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Las residencias en España: descontrol en un sistema opaco, con multas bajas y contra el que sirve de poco quejarse

La mayoría de las comunidades no inspeccionan los centros ni una vez al año desde 2014. La sanción más común por faltas graves es 5.000 euros, y una cuarta parte de las multas es por falta de personal. El sector pide transparencia al evaluar la calidad de los centros en un modelo que es una anomalía en Europa

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Representantes de organizaciones de denuncia de las deficiencias en residencias de mayores, delante de la residencia Peñuelas en Madrid, que tiene la multa más elevada de España desde 2014. De izquierda a derecha, Mariví Nieto, Hansy Oberhuyer, Lola Parra, Ana Melero, Miguel Vázquez, Luis Páramo y Leonor Sánchez.Jaime Villanueva

Con la pandemia, cuando murieron unos 30.000 ancianos que vivían en residencias de mayores, estos centros se convirtieron en una prioridad y un motivo de preocupación. Al acercarse a ellos emerge un modelo sin ninguna transparencia que oculta la falta de control que las rige. Un sistema con inspecciones insuficientes, que impone sanciones a menudo irrisorias y, por último, deja frecuentemente en la indefensión a los usuarios, que ven desoídas sus quejas. Muchos ciudadanos se desesperan ante el estado de sus familiares, ven que denunciar no sirve de nada y se sienten abandonados por las instituciones: han eclosionado decenas de organizaciones que cuestionan el sistema y piden claridad sobre las residencias. Una investigación de EL PAÍS arroja luz sobre todo ello. Una de las claves, el punto de partida, es la dudosa supervisión del modelo: antes de la irrupción del coronavirus, de 2014 a 2019, la mayoría de las comunidades autónomas, 10 en total, no inspeccionaban las residencias ni una vez al año de media. En total, 11 territorios si se suma Bizkaia, pues en el País Vasco la competencia está repartida entre las tres diputaciones. Suman el 51% de todas las residencias de España. En 2020, aún con un refuerzo de las inspecciones por la pandemia, todavía fueron siete las que no mandaron un control a ninguna de ellas.

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Una inspección al año es el mínimo que los expertos consideran necesario y la norma en países del entorno europeo. Hay comunidades que lo imponen —Madrid establece dos anuales―; otras, no. Pero a menudo el objetivo es inviable: no hay inspectores suficientes. En Asturias, con 232 residencias para seis inspectores, a cada uno le toca controlar 39; en Cataluña, 33. El cálculo es solo orientativo porque estos funcionarios también se ocupan de la supervisión de otros muchos centros sociales, como los de menores o los de discapacidad. No dan abasto. Pero además el resultado de su trabajo no es público, al contrario que en otros países occidentales: el ciudadano debe elegir a ciegas. Quien ingresa en una residencia en España no puede saber si ha sido sancionada y por qué. Las multas, en todo caso, son muy bajas: la media por infracciones graves es de 5.000 euros. Un cuarto de ellas son por falta de personal, con penalizaciones por un importe mucho menor que lo que cuesta contratar a alguien, por ejemplo.

“Los verdaderos inspectores somos los familiares, en nuestra residencia, si no hubiéramos estado los familiares, no se habrían realizado la mitad de las inspecciones”, asegura Ester Pascual, 44 años, que tenía a su madre en una residencia de Elche donde ha presentado 10 denuncias, sin respuesta, y que logró cambiarla de centro hace apenas unos meses. “En muchas habitaciones no hay cortinas, no pueden dormir bien. Los aparatos del aire acondicionado están rotos. El año pasado hubo dos plagas de chinches. Ahora por fin han comprado una báscula, ¿pero sabes lo que nos ha costado? Meses. También pierden la ropa. Mi madre tenía llagas en la boca, el dentista me dijo que no le estaban limpiando los dientes y la directora me dijo que no me podía garantizar que se los lavaran una vez al día. Yo entré en una asociación de denuncia al ver estas cosas”, relata.

