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La declaración de las cuatro víctimas cierra la primera fase del juicio a Ghislaine Maxwell por tráfico sexual

Las testigos coinciden en la participación ocasional de la acusada en los abusos, tocando a las jóvenes mientras las empujaba a dar un masaje a Jeffrey Epstein

María Antonia Sánchez-Vallejo
Jeffrey Epstein mano derecha
Annie Farmer es interrogada por un miembro de la defensa de Ghislaine Maxwell, este viernes en Nueva York.JANE ROSENBERG (Reuters)

Tras la presentación de pruebas y la declaración de las cuatro presuntas víctimas del pederasta Jeffrey Epstein, el juicio que se sigue en el distrito sur de Nueva York contra su mano derecha, Ghislaine Maxwell, por reclutar a chicas para dar masajes sexuales al millonario ha cerrado este viernes la primera fase de un proceso que, se prevé, se prolongará hasta enero. Maxwell se ha declarado inocente de los seis cargos que se le imputan por presuntamente captar e instruir a menores para alimentar la depravación de Epstein, que se suicidó en prisión en 2019. Sola ante la justicia, la heredera británica tiene además pendientes otros dos procesos por perjurio.

Los juicios en EE UU no son tan trepidantes como se ve en las películas. Ni los abogados se pasean continuamente por la sala, ni el repiqueteo del mazo del juez es, junto con las objeciones de las partes —¡protesto, señoría!—, el sonsonete de las sesiones. Solo la voracidad de la defensa, hasta límites casi estridentes, recuerda a los personajes que, como perros de presa, tantas horas de buen cine han protagonizado: el subgénero judicial, con su elenco de letrados aviesos, es todo un clásico en la cinematografía estadounidense.

A las venerables salas revestidas de madera y moqueta frondosa, en el palacio de justicia del sur de Manhattan, acuden cada día curiosos, estudiantes, abogados y periodistas para seguir la vista por circuito cerrado de televisión. Lo primero que sorprende es que las testigos, cuya identidad tres de ellas ocultan bajo un simple nombre propio (Jane, Kate y Carolyn), se sientan a cara descubierta tras una pantalla de plexiglás, al lado de la fiscal de distrito, Alison Nathan. No se permite el acceso a las cámaras, por eso el anonimato de las declarantes, que hoy frisan los 40, queda garantizado. Otra característica del proceso es la abrumadora mayoría de mujeres, desde la Fiscalía a las letradas de las partes.

En la pantalla partida en tres, con sendas tomas del tribunal, apenas hay espacio para la acusada, que aparece en el centro, en la mesa que comparte con la defensa. Las otras dos imágenes enfocan al estrado de la jueza y el atril que ocupan alternativamente representantes de la acusación y la defensa. Resulta difícil identificar a Maxwell —melena corta morena, mascarilla negra, gestos nerviosos—, pese a que uno de los argumentos de la defensa ha sido la mediatización excesiva del proceso. En las imágenes que proporciona el circuito cerrado de televisión, Maxwell, de 59 años, es una figura más que discreta, casi ausente. E inquietante: un día fue captada por la dibujante que deja constancia gráfica del proceso retratándola a su vez a ella.

En la pantalla, y al hilo de la declaración de expertos como un agente del FBI que rebuscó durante años en los dispositivos electrónicos del tándem Epstein-Maxwell, se suceden fotografías, mensajes de correo electrónico, registros de conversaciones o reclamos del tipo “se busca masajista, excelente paga, fines de semana libres”. La relación de las pruebas numeradas se convierte en contabilidad de la abyección. Las primeras datan de comienzos de los noventa; las últimas, de 2002.

El agente del FBI, y días antes el piloto del avión privado del magnate, han sido las contadas presencias masculinas, casi comparsas, en un proceso en que el exceso de testosterona de Epstein, y puede que el de Maxwell, planea aún como una amenaza. A juzgar por su lenguaje corporal, Carolyn, la tercera víctima en orden de comparecencia, no ha superado el daño que le causaron cuatro años de abusos, desde que tenía 14. Cumplida la mayoría de edad, Epstein le preguntó un día si tenía amigas más jóvenes, para invitarlas a las sesiones de masaje sexual que Maxwell orquestaba en la mansión de Palm Beach (Florida). “Yo ya era demasiado mayor para él”, musitó Carolyn.

