Eso que llaman la espesura del presente
El drama sucede alrededor y dentro nuestro. Lo pienso de pronto cuando me descubro esquivando a los otros clientes en la tienda
"Estoy desanimada, no sé qué me pasa”, dice mamá mientras alistamos las bolsas del mercado. Por su edad, ella y papá tienen prohibido salir de casa. Por el número con el que termina mi cédula de identidad, yo puedo hacerlo los miércoles hasta antes del mediodía. Son medidas rigurosas de la cuarentena que rige en Bolivia hace varias semanas.
Llegué de visita poco antes de que se implementaran, aprovechando el receso de medio semestre en la Universidad de Houston, y ya no logré irme. Condicionado por los mandatos del azar, soy ahora el hijo que ha vuelto a vivir con sus padres después de 11 años. Las expresiones de malestar no son habituales en la mujer vigorosa y fuerte que es mamá. En otras circunstancias me acercaría a abrazarla, pero llevamos tiempo reeducando nuestros cuerpos y sus maneras de mostrar afecto, y lo que hago más bien es intentar consolarla con palabras inútiles. Luego cubro mi cara, me pongo las bolsas al hombro y empiezo a recorrer los dos kilómetros que nos separan de las tiendas más cercanas.
Mis padres viven a veintitantos minutos de la ciudad, en lo que aquí, en Cochabamba, ya se considera el campo. Unas cuadras más allá empiezo a percibir un desajuste inquietante entre la paz del lugar y la preocupación de la gente con la que me voy cruzando en el camino. La atribuyo a la inminencia de que lo peor está aún por venir y a la certidumbre de que la infraestructura sanitaria del país colapsaría si es puesta a prueba. Rondan además los viejos fantasmas del hambre y la carencia. A pesar de todo, sin conocernos siquiera y con la distancia debida, aprovechamos para saludarnos y compartir información valiosa sobre dónde conseguir qué. La pandemia ha propagado la desconfianza (“no sabes quién puede contagiarte, tu verdugo quizá ni siquiera sabe que lo es”), pero me gusta pensar que ha expandido también un inusual sentimiento de responsabilidad común.
Aristóteles sugiere en su Poética que el drama provoca dos emociones esenciales: la compasión y el temor. La compasión la sienten los espectadores por los desafíos y sufrimientos que padece el héroe trágico; el temor por el reconocimiento de la humanidad compartida con él y por la conciencia de la vulnerabilidad propia. Lo discutimos hace poco en una de las clases que ahora me toca enseñar en línea, hasta que el semestre se acabe. Pero esta vez el drama no sucede en un teatro, sino alrededor y dentro nuestro. Lo pienso de pronto cuando me descubro esquivando a los otros clientes en la tienda. También recuerdo entonces las palabras de mamá. De un lado o del otro, la pandemia nos ha metido a todos en el mismo baile, en eso que llaman la espesura del presente, en la espera interminable de un desenlace que no llega. Estamos a la fuerza ahí, oscilando entre la compasión y el temor, entre la confusión y el desánimo, lejos y cerca unos de otros, mientras buscamos a tientas alguna respuesta en ese espectáculo inesperado del que somos parte. Aunque lo atestigüemos más que nada desde nuestros encierros respectivos y aunque afuera el aire esté más limpio que nunca.
Rodrigo Hasbún es escritor boliviano. Su última novela es Los años invisibles (Random House).
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