Las inspecciones y las multas que se imponen son públicas ahora por primera vez a nivel nacional gracias a los datos conseguidos por EL PAÍS, que revela que un 21% han sido sancionadas desde 2014. Pueden verse en el buscador creado que permite consultar todas las multas impuestas. Salvo en Cataluña y Baleares, que no han facilitado los nombres de los centros. España es una rareza entre otros países occidentales, porque esta labor en Alemania, en el Reino Unido o en Estados Unidos la hacen las autoridades. Tienen sistemas de estrellas como los hoteles, o notas de evaluaciones en la puerta o en la web. En España, gran parte del sector, también empresas y entidades sociales, están a favor de cambiar a una transparencia total. Saben que la desconfianza hacia las residencias nace del secretismo vigente hasta ahora. Un dato: nadie sabe siquiera cuántas residencias y usuarios hay en España, no hay un censo general. EL PAÍS ha contado un total de 5.463 centros, recopilando los datos de cada comunidad. El CSIC y el Imserso cuentan 133 y 113 más, respectivamente. El Gobierno ha emprendido este año la elaboración del primer censo oficial.

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Antes de la pandemia, un suceso daba que hablar de las residencias de cuando en cuando. Por ejemplo, en 2017 un anciano de 80 años murió en el jardín de una residencia de Alcorcón, de 220 residentes, pero no lo encontraron hasta el día siguiente. Los familiares denunciaron falta de personal y control. Mariví Nieto tenía allí a su madre: “Pensamos: ¿qué clase de control hay? Si no va a cenar, si no se acuesta… Luego todo el mundo te contaba una historia, todos teníamos los mismos problemas en todas las residencias, protestabas y nadie hacía nada”. En el sector se discute un cambio de modelo desde hace años, pero a raíz de la covid, el debate es más profundo. “Ha habido mucho abandono institucional, estábamos olvidados. Así nos fuimos organizando”, explica Nieto, que ahora forma parte de Marea de Residencias, nacida en 2019. Otro colectivo, laPlataforma, agrupa en el nivel estatal a 15 asociaciones que llevaban años trabajando en casi todas las autonomías. Estas organizaciones canalizan un descontento que ha estallado con la pandemia.

¿Cómo está organizado el sistema? Siete de cada 10 residencias son privadas, según el CSIC, aunque muchas plazas se conciertan. Los servicios sociales son competencia autonómica y no hay un marco estatal que fije cómo debe ser el control a estos centros: hay tantos modelos como comunidades, e incluso se subdivide aún más en el País Vasco, en sus tres diputaciones, y en Baleares, en los tres consejos insulares. Total, 21 sistemas. Para esta investigación ha llevado siete meses recabar todos los datos, utilizando la Ley de Transparencia y con peticiones a las consejerías, y aun así son incompletos. El Ministerio de Derechos Sociales y las autonomías acordaron, en el marco de un plan de choque para la dependencia, reforzar las inspecciones. Y el ministerio financiará con fondos europeos un estudio para proponer un sistema de evaluación estatal. Cada región realiza inspecciones a través de las consejerías de Política Social antes de autorizar la apertura de un centro, de forma periódica y cuando recibe quejas.

Beatriz Cano, que vive en una residencia de Usera, Madrid, tiene un récord: más de 900 denuncias en 10 años. Por la comida, el personal, las instalaciones... “Y no me han dado la razón nunca, ni una. Dicen que todo está bien. Digo yo que al menos alguna vez sería verdad lo que decía”. Muestra una carta que le escribió la Comunidad de Madrid echándole en cara lo mucho que protestaba. “Pero es que yo no lo hago por gusto, como si no tuviera otra cosa que hacer. Sigo denunciando porque lo que está mal sigue igual, y yo soy peleona”. Cuando hay deficiencias y sanciones, la inspección comprueba que se subsanan, con documentos o con una nueva visita, aunque no suele haber plazos fijados. Normalmente se prioriza a las residencias sancionadas en los planes de inspección. Las empresas aseguran que suele haber una al año y, en algunas comunidades, controles extra en caso de tener plazas concertadas. También hay visitas anuales de Sanidad y ocasionales de Trabajo.

