“El hermano ha llegado a los United”: dentro de una ceremonia maya en Petén
EL PAÍS acompaña a un grupo de guías espirituales en una ceremonia en la selva guatemalteca para agradecer por la travesía de un migrante que consiguió llegar a EE UU para reunirse con su padre
El recorrido inicia con una advertencia: “Si usted va a acompañarnos, tiene que abrir su mente. Sus costumbres, conocimientos, sesgos...todo eso se queda atrás. A partir de ahora va a ser uno de nosotros”, advierte uno de los guías espirituales mayas mientras el vehículo se aleja del último poblado al borde de Ruta Departamental número 13 y se sumerge en una red de caminos de terracería, entre la inclemente y calurosa selva del municipio de La Libertad, en el departamento de Petén, en el noroeste de Guatemala. La comitiva de cuatro guías espirituales (tres hombres y una mujer) y dos periodistas se acerca a una zona atormentada por el narcotráfico, la migración ilegal y el tráfico y robo de flora y fauna protegida.
El pickup celeste del año 95 avanza sin prisa desde San Benito, uno de los doce municipios del Petén, con destino a una comunidad maya sumergida en un verde selvático de un departamento tan caótico como virgen, muy cerca de la frontera sur de México. Los guías espirituales mayas se disponen a celebrar allí la última de tres ceremonias comisionada por una familia que mandó a uno de sus hijos a Estados Unidos. “Para dar las gracias porque el hermano Carlos Humberto ha llegado sin novedad a los United”, explica uno de ellos, el que mejor habla el español, Julio Tot.
Cuestión de suerte
La primera ceremonia auspiciada por Tot y su equipo de guías espirituales tuvo lugar un día antes de que Carlos Humberto —un joven de unos veinte años— partiera en mayo rumbo a EE UU para probar suerte. “Esa fue una ceremonia de petición, pues le solicitamos a los ancestros que abrieran el camino y acompañaran a nuestro hermano durante todo el viaje hasta el Norte”, cuenta Tata Tot, entre cervezas y sacudidas bruscas por el camino de tierra que hay que transitar para llegar a la recóndita comunidad maya. “Hasta llegó el coyote, a quien también bendijimos y le hicimos prometer que no dejaría desamparado a nuestro hermano. Fue muy fuerte, hubo mucha energía”.
Como Carlos Humberto, hay miles de mexicanos, centroamericanos, haitianos, sudamericanos y hasta africanos que emprenden cada año la ruta al norte; hacia una especie de tierra prometida en el siglo XXI. Para algunos, hasta la peor suerte allá vale mil veces más la pena que la mejor suerte que les espera en sus países. La comunidad en la que vivía el migrante queda a pocas horas de El Ceibo, una población localizada en el municipio mexicano de Tenosique, en Tabasco, fronterizo con Guatemala, un punto clave para el cruce clandestino de migrantes hacia México. Por ahí cruzó Carlos Humberto, según sus familiares, cuando aquel poblado era un punto ciego e indiferente en el mapa. Fue así hasta que el 2 de agosto el Gobierno estadounidense comenzó a trasladar a los indocumentados que expulsa por el Título 42, una política implementada por Estados Unidos al principio de la pandemia que permite la devolución inmediata de los migrantes que cruzan su frontera sur sin papeles.
Desde principios de agosto, medios locales guatemaltecos han informado de caravanas de buses que llegan a ese poblado a abandonar a su suerte a cientos de indocumentados. Los delegados del Instituto Guatemalteco de Migración (IGM) han contabilizado flujos de hasta 300 personas por día, algo que no había pasado antes. Una vez en El Ceibo, rodeados por la inclemencia de la selva petenera, muchos vuelven a emprender la ruta hacia el norte.