Su voz casi inaudible, combinada con sollozos y titubeos, la convertía a su pesar en blanco fácil de la defensa, que sacó a la luz todos los tumbos de su vida: abusada por su abuelo a los cuatro años; abandono escolar, precoz consumo de drogas, un novio proxeneta que la empujaba a verse con Epstein aun a sabiendas de los abusos; acompañante sexual para ganarse la vida y agenciarse las dosis que requería su adicción, y también el yugo de una esquizofrenia mal tratada. “Sexo por dinero, sí, a veces”, confesaba el martes. Es el objetivo de la defensa: desmontar pieza por pieza los testimonios, por cruel que resulte la deconstrucción.

“Epstein me daba entre 300 y 400 dólares por masaje [entre 250 y 350 euros]. Los usaba para comprar drogas”, declaró el martes. Con distintas facetas de vulnerabilidad, desde el hogar desarraigado de la primera testigo, Jane, que empezó a frecuentar a la pareja en 1994, cuando tenía 14 años, a la existencia sórdida de Carolyn, las víctimas coinciden en un patrón de indefensión que las convertía en víctimas propiciatorias del abuso de poder de Epstein y de Maxwell, anterior a los abusos sexuales y que a su vez les permitió perpetuar estos: el miedo de las jóvenes a su claro dominio las mantuvo cautivas de la situación durante años. A Maxwell, incluso, una de las víctimas la veía como el modelo en que encarnarse: “Una mujer resolutiva, de mundo, cosmopolita”, dijo Kate el lunes, “la clase de mujer en que habría querido convertirme, me sentía tan afortunada por tenerla como amiga…”.

Pero la camaradería que de entrada mostraba la acusada encerraba un afán dominador: nada de cuanto sucedía en las residencias de Epstein escapaba a su control; era la estricta gobernanta, la mandamás, también en perversiones. Kate tenía 17 años, edad de consentimiento, cuando fue abusada por el financiero en su mansión de Londres, y se mantuvo en contacto con ambos durante años. “Tenía miedo de alejarme de ellos porque veía cuán poderosos eran y lo conectados que estaban”, explicó Kate, a la que Maxwell aseguró ser amiga del príncipe Andrés de Inglaterra y del magnate, y futuro presidente de EE UU, Donald Trump.

Un nexo perverso

El modus operandi con Kate, que aspiraba a convertirse en modelo, corrobora, según la Fiscalía, el patrón de explotación de Epstein y Maxwell, que fueron pareja en los primeros años noventa y siguieron vinculados por un nexo perverso: según las mujeres, la acusada presenciaba en ocasiones los abusos, cuando no participaba en ellos tocando a las chicas, a las que obligaba a desnudarse para dar los masajes y las empujaba a satisfacer “las necesidades [del millonario], sexo dos y tres veces al día”, les decía medio en broma, como quien disculpa una travesura o una peculiaridad. De la “señora Maxwell”, como la llamó continuamente “porque no sé cómo se pronuncia su nombre de pila”, recordó Carolyn: “Estaba completamente desnuda y ella entró y tocó mis pechos y mis caderas y mis nalgas y me dijo... que tenía un gran cuerpo para el señor Epstein y sus amigos”. Annie Farmer, de 42 años, la única víctima que se ha identificado plenamente, recordó, en consonancia con la declaración de Carolyn, cómo Maxwell sobó sus pechos mientras ella, con 16 años, daba un masaje al financiero.

Durante el juicio ha salido a la luz el fundamento también económico de la simbiosis entre Maxwell y Epstein. La heredera quería mantener “satisfecho” a Epstein para seguir teniendo “el estilo de vida al que estaba acostumbrada”, y que la desaparición de su padre, y la ruina de su emporio mediático, podían comprometer. El lunes los fiscales mostraron recibos de transferencias de Epstein a Maxwell por valor de más 30 millones en tres transacciones en 1999, 2002 y 2007. Tras recibir un giro de 7,4 millones, en 2007, Maxwell se compró un helicóptero, quién sabe si para escapar de la acción de la justicia, que por entonces ya rondaba al financiero, a la que este consiguió dar esquinazo en 2008, con un acuerdo venal.

Los abogados de Maxwell cargan las tintas en los actos de Epstein y eluden en lo posible citar a su cliente, mientras se plantean la pertinencia de que la británica testifique: hacerlo podría comprometer su derecho constitucional a no incriminarse, mientras subrayan que es el chivo expiatorio de la justicia… e indirectamente también de la negligencia de la Administración, incapaz de mantener vivo a Epstein en su celda. También subrayan el tiempo transcurrido desde los hechos, que podría empañar los recuerdos de las víctimas. Los miembros del jurado, a cuya entrada a la sala los presentes saludan protocolariamente en pie, deben alcanzar un fallo unánime, en un proceso que ya se ha convertido en parte del anodino paisaje de Manhattan.

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