahí y no sé nada de él desde hace tres semanas. Es horrible. Los presos gritan desde las ventanas que quieren más agua para beber, mejor comida, piensan que todos son casos positivos y no sé qué atención médica están teniendo. Estoy muy preocupada”, declara Rowena (nombre ficticio) al teléfono desde Filipinas. La atención a la salud choca con la reducción de servicios penitenciarios, y la alimentación y el necesario ejercicio y actividad se contraponen al desabastecimiento o la supresión de talleres. Y luego está la soledad, la ausencia de la familia, aunque sea en cortas visitas ahora suspendidas.

La población reclusa en el mundo asciende a más de 10 millones de personas repartidas en cárceles que en 121 países están superpobladas, según el último informe de Penal Reform International (PRI). De ellos, más de 32.200 reos han dado positivo por covid-19 en 54 Estados, y más de 670 han fallecido en 22 países, según recoge la organización Justice Project Pakistan, que elabora un sumatorio mundial. Pero no están todos los que son. “Los datos reportados no son fiables, ni siquiera en los países más transparentes. Son muy bajos respecto a la realidad”, alerta Catherine Heard, directora del Programa Mundial de Investigación Penitenciaria del Instituto de Investigación de Políticas de Crimen y Justicia. Un estudio epidemiológico de la Unión Americana de Libertades Civiles concluye que solo en Estados Unidos, el país con mayor población carcelaria con 2,1 millones de presos, el virus podría matar a unas 100.000 personas más de las ya estimadas entre reclusos y el entorno de los liberados.

“El sistema carcelario ya era un espacio olvidado, no prioritario, impopular. Y el virus lo ha puesto en evidencia. El hacinamiento y la falta de productos higiénicos son las condiciones perfectas para su propagación. Es como si tenemos una caja de fósforos, todos juntos. Si arde uno se extiende el fuego. Y afecta no solo a los reclusos, también a los funcionarios que trabajan dentro y salen, y al resto de la población”, advierte Nathalie Alvarado, coordinadora del área de seguridad ciudadana y justicia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que cuenta que ha recibido numerosas llamadas de Gobiernos para pedir asesoramiento ante esta peligrosa situación. El virus ha sido como la chispa que cae sobre esa caja de cerillas abierta.

Una de las medidas más drásticas ha sido la supresión de visitas y la limitación de la entrada de alimentos, medicamentos, y otros productos que facilitan la vida entre rejas. “Mi sobrino, que está privado de libertad, cuenta que están siete personas en cuarto cerrado con una puerta de metal, sin aire, con muy mal olor, comiendo en las literas, con ratones. Y solo podemos llevarles algo de comida y productos de limpieza una vez a la semana, haciendo unas colas larguísimas y apiladas. Están atormentados, psicoseándose, como ellos dicen. Piensan que virus es muerte”, asegura Cecilia Vallejos por teléfono desde Chile. Rodrigo (nombre ficticio) traslada desde una prisión chilena que las medidas han supuesto “un cambio brusco" para la población penal. “Se ha colapsado el sistema. Ahora nos hemos organizado para pedir los productos básicos a las pocas visitas que tenemos y hemos detenido nuestros conflictos personales. Nuestra única meta es tener salud y libertad. El centro lo han desinfectado, pero nosotros limpiamos cuatro veces al día las paredes, y los que no estamos en el módulo de cuarentena salimos una hora al patio", cuenta el preso, que considera que los datos que se trasladan de casos positivos son casi tres veces menos de los que observan.

La reducción del escaso espacio, la falta de instalaciones para tratar a los enfermos y el resto de deficiencias han explotado en forma de motines, fugas, heridos y más de un centenar de muertos sumados en centros de Venezuela, Colombia, Sri Lanka, Argentina, Italia, Sierra Leona y Bolivia. No obstante, para Peter Severin, presidente de la Asociación Internacional de Correccionales y Prisiones (ICPA), las primeras revueltas carcelarias sentaron un precedente para evitar errores en otros casos. “El mundo vio reacciones violentas por parte de los internos en Italia cuando se detuvieron las visitas. Esta crisis permitió que otras jurisdicciones aprendieran e implementaran rápido medidas de mitigación como videoconferencias o llamadas adicionales” para aliviar la tensión entre los reclusos, indica.

Criterio de selección

En otro extremo, los Gobiernos también han optado por descongestionar directamente los centros y soltar presos. En el último mes y medio, Turquía ha anunciado la liberación de 90.000 encarcelados, aunque ha excluido de la medida a políticos y periodistas; Irán ha dado permisos penitenciarios para 85.000; Indonesia ha dispuesto la excarcelación de 30.000 condenados; Afganistán de 10.000; México estudia hacerlo con 10.000; Sudáfrica prevé poner a 19.000 en libertad condicional; Marruecos ha dado el indulto a 5.000; Chile lo prepara para 1.300; y Colombia calcula enviar a 4.000 a prisión domiciliaria. La iniciativa Prison Insider, que documenta las medidas adoptadas por países, añade también como opciones a las que están recurriendo los Estados las liberaciones tempranas y la disminución de encarcelamientos por sentencias cortas y por prisión preventiva, entre otras.