Pero ese no fue el caso de Carlos Humberto. Él tuvo más suerte. “Lo que pasa es que para eso sirven las ceremonias, gracias a ellas él logró cruzar sin problemas. ¿Ya ve la importancia de esto?”, señala Tot y le guiña un ojo a sus compañeros. La segunda ceremonia ocurrió un mes después, cuando los guías calcularon que el migrante se encontraba a la mitad del camino, atravesando el desierto mexicano. “Esa fue una ceremonia de protección, en la que hay que poner mucha atención porque el fuego, la luz, suele revelar el estado de la persona por quien se hace la ceremonia”, explica Tot mientras oscurece. Las ceremonias de este tipo, según los guías espirituales, son para recibir algún mensaje del estado en que se encuentra el migrante. “A veces el fuego revela que todo va bien y por eso pedimos más protección. Pero, otras veces, el fuego nos comunica que la persona no ha podido completar el viaje. Ya sea porque lo atrapó la policía o porque ha muerto”, matiza Tot con tono serio, sin su característica sonrisa. Pero el fuego, en el caso de Carlos Humberto, les indicó que las cosas marchaban bien en los últimos días del mes de junio.
Nahuales, credos y colores
Tres horas después, el pickup se detiene en medio de una planicie ocupada por pequeñas casas de madera, piso de tierra y techo de paja. Uno de los guías pregunta por las fechas de nacimiento de todos para confirmar sus nahuales y asegurarse de que las energías del grupo estén en sintonía para la ceremonia. “El Tata Julio es uno de los mejores lectores de nahuales del Petén”, dice la guía espiritual, Nana, señalando a su compañero con un gesto en los labios. El nahual es un espíritu protector que, según la cosmovisión maya, adquieren todas las personas al nacer y se encarga de protegerlas por el resto de sus vidas.
Una comitiva de al menos treinta mayas desfila por un estrecho camino que se interna en la comunidad: son hombres, mujeres, niños y ancianos que avanzan en fila india hacia los guías, encabezados por el más viejo de la comunidad, el Abuelo. Rápidamente, los guías se despojan de sus camisas, vaqueros y otras prendas y se visten con sus trajes ceremoniales. Los hombres, con camisas coloridas, un tzut —un pañuelo que pertenece a la indumentaria maya— en la cabeza y una faja de tela roja alrededor de la cintura y sobre el ombligo. Nana se arregla un poco más. Se viste con un güipil —túnica amplia de algodón, adornada con bordados típicos, que usan principalmente las mujeres indígenas— y se suelta el cabello, negro y largo.
“La cinta roja alrededor del ombligo es una forma de protección representada en el color rojo. La faja busca, dentro de la espiritualidad maya, que al momento de llevarse a cabo la ceremonia no salga el espíritu de la persona a través de su ombligo, ni que entren por esa vía otras energías”, explica Ana Vides Porras, doctora en antropología y profesora de la Universidad Del Valle de Guatemala. Según Diego Vásquez Monterroso, antropólogo guatemalteco y doctorando en Geografía por la Universidad de Edimburgo, aunque la vestimenta es de la era precolombina “ha sufrido innovaciones en las técnicas de producción, de materiales utilizados, incluso en los diseños y colores”.
Después de haber rociado con incienso y agua florida a los visitantes y los tributos —las mercancías que llevan los guías para preparar el altar central—, el Abuelo les indica que pueden entrar al lugar donde se llevará a cabo la ceremonia. Se trata de un salón amplio cubierto con paredes de madera, piso de tierra y techo de aluminio. En el centro, un agujero de unos 30 centímetros de profundidad y 118 de diámetro: es el altar. Los mayas colocan las ofrendas —madera de ocote, hojas de palma, rosas, velas negras, amarillas, rojas, blancas, verdes y azules, botellas de alcohol, tabaco y prendas— en una mesa de madera ubicada al fondo del salón, junto con unas bocinas que reproducen a todo volumen música de marimba, el instrumento nacional de Guatemala, y una pequeña estatua de San José, un santo de la iglesia Católica.
