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La crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La culpa de estar a gusto en casa

“Estoy mal”, te dices, porque la culpa no te deja admitir que, en el fondo, estás mejor. En casa, en pijama, tocando a cualquier hora a los que amas

Tres jóvenes toman el sol este viernes en el balcón de su piso del barrio del Eixample de Barcelona.
Tres jóvenes toman el sol este viernes en el balcón de su piso del barrio del Eixample de Barcelona.Quique Garcia (EFE)
Patricia Gosálvez

Al principio, da vergüenza admitirlo. Pareciera que te alegras del apocalipsis, que hay algo en la tragedia que te rodea, que a ti, bicho raro, mala persona, te ha venido bien, de alguna manera, por doméstica y banal que sea. “Entiéndeme, si me abstraigo de todo lo demás, estoy a gusto confinada”, susurras por WhatsApp. Si se grita con mayúsculas, ¿cómo se susurra en WhatsApp?, deberían inventarlo. Es una de las cosas que me gusta: se acabaron las charlas de pasillo y ascensor. Hablar con quien quieres. El resto, por Whatsapp, gracias.

Luego, empiezas a soltarte, dejas miguillas en conversaciones. Cuándo te preguntan ¿cómo llevas el estrés del curro?, ¿qué mogollón con dos niños pequeños en casa? Dices que sí, que un infierno... “Pero igual, aun con todo, mejor que antes”. Bum. Lo has dicho. Eres el Unabomber. La loca que fundaría una secta con su familia. Todo sucio, todos en pelotas. La pirada que no echa de menos la algarabía de las calles, la paleta que no quiere ir al teatro, la vaga a la que no le pone el bulle bulle de la redacción. Qué insolidaria con los bares, con lo que tú has sido, nena. La cerda, y esto duele, que prefiere no arreglarse. Lo peor, eres la frívola —tu familia se lleva bien y está sana— que habla sin pensar en los que sufren. Y, claro, la privilegiada que lo hace desde la holgura de su sueldo y su piso luminoso. Como si el privilegio y la brecha fuesen culpa de la pandemia y no del capitalismo, amigo, también te digo.

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Crees que estás recayendo, que te ha podido la baba negra depresiva, siempre al acecho. Que no tener ganas de salir no es normal. Ni tampoco cómo te bajas las botellas de vino sola, o por Zoom que es lo mismo, con la excusa de no poder hacerlo. “Estoy mal”, te dices, porque la culpa no te deja admitir que, en el fondo, estás mejor. En casa, en pijama, tocando a cualquier hora a los que amas. Pero no es solo eso. Estás más concentrada, menos dispersa. Hasta teletrabajas con más filo. A pesar del caos. Esto con niños es otra dimensión. Aun así, prefiero esta locura a la de antes.

Van pasando las semanas, y la gente va saliendo del armario. “Solo echo de menos a mi madre”. “Ya no quiero escribir novelas”. “Me gusta limpiar”. Algunos amigos se confiesan apáticos, más austeros, eremitas. No estás tan sola. Y te atreves a pensar qué mierda la nueva normalidad (tan necesaria, por otra parte) y sobre todo la normalidad antigua. Vaya filfa. Inventa un plan b. Piensa. No quieres volver a ser increpada por el titular ese que cada vez que revive es un pincha pincha: “La vida no puede ser trabajar toda la semana e ir el sábado al supermercado”. Era de una entrevista con Arsuaga, el de Atapuerca. “Esa vida no es humana”, decía el paleoantropólogo, buscad la naturaleza, el arte, la belleza... Como cualquier madre trabajadora que cargue ahora con la educación, y el mero apaciguamiento de las criaturas, el arte lo he buscado poco en el confinamiento. No da tiempo con dos jornadas full time. Nos hemos gritado, claro, dando golpes en la mesa. He tenido que calmar cachorros histéricos que no entendían nada. Pero también he jugado, bailado, comido, cocinado, cuidado y follado más que en meses. Todo, vivir, lo hacía poco, en la rueda del hámster. Produce, consume. Más, mejor. Haz cosas, ve a sitios. Todo el rato. El encierro ha evaporado de un plumazo la sensación aquella de estar siempre llegando tarde, tarde. Sin aire. Desde los escaparates, los maniquís te miran por fin con ropa sensata que se corresponde al tiempo que hace. El mundo se ha parado y tú has dejado de ir dos temporadas por detrás.

Ya no me inquietan las calles vacías. Las prefiero así, sin despedidas de solteras, sin guiris, sin esquivar terrazas. No tengo nostalgia de todo ese ruido que hace la vida. Los que hemos descubierto que preferimos no salir existimos. A pesar nuestro y de nuestra culpa, hemos disfrutado del terrible paréntesis. No es grave, la rutina y el qué dirán siempre son más fuertes. Volveremos al redil. Por eso siempre gana el sistema.

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Sobre la firma

Patricia Gosálvez
Escribe en EL PAÍS desde 2003, donde también ha ejercido como subjefa del Lab de nuevas narrativas y la sección de Sociedad. Actualmente forma parte del equipo de Fin de semana. Es máster de EL PAÍS, estudió Periodismo en la Complutense y cine en la universidad de Glasgow. Ha pasado por medios como Efe o la Cadena Ser.

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