Joseba Zalakain, director del Centro de Documentación y Estudios SiiS y experto en servicios sociales, cree que en España “se hacen pocas inspecciones y se hacen mal”. “En países como Alemania y Estados Unidos hay una evaluación anual obligatoria”, apunta, “que no se basa tanto en las regulaciones y procedimientos sino en la calidad de vida de los mayores, y se publica centro por centro; tienes derecho a saber”. En Estados Unidos hay un sistema de estrellas, como los hoteles, basado en las inspecciones. En Alemania hay una placa en la puerta de cada residencia con la nota de cada inspección, cada centro puede poner al lado otra de una auditoría privada, y también la evaluación de los usuarios.

Ejemplo de los carteles que se colocan en las puertas de las residencias de Alemania: se indica la puntuación obtenida en las inspecciones, de 1, la nota más alta, a 5, la más baja. Hay una nota de la inspección pública en la parte superior, y otra de una auditoria propia en la mitad inferior.
Ejemplo de los carteles que se colocan en las puertas de las residencias de Alemania: se indica la puntuación obtenida en las inspecciones, de 1, la nota más alta, a 5, la más baja. Hay una nota de la inspección pública en la parte superior, y otra de una auditoria propia en la mitad inferior.Inforesidencias

Miguel Vázquez, presidente de Pladigmare, asociación de Madrid que forma parte de laPlataforma, cuenta que no hacen más que denunciar, pero las quejas de residentes y familiares no sirven de casi nada: “Las inspecciones son un auténtico paripé. Denuncia una familia o un trabajador, mandan una inspección, pero solo pregunta a la dirección del centro, no al que ha denunciado. Y luego simplemente se creen lo que les dicen y se acabó”. Explica que en Madrid la ley de 2002 establece sanciones fuertes, permite la intervención de una residencia o prohibir la financiación pública de un centro, pero “nunca se ha hecho”. “En una residencia en Madrid, pública de gestión privada, al menos desde 2010 no funciona el sistema de climatización. Llevamos años pidiendo una intervención temporal, que lo solucione y luego pidan daños y perjuicios. Pero no se hace nada”. Paulino Campos, presidente de la federación gallega Rede, otra integrante de laPlataforma, coincide: “Con el cuerpo de inspectores que hay, es imposible vigilar con eficacia y calidad”, dice. “Es frustrante denunciar y muchas familias lamentan el tiempo perdido. Si existiera un cuerpo de vigilancia como debiera, significaría que algunas de las lesiones graves y vulneraciones de derechos humanos en residencias se evitarían”, apunta.

Cuando Josep de Martí —jurista, gerontólogo y profesor de materias jurídicas relacionadas con residencias— era inspector, una anciana le preguntó desolada: “¿Ya nunca volveré a comer pescado que no sea congelado?”. “Pues a lo mejor no”, respondió él. “Está pagando lo que está pagando y cumple la ley, en cantidades, proteínas… En muchas quejas pueden tener razón, pero no es ilegal”. Fue inspector durante 18 años, hasta 1998, y luego jefe de inspección en Cataluña. Opina que “el problema de las quejas es que muchas veces no tienen nada que ver con la ley. Dos quejas típicas son que no hay personal, porque no ven a nadie, y que la comida es mala. Pero va la inspección y todo es legal”. De Martí cree que en España domina el secretismo. “La pregunta es: ¿para quién se inspecciona? Si se paga con impuestos, es para todos y debería ser público”. Ha estudiado el sistema en 13 países —“En todos se hacen públicas las inspecciones, sería inconcebible que no fuera así”— y creó en 2000 la web inforesidencias.com para arrojar luz sobre un mundo muy oscuro: esa plataforma ofrece a los centros colgar sus actas de inspección, número de personal, el contrato que se firma, precios. Solo un tercio de las residencias ha aceptado colaborar, y solo un 2% da todos los datos.