“Elementos como el agua florida o el incienso tienen como finalidad limpiar y purificar previo al inicio de la ceremonia”, anota Vides. La antropóloga señala que la presencia de la imagen de San José en el lugar es una representación del sincretismo religioso —la mezcla de diversas cosmovisiones espirituales— que existe desde la conquista española. “Con la invasión europea, hubo mucha presión sobre las poblaciones indígenas para que adoptaran el cristianismo. Entonces, ellos simplemente fueron incorporando estas otras energías católicas a su normalidad.
Vásquez, en cambio, considera que se trata de una “dualidad complementaria”. “El problema del término sincretismo es que tiende a significar una fusión espiritual que en el fondo favorece al grupo dominante, en este caso, los católicos. Y no necesariamente es así. Para el antropólogo, la espiritualidad maya respeta las creencias de otros y no impone la suya. Sin embargo, eso no significa que al respetarlas absorba las creencias ajenas. “En este caso, el santo católico está allí, en ese salón. Si los presentes necesitan algo de él, se lo pedirán y le harán ofrendas, pero si no, como es el caso de la ceremonia, lo ignorarán, porque no le necesitan”, matiza Vásquez.
“No somos brujos”
El Abuelo hace una oración y rocía un poco de alcohol e incienso sobre los tributos y comienza la preparación del altar. Todos al suelo. Colocan las hojas de palma, el ocote y los pétalos de rosas al fondo del agujero. Luego ponen las velas, que dependiendo de su color van en dirección a algún punto cardinal distinto. Finalmente, rocían todo con azúcar y licor. “Todo tiene un orden. Hay protocolo. Empezamos en el este y nos movemos contra las manecillas del reloj al oeste. Luego al sur y luego al norte. Y se hace así porque abrimos un portal de energía para poder trabajar con ella. Es algo muy espiritual, pero alguna la gente no lo entiende y piensa que hacemos brujería”, explica Tot.
La palabra brujo arrastra una etiqueta peyorativa que se ha ido fortaleciendo con el paso de los años en Guatemala, y que puede llegar a ser mortal. El 6 de junio de 2020, un sacerdote y sanador maya q’eqchí de 55 años, Domingo Choc, fue asesinado por los vecinos de Chimay, una aldea al sur de Petén, a pocos kilómetros de la frontera con Belice. La razón: había señalamientos en su contra, pues los vecinos lo identificaban como brujo. El veredicto: muerte en la hoguera. Una turba lo roció con gasolina y le prendió fuego. “Por eso ellos prefieren utilizar el término guía espiritual que brujo o curandero, por los prejuicios que se han creado alrededor de estos términos y las trágicas consecuencias que hemos visto”, detalla Vásquez.
Julio Tot lleva varios años realizando ceremonias mayas por todo el departamento de Petén. El guía espiritual también es guía turístico certificado y, a raíz de la pandemia por coronavirus, brinda cursos de Cosmovisión Maya en inglés vía Zoom a decenas de estudiantes europeos. Su fama como guía espiritual se ha extendido a lo largo de Petén, sobre todo por su capacidad de leer nahuales, así como aconsejar a las personas sobre decisiones que han de tomar basadas en las energías que proyectan los calendarios mayas. Todos los días da más de una asesoría. Se mantiene muy ocupado. “Los guías espirituales andamos de un lado para otro, esta es una labor que no cesa porque mucha gente necesita de nuestra ayuda siempre”, explica.
Maltiox y al Norte
La ceremonia inicia puntual a la medianoche. Todos los presentes, al son de la marimba, bailan alrededor del fuego sagrado, mientras repiten algunas plegarias que rezan en voz alta los cuatro guías espirituales. La ceremonia transcurre en q’e’qchí, aunque de vez en cuando se distingue un “Maltiox [gracias] por Carlos Humberto” y algunos pasajes extraídos del Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, que son leídos en español.
Un muchacho de 16 años es el encargado de repartir alcohol de manera equitativa entre todos los participantes. Recorre el círculo, uno a uno, con botella y un pequeño vaso de vidrio en mano. Vierte cuidadosamente un poco y se lo ofrece a la persona que tenga enfrente. Mientras, uno de los guías espirituales reparte tabaco y otras hierbas a los hombres presentes. “Es para protegerse de cualquier energía negativa que pueda haber ahora”, dice y pide que coloquen el puro en sus bolsas de la camisa o del pantalón. “No queremos que les pase nada”.
