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EL PAÍS SE QUEDA EN CASA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Transformados

Al futuro inmediato lo llaman “la nueva normalidad”. Algo que parece sacado de una película futurista de serie B. Un oxímoron

Un trabajador limpia una señal de tráfico en Praga (República Checa) el 1 de mayo
Un trabajador limpia una señal de tráfico en Praga (República Checa) el 1 de mayoMARTIN DIVISEK (EFE)
Antonio Soler

Un día de marzo nos despertamos y descubrimos que todo había cambiado a nuestro alrededor. Nos habíamos convertido en un Gregor Samsa colectivo. Como le ocurrió al personaje de Kafka, la realidad de ayer no casaba con la de hoy. La línea de puntos de lo cotidiano, ese transcurso más o menos lógico de la existencia, se había roto. Ya sabemos cómo se presentan las tragedias. Los desastres, las guerras. No siempre llaman a la puerta. Abrimos los ojos y estamos transformados. En un escarabajo, como el protagonista de La metamorfosis, o en una víctima potencial. Si es que no son la misma cosa.

Kafka es el mejor compañero para estos días. No nos da ninguna solución. Pero es un buen espejo al que mirarse, o una ventana desde la que mirar el mundo. El de hoy y el de siempre. Porque quienes ensalzan al escritor de Praga como un adivinador del futuro, un echador de cartas literario con fortuna, se olvidan de su verdadero valor. No fue un fabricante de distopías. Franz Kafka se limitaba sencillamente a describir su presente. El presente de un judío centroeuropeo en los primeros años del siglo XX, sí, pero al mismo tiempo describía el presente de cualquier ser humano en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Y desde luego describe nuestro presente, la conmoción de una sociedad que al igual que Gregor Samsa se ha encontrado con que su mundo, tan firme, se asentaba sobre un suelo de cristal. En un largo artículo que apareció en 1.944 titulado Franz Kafka revalorado, Hannah Arendt dejaba claro que el universo kafkiano “encaja, estructuralmente, con inquietante exactitud, con la realidad que se nos obliga a vivir”.

Y en ese trance estamos. Sumidos en una profunda sensación de irrealidad. Viviendo un presente que parece construido con retales del pasado —la peste, las epidemias, la insuficiencia científica, la superchería— y fragmentos de un futuro distópico —ciudadanos monitorizados, incineraciones y enterramientos solitarios, ciudades desiertas y hasta un presidente de la gran potencia mundial sacado de un cómic para adolescentes—. Desnudos, enfrentados a nuestra esencia vulnerable, al temor. Algo que proviene de lo más profundo de nosotros mismos, que siempre ha estado ahí y que ahora se ha adueñado de nuestra realidad en forma de virus.

Lo que hasta hace poco era cotidiano comparte ahora espacio con lo insólito. Nuestra casa, nuestros enseres siguen estando ahí del mismo modo que la habitación de Samsa permanecía inmutable, pero esa normalidad aparente está constreñida por una enorme presión externa. Como si nuestra casa fuese una campana sumergida en el fondo del océano y nuestras paredes fueran diques de contención. Al futuro inmediato lo llaman “la nueva normalidad”. Algo que parece sacado de una película futurista de serie B. Un oxímoron. Nosotros también deberemos ser normales de otro modo. En los últimos tiempos La metamorfosis se traduce de modo acertado como La transformación. Precisamente porque el cambio que se produce en el protagonista alude a un proceso interno más que a uno externo. La gran duda ahora para nosotros es saber justamente eso. Si esta epidemia nos transformará, y si es así en qué medida, para bien o para mal, lo hará.

Antonio Soler es escritor. Su última novela es ‘Sur’ (Galaxia Gutenberg, 2018).

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