“Cuando todo sea público, alucinaremos. Será duro al principio, porque demostrará que no todos inspeccionan igual, que las residencias públicas no se inspeccionan igual”, apunta De Martí. La investigación de EL PAÍS también despeja esta duda planteada por parte del sector privado, convencidos de que hay un doble rasero: un 15% de las residencias sancionadas son públicas, dato que es aproximado porque en un centenar de casos la información no aclara la titularidad del centro.

Según la investigación de EL PAÍS, un 25% de las sanciones impuestas en los últimos años son por falta de personal, un síntoma claro de uno de los principales problemas de las residencias, con ratios fijadas hace años y que no se adaptan al nivel de dependencia con el que los usuarios llegan ahora a los centros. Un médico que prefiere mantenerse en el anonimato y acaba de dejar la residencia de Madrid en la que trabajaba indica: “He estado más de año y medio, me comí toda la pandemia, y no podía más, no quiero volver a pasar por eso, no voy a volver a una residencia en mi vida. Estás sin personal de enfermería suficiente, y lo haces tú, que a veces ni sabes, o un auxiliar, que no tiene formación ni título para ello, y tú eres el último responsable si pasa algo”. En marzo de 2019 en Avilés, Asturias, una patrulla de policía encontró de madrugada a un anciano desorientado por la calle, en pleno centro. Había salido de una residencia y los agentes comprobaron que no había ningún empleado por la noche, los usuarios estaban solos. Fue cerrada.

El 75% de las sanciones son por faltas graves o muy graves, pero aunque la media de las sanciones para ellas supera los 20.000 euros en la mayoría de comunidades, la multa real más común se sitúa en 5.000 euros. Las multas se mueven en la gama baja de la horquilla legal. En Bizkaia, la media es la más baja, 400 euros, porque se puede reducir al mínimo la sanción si se subsana el fallo.

En 2019, en un vídeo grabado por un familiar con cámara oculta en la residencia Los Nogales Hortaleza de Madrid se veía a tres auxiliares riéndose e insultando a dos residentes, y tratándolas con violencia. “Como me muerdas, es que te arranco la cabeza”, se escuchaba decir a una trabajadora. Una de esas residentes era la madre de Francisco Polonio, que había colocado la cámara porque temía malos tratos. “Al poco de que ingresara en el centro con una plaza concertada, en 2015, ya tenía sospechas. Aparecía con la rodilla hinchada o la patilla de las gafas rotas, por ejemplo. Presentaba escritos a la directora y me decía que estaba todo bien”, cuenta este abogado. “Incluso denuncié al juzgado en 2016, pero se archivó”. Dice que, tras el vídeo, empezó a buscar otra residencia pero a los pocos meses su madre murió. La Comunidad anunció que el centro se enfrentaba a una multa de hasta 600.000 euros, pero en realidad los datos oficiales indican que se ha quedado en 78.622,86 euros, por “deficiencia o desatención en la prestación del servicio que implica situación de peligro, grave incomodidad o abandono notorio en el cuidado y protección”. Fuentes de Los Nogales aseguran que fue un hecho aislado, al margen de la empresa y de la dirección, y que los tres empleados fueron despedidos.

En 2019, Polonio presentó tres vídeos en la Fiscalía. El caso está aún en fase de investigación, explican las fuentes de la compañía, con los tres trabajadores y la directora (que sigue trabajando en la empresa, pero ya no está al frente de la residencia) investigados, no así la compañía. Estas fuentes explican que recurrieron la sanción de la Comunidad y que está “en suspenso”, a la espera de la decisión judicial. Un 8% de las sanciones contabilizadas por EL PAÍS, un total de 131, han sido por maltrato físico o psíquico o trato degradante.