Detrás del consumo de alcohol, hierbas y tabaco hay una explicación histórica. “En Mesoamérica, producto de la cristianización, surgió una especie de satanización del consumo de licor y de psicotrópicos, como hongos, plantas y demás sustancias psicoactivas. Pero para los mayas eran perfectamente normales y válidas. Fueron los europeos que como colonizadores las fueron prohibiendo y convirtiendo en tabúes”, explica Vásquez. “Así como el color rojo de la faja implica cierta protección a otras energías o fuerzas potencialmente dañinas, también hay otros elementos con esa funcionalidad”, explica el antropólogo. El tabaco es uno de ellos. Pero hay muchas más. “Por ejemplo, hay quienes ven deseable que los presentes utilicen collares de jade o alguna piedra antigua como el cuarzo que son referencias al pasado prehispánico e incluso préstamos de otras prácticas espirituales del mundo y de las que los mayas tienen conocimiento”, subraya el experto.
Cuando pasan unos minutos de la una de la madrugada, los guías llevan un tributo al altar. Un pato negro que aletea fuertemente. Debe derramarse sangre en la ceremonia y ofrecer, a modo de agradecimiento, un ser vivo a los ancestros. Dan de beber al pato un poco de alcohol y entre gritos de júbilo y marimba, decapitan al animal para lanzarlo al fuego sagrado.
Al son de las últimas llamas de un fuego que se extingue, Nana da un paso al frente y le indica a los hombres que se alejen. “Ahora solo las mujeres, solo nosotras”, dice y comienza a bailar en torno al altar circular, seguida de niñas, jóvenes, adultas y ancianas. Los hombres, en la periferia del salón, contemplan el baile algunos de rodillas, otros con la cabeza gacha o con la mirada al cielo. “Este es su momento y no podemos interrumpirlas. El baile durará lo que ellas decidan”, explica Tot con sigilo, como murmurando. “Piden por la fidelidad de Carlos Humberto, para que no se enamore de ninguna mujer allá. Y también piden por la fidelidad de ella, su mujer, para que lo espere hasta que regrese, sin haberse ido con otro”, explica otro guía. Las mujeres llevan en sus manos algunas prendas que Carlos Humberto no pudo llevarse. Las utilizan para generar una conexión a distancia con el migrante, que está por lo menos a 3.000 kilómetros de casa. “Pero las energías son tan fuertes, que estoy seguro que él estando allá siente algo en su corazón, presión en su pecho, siente calor. Somos nosotros”, dice Tot.
El muchacho que repartía el alcohol llega con Tot. Luego de ofrecerle otro trago le dice muy serio: “Tata Julio, yo también estoy listo para irme”. El guía le sonríe. “¿De verdad?”, pregunta. El muchacho asiente con seguridad. “Pero tenés que saber que la ruta es larga y que, al llegar, tenés que ayudar a tu papá y a tu hermano. Nada de echar la hueva [holgazanear] porque tu comunidad cuenta con vos”, le advierte Tot. El joven clava su vista en la tierra y dice con determinación: “Te juro que estoy listo para irme para allá [Estados Unidos], cueste lo que cueste”.
Son las cuatro de la mañana cuando la última llama se extingue después de cuatro horas de ceremonia y el altar queda reducido a brasas ardientes. No hay rastro del pato, de las velas, del ocote, de las rosas. Tampoco sobra alcohol. Sumidos en un silencio sepulcral, los mayas proceden a tapar con la misma tierra el agujero en el suelo que unos minutos antes llamaban altar. La ceremonia ha llegado a su fin. La música cesa. Ahora Carlos Humberto puede trabajar en paz y su comunidad se dedicará a esperar los dólares que lleguen mes a mes, como señal de vida, como fuente de esperanza.
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