La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, lanzó recomendaciones el 25 de marzo: “Ahora más que nunca los Gobiernos deberían poner en libertad a todos los reclusos detenidos sin motivos jurídicos suficientes, entre otros a los presos políticos y otros internos que fueron encarcelados simplemente por expresar ideas críticas o disentir”. Bachelet instó a priorizar a los presos de más edad, a los enfermos y a los menos peligrosos. “Las autoridades deberían seguir atendiendo las necesidades sanitarias específicas de las mujeres reclusas, de las embarazadas, de los internos con discapacidad y los menores de edad”, añadió.

Dar prioridad a la excarcelación de estos perfiles, o estudiar cada caso de prisión preventiva, que en 2019 alcanzaba el 30% de la población penitenciaria, según el informe de PRI, son otras de las recomendaciones de la ONU, recogidas en el documento que el Subcomité para la Prevención de la Tortura publicó el pasado 30 de marzo. “Pero hay países en los que estos beneficios se están adoptando de forma discriminatoria. Hemos urgido a avanzar en la liberación de los presos de conciencia y defensores de derechos humanos”, señala Daniel Joloy, analista legal de Amnistía Internacional. La organización ha enviado cartas a Gobiernos como los de Turquía, Bahréin, Camerún, Burundi y Camboya por mantener en prisión a defensores de los derechos humanos, periodistas, estudiantes, opositores o activistas cuya liberación no es para estos una prioridad.

En Italia, que acumula cerca de 30.000 muertos por la enfermedad, el Gobierno ha excarcelado a 376 mafiosos en una polémica medida que ahora trata de rectificar. “La selección se tiene que hacer de forma justa, sin corrupción”, señala Heard. “Es vital descongestionar las cárceles, pero no liberar a presos que pongan en riesgo la seguridad pública. Hay que estudiar los casos y comunicar bien a la sociedad”, ya que no todos los delitos deben implicar prisión en esta situación, concluye Alvarado. O dicho de otra forma, “el encarcelamiento debería ser una medida de último recurso, en particular durante esta crisis”, ha opinado Bachelet.

Una lección colectiva

La velocidad con la que se ha expandido el virus ha requerido que los gobernantes, legisladores, abogados, miembros de asociaciones y personal implicado en los sistemas penitenciarios hayan tenido que adoptar medidas inmediatas y de la forma más óptima posible, lo que ha fomentado la comunicación entre ellos, según coinciden los expertos. “La comunidad internacional de prisiones se ha unido rápidamente para compartir información y aprender unos de otros. Esto nunca antes había sucedido a este ritmo y con tanta intensidad. Estamos todos al tanto de las buenas prácticas y las cosas que ahora sabemos que funcionan y marcan la diferencia”, señala Peter Severin, presidente de la Asociación Internacional de Correccionales y Prisiones, que cuenta con un grupo de trabajo sobre covid-19 que abarca todos los continentes y ofrece consejos y apoyo.

Las guías y los documentos de recomendaciones para tratar la covid-19 en las prisiones se han redactado en apenas semanas y están disponibles en Internet desde decenas de plataformas a disposición de los gobiernos y autoridades competentes, instituciones nacionales de derechos humanos y entidades de la sociedad civil. “Esperamos que los países aprendan una lección de esto. Lo que ha ocurrido es una llamada de atención y esperamos que sirva para mejorar los sistemas penitenciarios”, señala Catherine Heard, directora del Programa Mundial de Investigación Penitenciaria del Instituto de Investigación de Políticas de Crimen y Justicia. Para Nathalie Alvarado, coordinadora del área de seguridad ciudadana y justicia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), solo el uso que ha empezado a hacerse de la tecnología en la prisión puede sentar un precedente positivo para mejorar las condiciones de las personas privadas de libertad. “Las videollamadas con familiares, médicos, abogados y la formación en línea necesitaban una implantación mayor, y esto lo ha acelerado”, concluye.

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Sobre la firma

Ángeles Lucas
Es editora de Sociedad. Antes en Portada, Internacional, Planeta Futuro y Andalucía. Ha escrito reportajes sobre medio ambiente y derechos humanos desde más de 10 países y colaboró tres años con BBC Mundo. Realizó la exposición fotográfica ‘La tierra es un solo país’. Másteres de EL PAÍS, y de Antropología de la Universidad de Sevilla.

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