Aprendimos a hablar con gente en pantallas de cuadraditos
Hemos descubierto lo que es realmente esencial, además de los médicos: los empleados del supermercado, la tienda del barrio, los basureros, los cuidadores de ancianos
Estar dos meses alarmado es imposible, pero el susto ha durado más de un día y más de dos, y aún se mantiene, en una monotonía de terribles y extrañas noticias. El miedo se ha convertido en un habitante más de las casas y de la calle, ese es el cambio principal, vivir en una película de catástrofes a la que casi ya nos hemos acostumbrado, pero el casi está siempre ahí. Al principio la consigna era no exagerar, no dejarse llevar por el pánico. En una semana, la del lunes 9 de marzo, todo cambió de golpe y entre tanto dolor y desconcierto, la emoción más pura, más recordada, probablemente sea la de la noche del sábado 14 de marzo, hace dos meses exactos, el día en que se aprobó el estado de alarma: los aplausos. Fue a las 10.00, al día siguiente se cambió a las 8.00 para que estuvieran los niños. Lo mejor es que salió porque sí, se convocó por WhatsApp, ni se sabe de dónde salió. Lo más asombroso, que toda España salió al balcón a aplaudir, un rito que se ha mantenido como un antídoto civil, un momento de comunión ciudadana, acompañando la alarma.
De repente empezamos a usar palabras como cuarentena y confinamiento. Descubrimos la mascarilla, sus tipos, que la FFP3 es mejor que la FFP2, el hidrogel, y no había en las farmacias, se acababan. La gente salía con toneladas de papel higiénico del supermercado. Apareció un señor que se llama Fernando Simón, de voz cascada, al que fuimos viendo crecer el pelo y todo su armario de camisas. Empezaron las videoconferencias, y se veía cómo eran las casas y oficinas de los políticos, de los presentadores y de todo el mundo, un nuevo arte de mostrar de fondo libros, cuadros. Los vídeos de broma de gente haciendo cosas en casa. Resistiré del Dúo Dinámico. Ha sido una época de oro de los bulos, teorías de la conspiración. Surgieron los policías de balcón, multas por saltarse el confinamiento, la envidia de los que tienen perro. Hemos conocido a muchos vecinos, aprendimos a hablar con gente en pantallas partidas en cuadraditos, en aperitivos familiares virtuales. El teletrabajo ha entrado en tromba y los niños ayudan a los padres a conectarse por Zoom, porque también tienen telecolegio. Se ha abierto un abismo entre quienes tienen hijos y los que no, nadie sabe cómo se va a conciliar todo en una casa si esto sigue así. No sabemos cómo será el colegio. Sí hemos sabido, con sentimiento colectivo de culpa, cómo han sido algunas residencias de ancianos. Es un tiempo de renuncias, de ahorro, de comprar lo justo, no habrá vacaciones, será como un verano de los sesenta.
Aquel primer decreto que cerró todo tuvo un detalle que dio mucha risa, las peluquerías, que en principio se consideró esencial y al final no, para pasar a convertirse en asunto de tal prioridad que fue de lo primero en abrir el 4 de mayo. Hemos descubierto lo que es realmente esencial, además de los médicos: los empleados del supermercado, la tienda del barrio, los basureros, los cuidadores de ancianos… El retorno del Estado, como mando único, como servicio público, como proveedor de dinero de colchón y ayudas, ha sido la gran novedad política, altera a la oposición, a los nacionalismos. Se proyecta una renta mínima, la defiende hasta De Guindos.
La desbandada insolidaria de la UE fue otro bajón, y que en Europa no hubiera mascarillas hacía llevarse las manos a la cabeza por la deslocalización. De repente éramos más conscientes del mundo en el que vivíamos. En la ciudad el hallazgo fue el silencio, se oían los pajaritos, emergió una nostalgia de la naturaleza, ya se piensa en serio en el cambio climático. Desde los primeros días afloró una exaltación de la sanidad pública, se forjó un pacto tácito para no recortar nunca más en nuestros hospitales, tatuado en la memoria. Es una de las pocas certezas que hemos tenido desde el principio en una España sin fútbol.
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