Conversar sobre el llanto
Esta mañana mi hijo me propuso que nos escondiéramos del virus, porque el virus, para mi hijo, está vivo; no es visible, no habla, pero está vivo
Juguemos a escondernos del virus, papá, me dijo esta mañana mi hijo de dos años y medio. Supongo que se había aburrido de que buscáramos a la llama Fabio o al reno Fabio o a la jirafa Fabio. (Hace un par de semanas decidió que todos sus peluches se llamarían, en adelante, Fabio).
Solía hablarle de su nacimiento, del momento exacto en que salió del vientre de su madre. Yo estaba ahí, le decía, y te tomé en brazos, tú no llorabas, pero yo sí, le decía. Era una conversación sobre el llanto, le explicaba que a veces lloramos de emoción. Entonces hablábamos mucho sobre el llanto y sobre la risa. Como él era bueno imitando sonidos de animales, subimos el grado de dificultad y empezamos a imitar risas y llantos de los animales. Cómo lloran los perros, cómo ríen los caballos, y así.
Yo estaba ahí, le decía, y te tomé en brazos, llorando. Cuando le hablaba de esa escena, mi hijo me miraba serio y sereno, concentrado, pero también había en su cara la promesa de una carcajada futura. Una mañana, al desayuno, mezclando nuestras conversaciones sobre llantos y risas con nuestras conversaciones sobre los nombres de los seres y de las cosas, le dijo a su madre:
–Cuando yo nací, mi papá se puso a llorar pero de emoción. Y después se calmó y me preguntó mi nombre.
–¿Y le dijiste tu nombre?
–Sí, pero más o menos, porque todavía no sabía hablar bien.
Al principio le entregábamos los peluches candidatos a objetos transicionales con sus nombres puestos, casi siempre era yo el encargado de bautizarlos: la cerdita Chanchisca, el pingüino Caluroso, la jirafa Rafalópez, el elefante Johnfante. Más temprano que tarde él tomó los controles bautismales y por unas semanas prefirió nombres de personas conocidas, es decir, nombres que fueran o funcionaran oficialmente como nombres, pero luego se lanzó a inventarlos y aparecieron nombres raros, difíciles de retener, probables onomatopeyas de lenguas europeas como Plilnp o Chifn o construcciones que sonaban medio náhuatl, como Tlulpit o Tlepot.
En cuanto a su nombre, cuando lo dice en versión completa incluye los dos apellidos de su madre y el apellido materno de su abuela materna: Silvestre Zambra Barrera Velázquez Gutiérrez. Mi hijo cambia de nombre muchas veces en el día, pero son personajes, eso está claro. La decisión de inventar nombres nuevos para sus peluches viejos supone un cambio más estable, definitivo o provisoriamente definitivo.
Cuando se cansó de jugar a buscarme o a que yo lo buscara, empezamos a buscar a la llama Fabio o al reno Fabio o a la jirafa Fabio. Nosotros siempre éramos los que buscaban, no tenía sentido escondernos juntos, porque, aunque a veces lo disimulemos y evitemos supersticiosamente hablar del tema, los peluches están muertos, o más bien: no están vivos, nunca lo estuvieron. Y sin embargo esta mañana me propuso que nos escondiéramos del virus, porque el virus, para mi hijo, está vivo; no es visible, no habla, pero está vivo. Nos quedamos ahí, bajo la mesa, un minuto entero. Mi hijo reía mostrándome sus perfectos dientes de leche y yo también trataba de reír pero estaba paralizado de miedo.
Alejandro Zambra es autor de ‘Poeta chileno’ (Anagrama).
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