En vídeo, entrevista realizada en 2019 a Francisco Polonio, abogado e hijo de una anciana maltratada en la residencia Los Nogales Hortaleza, en Madrid, tras presentar una denuncia.Vídeo: VICTOR SAINZ

Las empresas del sector, también fragmentadas en cuatro grandes patronales, explican que son las primeras interesadas en acabar con las malas praxis. Aseguran que la mayoría de las residencias trabajan correctamente. En realidad hay consenso general en la necesidad de inspecciones rigurosas y de transparencia. Cinta Pascual, presidenta del Círculo Empresarial de Atención a las Personas (CEAPs), la que agrupa más centros, apunta: “Llevo 26 años en esto y nos hemos pasado la vida pidiendo unos indicadores comunes y una lista de chequeo común para toda España, y que haya un retorno, que nos digan el resultado de las inspecciones, las sanciones… Nos sirven como auditoría. Estamos a favor de la objetividad, con indicadores de calidad, y de la transparencia total, es la única manera de que la gente vea que en una residencia se trabaja bien”.

La Asociación de Empresas de Servicios para la Dependencia (Aeste), otra patronal que reúne a los grandes grupos, propuso al Gobierno, junto a CC OO y UGT, entre otros, revisar “el control público de la calidad de los servicios”. Ignacio Fernández, de la Federación de Empresas de la Dependencia (FED), puntualiza que estaría de acuerdo en que se cambie el modelo, pero “para que las inspecciones reflejen lo bueno y lo malo”. “No hace falta más control porque recibimos inspecciones muy habitualmente, lo que hace falta es mejorar y modernizar el sistema”. Juan Vela, presidente de la Federación Lares, de residencias sin ánimo de lucro, cree que el modelo no está bien planteado: “Históricamente están muy centrados en el cumplimiento de la norma. Podría parecer que está bien, si se necesita poner una toalla más o una toalla menos o la anchura de los pasillos, pero esto no mejora en gran medida la atención a los mayores”. “Conozco inspecciones en las que no se ha preguntado nada a los residentes, solo han mirado si tienes el menú, si está bien hecha una cama… no contamos con las personas mayores para hablar de cómo les gustaría vivir a ellos”, explica.

¿Cómo se hace una inspección? Los modelos son dispares y el grado de detalle al que entran varía en cada autonomía. En Aragón, por ejemplo, fuentes del Departamento de Ciudadanía y Derechos Sociales detallan que las visitas de inspección deben durar de cuatro a ocho horas y en ellas se debe interactuar con todos los residentes, para comprobar su estado físico, las condiciones higiénico-sanitarias y posibles lesiones. Tienen que recorrer todo el centro y comprobar los equipamientos, dimensiones de las estancias, estado de las camas y barras de seguridad, llamadores, interruptores, almacenamiento de medicación… además de revisar documentación. “Las inspecciones no son complacientes, son bastante exhaustivas y es muy difícil que de una no salga un acta con observaciones”, apunta Andrés Rueda, miembro de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales. Cree, eso sí, que las normativas son “tan generalistas que no hay suficiente tipificación”, algo que en su opinión les genera inseguridad jurídica. Explica que las residencias deben tener registros de la higiene diaria, de caídas, de alimentación, de la medicación, de las úlceras, y que los inspectores los revisan siempre. “Pero luego hay cosas, como por ejemplo la percepción del estado de bienestar del residente, que son muy subjetivas”. Puntualiza que el fallo no está en los funcionarios, “sino en los procedimientos, con herramientas desfasadas, y en que la Administración dispone de plantillas de inspectores insuficientes”.

Alejandro Gómez, consultor, dirigió durante 12 años una residencia de mayores en Gipuzkoa. Considera que el sistema “no funciona”. “No son garantistas”, explica. “¿Cómo se percibe el cuidado? Difícilmente. Al final son evidencias procedimentales. ¿Tienen ustedes tal protocolo? Y lo tienes, pero ¿cómo se comprueba que se aplica?”, sostiene. “Además, depende mucho de la persona que te vaya a inspeccionar, la carga de subjetividad es enorme”. Es una de las principales quejas de directores de centros y empresarios.

