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Diario Viral
Crónica
Texto informativo con interpretación

El extraño caso del señor resucitado

Habíamos perdido algo de naturalidad con la muerte, era de mal gusto hablar de ella, salvo como imprevisto remoto, verdadera mala suerte o tragedia en un país lejano

María Encarna y Amparo, vestidas con su refajo de huertana en el balcón de su casa de Murcia, en el día grande de las Fiestas de Primavera, suspendidas por la pandemia.
María Encarna y Amparo, vestidas con su refajo de huertana en el balcón de su casa de Murcia, en el día grande de las Fiestas de Primavera, suspendidas por la pandemia.Marcial Guillén (EFE)
Íñigo Domínguez

Con los grandes números de la epidemia uno se insensibiliza, ahora baja a 500 muertos al día y casi te parecen pocos, pero hace un mes no lo habríamos creído. A veces un detalle te golpea más que toda la catástrofe, te proteges para no dejarte impresionar pero se cuelan las sutilezas. Me ha pasado con una reflexión del comisario de la emergencia en Italia, Domenico Arcuri: “Entre el 11 de junio de 1940 y el 1 de mayo de 1945, durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, en Milán murieron 2.000 civiles en cinco años. En dos meses en Lombardía han muerto 11.851 civiles por el coronavirus”. Ahí se te caen las defensas.

Entonces debes reconocerlo, la muerte cotidiana, a lo bestia, es la gran novedad que nos está dejando desguarnecidos. Habíamos perdido algo de naturalidad con ella, al considerarla infrecuente. Era de mal gusto hablar de la muerte, salvo como imprevisto remoto, verdadera mala suerte o tragedia en un país lejano. Somos la civilización que ha inventado el seguro de vida. Pero caen bombas cerca, y quizá aún no nos damos bien cuenta de cuánto nos afecta. Hemos entrado en una rutina extraña, te distraes con una película o fregando los platos y se te olvida todo, hasta que de repente lo recuerdas, no te lo acabas de creer, y vuelta a empezar. Vas y vienes de la realidad. “Voy de mi corazón a mis asuntos”, decía Miguel Hernández tras la muerte de un amigo.

Quizá en los asuntos está parte del truco. No sabes qué decir a quien ha perdido a alguien, o está preocupado por un familiar, no encuentras palabras para el consuelo, ni para el desconsuelo. Luego sales a las ocho al balcón y ves el jolgorio de las golondrinas: acaban de atravesar el Sáhara. El sábado, tras el aplauso, alguien puso música a tope en mi calle. Era raro, porque hasta ahora ha sido un vecindario bastante tranquilo, sin apenas numeritos. Empezó con un pasodoble, y a la luz del atardecer tenía algo entrañable. Pero estaba realmente alta, con bafles de discoteca, y mezclaba músicas muy distintas, no sabías si se había vuelto loco o qué. Hasta que nos dijeron: “Es un vecino que ha estado muy mal. Creyó que se moría”. Entonces la música tuvo otra lectura. Puso Heroes, de Bowie: “Podríamos robar tiempo, solamente por un día podemos ser héroes”. Y Volver, de Gardel: “Sentir que es un soplo la vida”. Todo tenía algo más de sentido. Para este hombre la cuarentena es una broma, no hay miedos, no hay incomodidades, ni incertidumbres, solo una certeza: estar aquí es lo mejor del mundo.

Fue bonito, pero lo que vino luego estuvo casi mejor, le dio complejidad a la cosa: empezó a poner música terrible. Ya, no es que la muerte haga automáticamente apreciar a Mozart. Hubo avisos con temas desconcertantes, no sé, Como una ola, de Rocío Jurado. Luego ya degeneró a corazón abierto. Pachanga, reguetón. Se hacía de noche, se fue la luz mágica, hubo silbidos y uno ya gritó que llamaba a la policía. Quizá tenía razón, pero el renacido tenía más gracia, replicó con este tema: “Es-cán-da-lo, es un escándalo”. En fin, como la vida misma, que supongo que es esta ensalada de cosas, no solo es la parte poética.

Se planteó un interesante dilema: ¿hasta dónde tolerar la alegría desmedida de alguien que no se ha muerto? El dolor es infinito, pero ¿la euforia? La damos por sobreentendida. Yo sabía que este hombre había visto la muerte de cerca, y aun así pensaba que se estaba poniendo un poco pesado, así que imagino los demás. En los reproches había algo así: “Sí, vale, estás vivo, nosotros también, pues ya está, tampoco es para tanto, que así no hay manera de ver la tele”. Este despiste constante con la vida y la muerte es algo muy gracioso de nuestra especie. Hay un poema lleno de humor y piedad, como era ella, de Wislawa Szymborska: Sobre la muerte, sin exagerar. Empieza así: “No sabe encajar una broma”. Dice que tampoco sabe de estrellas ni de pastelería. Luego sugiere que, a fin de cuentas, todos esos tubérculos, vainas, branquias y plumajes nupciales “demuestran serios retrasos en su penosa labor”. Y piensa: “De acuerdo, tiene éxitos, pero, ¡cuántos fracasos, cuántos golpes fallidos e intentonas estériles!”. Es verdad, cuánta gente burla también la muerte por esta vez, se está curando, sale de nuevo a este desmadre incomprensible. Una amiga ha vuelto a casa tras cuatro semanas en el hospital. A su cama, a sus cosas, y le parecía la felicidad absoluta.

Volviendo a mi calle, en medio del caos musical ya ni sabías si aquello te parecía bien o mal, o qué diablos significaba, si es que significaba algo, y entonces llegó la policía y justo sonó Pongamos que hablo de Madrid: “La muerte pasa en ambulancias blancas”. El coche patrulla se quedó parado y se hizo el silencio. De pronto volvió a ser bonito. Los agentes no hicieron nada mientras sonaba la canción, haría tiempo que no la escuchaban, como todos, o les agarró por lo sentimental, después de todo el día de aquí para allá. Cuando acabó hicieron una seña al vecino para que se hiciera cargo, y el señor resucitado por fin apagó la música. Se marcharon con un guiño de luces rojas y azules, pero sin ruido. Se acabó la fiesta, nos fuimos a dormir y volvió la normalidad.


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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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