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Diario viral
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cómo hacerse pasar la tontería

La apatía es un privilegio casi frívolo de quienes tenemos la suerte de que no nos haya pasado nada. Nos rodean historias de buena y mala suerte que te ponen en tu sitio

Íñigo Domínguez
Un hombre lee un periódico en una calle de Madrid, este martes. ÁLVARO GARCÍA
Un hombre lee un periódico en una calle de Madrid, este martes. ÁLVARO GARCÍAEL PAÍS

Pasan los días y te das cuenta de que lo más duro de combatir no es la soledad, ni el aburrimiento, es la apatía, cuando todo te da un poco igual. ¿15 días más de encierro? Pues vale. ¿Qué quizá se pueda hacer deporte en mayo? Ya casi me da pereza. De imaginarme con ilusión el día de salir ahora me ha entrado una desgana tremenda: volver a estresarse, a hacer listas de cosas que tienes que hacer. Fuera, los animales empiezan los cortejos de apareamiento, mientras nosotros somos ya de interés científico y quizá estudien si nos reproducimos en cautividad. El otro día uno de mis hijos me preguntó qué es un orgasmo. “Lo contrario de una cuarentena”, dije, es un bajón interminable. Cualquier novedad te parece la bomba (¡ya hay nísperos!) y estoy a punto de apostarme que me como 50 huevos duros, como Paul Newman en la prisión de La leyenda del indomable (Rosenberg, 1967).

Por eso hay que agradecer los bulos demenciales, los desparrames de la Generalitat, los tuits de Vox y del PP en modo 11-M, nunca unos pocos tan tontos hicieron tanto por tantos al recordarnos lo que está en juego, y que ellos se crecen, y crecen, en la adversidad. Conocen la afasia, sí, pero la apatía no. Despropósitos tan estimulantes dan ganas de vivir. Y de beber, la verdad, hay noches que te tienes que tomar un whisky para limpiar toxinas. El otro día decía que con algunas declaraciones por primera vez en años tuve ganas de fumar un porro, pero tras ver algunas portadas, saber que nos han colado otro cargamento chino de test de pega, seguir en Moncloa el toreo diario a los periodistas, ver a un general de la Guardia Civil poniéndose colorado y escuchar a Pablo Casado (“La unidad no es garantía de que una pandemia se resuelva mejor, si fuera así todos los países optarían por regímenes no democráticos”) me planteé darme al crack o inflarme a nocilla.

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Pensaba sinónimos de apatía para escribir esto y recordé una palabra que salía mucho en Mortadelo: grogui. La busqué en el diccionario: “Atontado por el cansancio o por otras causas físicas o emocionales”. Me pareció muy apropiada, con el diccionario te sientes menos solo, fíjense lo que se llega a pensar. Es una satisfacción descubrir que hay una palabra para lo que sientes, que a alguien le ha pasado antes, aunque es peor cuando no la encuentras, como a veces en estos momentos. Grogui viene del grog, un cóctel de batalla que sale en libros de aventuras. Es una mezcla de ron y agua que la armada británica empezó a dar a sus tripulaciones en el siglo XVII para que no se estropeara (el agua) y mantener la moral de la tropa, pero sin pasarse. Aunque a veces se pasaban y eso, se quedaban groguis. Este brebaje se llamó así por el almirante que reglamentó las dosis, apodado Old Grog por su viejo abrigo, de una tela llamada grog. Desde entonces todos los días, a la misma hora, cada marinero tenía su sorbito de grog. Fue así hasta 1970, cuando fue abolido por el parlamento de Londres en una triste sesión. El 31 de julio de ese año, a las once de la mañana, todos los marineros británicos se presentaron en cubierta con un brazalete negro y, a modo de digna sepultura, lanzaron el último trago por la borda. ¿Se podría plantear el ministerio de Sanidad distribuir entre la población, además de mascarillas, unos chupitos de lo que sea? Para rebajar un poco la tensión, digo. La etiqueta #Golpedeestado está siendo trending topic. Por lo menos hasta que podamos tirar la mascarilla por la ventana, como adiós a esta entrañable cuarentena.

No obstante, la apatía, el aburrimiento, son un privilegio casi frívolo de quienes tenemos la suerte de que no nos haya pasado nada. Nos rodean historias de buena y mala suerte que te ponen en tu sitio. He conocido una de un matrimonio filipino que trabaja en casa de un familiar. Tras lograr acumular unos ahorros durante décadas, por fin cumplieron el sueño de su vida y se compraron una casita en una bonita isla de su país. Al poco tiempo entró en erupción el volcán Taal, no sé si lo recuerdan, fue en enero: pues bien, su casa está justo debajo. Ella viajó hasta allí, a ver qué se había salvado, y en eso llegó el coronavirus. No puede volver, su marido se ha contagiado y pasa la cuarentena solo.

Una amiga, con su marido en el hospital y dos hijos en casa, se puso fatal, y peor con el miedo de que la ingresaran también y a ver qué hacía con los niños, sin familia aquí. Se cronometraba cada día a ver si aguantaba 10 segundos sin respirar, un test casero. Luego respiraba, casi más de alivio que de oxígeno. Luego resulta que esto es un bulo, no quiere decir nada, pero a ella se le pasaba la vida por delante en esos 10 segundos. Ahora ya están todos en casa, sanos, y es feliz. Vete a decirle que te aburres. Con estas historias se te pasa la tontería, son la mejor droga para este sentido problema de nuestro tiempo.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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