Hay otro punto polémico: entre usuarios y familiares domina la convicción de que los inspectores a menudo avisan antes de que van a ir. “En la residencia donde estaba mi madre una semana antes pintaban la cafetería, arreglaban un baño, ponían flores en recepción”, relata Mariví Nieto. Para la patronal es una leyenda, algo que nunca ocurre, aunque es cierto que Gipuzkoa sí dispone de visitas planificadas que se preavisan, si bien nunca en caso de denuncia o queja.

Los informes del Defensor del Pueblo advierten desde hace años sobre las inspecciones. En 2020 señalaba de nuevo que “las comunidades autónomas deben reforzar los servicios de inspección para que estén suficientemente dotados y puedan llevar a cabo su función de forma eficaz”. Las autonomías comienzan a mover ficha. En Navarra están impulsando un nuevo modelo residencial y los centros tienen cuatro años para adaptarse. En Castilla y León, un anteproyecto de ley contempla que los informes de evaluación y las sanciones sean públicos, y “una puntuación global que sintetice el nivel de calidad de los servicios”. En Gipuzkoa también estudian un cambio en la inspección, más centrado en la calidad de la atención. Varias autonomías han dado un impulso a la inspección en los últimos años y muchas comunidades han reforzado sus plantillas.

En la lista de sanciones se observan muchas residencias reincidentes, sin que tenga demasiadas consecuencias. El récord de acumulación de multas es de la residencia de Villanueva de la Cañada en Madrid, casi todas durante la gestión de Sanyres, hasta 2016, cuando fue comprada por Orpea: suma 12 sanciones desde 2014, la mayoría por falta de personal, por un total de 191.192 euros. Es la novena más sancionada de España por importe acumulado. Aunque la legislación contemple sanciones altas, en absoluto es la norma. La multa más elevada de los últimos siete años ha sido a Las Peñuelas, en Madrid, residencia pública de gestión privada, que en 2016 fue multada con 499.799 euros. La comunidad autónoma se lo cobró del aval que había depositado Eulen, la empresa que lo gestionaba, al finalizar el contrato. La compañía llevaba 14 años en el centro y fuentes de la empresa explican que “no hubo un problema de servicio”, sino una discrepancia sobre el mantenimiento de las instalaciones.

Pero incluso en ocasiones en que la Administración hace su trabajo es difícil llegar a adoptar medidas drásticas. El Gobierno de la Comunidad Valenciana multó tres veces desde 2014 a la residencia Sant Llorenç, de Vila-real (Castellón), un total de 43.915 euros, por falta de personal, el trato a los usuarios y no disponer de autorización administrativa. Hasta que en 2019 le impuso 140.000 euros y ordenó su cierre temporal en agosto de 2020. Pero chocó con las familias y el Ayuntamiento, que recurrieron la medida y el Tribunal Superior de Justicia lo paralizó. La Comunidad Valenciana ha dado un giro estos años. Según datos de la Generalitat, en 2015 el PP había dejado un sistema con siete inspectores y ahora hay 32. En 2019 aprobó una ley que endurecía las sanciones.

En el registro de sanciones que ha recopilado EL PAÍS constan 22 cierres de residencias por ser ilegales o como medida cautelar. Pero no todos los que se han producido están recogidos en el listado, dado que no todos se conciben como sanciones. En 2015, un incendio provocado por una usuaria en la residencia de mayores de Santa Fe, en Zaragoza, causó nueve muertos y empujó al recién elegido Gobierno socialista a poner en marcha un plan de inspección. Desde entonces ha cerrado 43 residencias, que no figuran en el listado obtenido por EL PAÍS a través de Transparencia. Justo cuando estallaba la pandemia, en abril de 2020, la Xunta de Galicia cerraba una residencia en A Fonsagrada, Lugo, por síntomas de maltrato y por sus “deplorables” condiciones. Vivían en ella 29 ancianos y cabían 23.

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Las residencias sancionadas

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¿Cuántas y qué residencias han sido sancionadas en España? La investigación de EL PAÍS contesta por primera vez a esta pregunta. En esta página se puede consultar la información comunidad por comunidad. Es una información que casi todas las administraciones han accedido a facilitar gracias a la Ley de Transparencia

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