Días marcados con X
Sabes que el confinamiento está haciéndote perder la razón cuando el servicio militar obligatorio empaña tus ojos de añoranza
La última vez que marqué los días con X fue en 1990, cuando hacía la mili en la base de submarinos de Cartagena y me llamaban El Mesías (“porque me quedan días”). Las ristras de X de mi calendario significaban que me hallaba a las puertas de la vida civil. El confinamiento de la covid-19 se parece a aquello solo en lo malo. En la mili estabas hacinado contra tu voluntad, junto a extraños, igual que ahora (¡es broma, familia!), pero al menos se veía un final diáfano. No existía la posibilidad del “repunte del contagio”, y por tanto dormías con menos congoja.
En resumidas cuentas: sabes que el confinamiento está haciéndote perder la razón cuando el servicio militar obligatorio empaña tus ojos de añoranza.
Antes dije que marco los días con X, pero en realidad las grafitean mis hijos, triscando con fecunda alegría, como straight edges en pleno subidón de gaseosas. Para ellos esto es raro y divertido, pero resulta que yo soy escritor. Ya hacía esto. Era mi “hábito de arte”, como decía Flannery O’Connor.
Ahora el único hábito que mantengo es esperar a que se abra la puerta de mi despacho y aparezca un jeto amigable (o autoritario) invitándome a zumba, Zelda, kung-fu, cineclub balcánico o vermut en el terrado (a lo último me apunto, si insistís). El arte se fue al carajo en algún punto de la segunda semana. Y, sin embargo, la situación actual me resulta fascinante. Crecí con El día de los trífidos. De niño solo podía conciliar el sueño si me imaginaba flotando por el cosmos en una cápsula individual. El paisaje de los cuentos que escribía era un planeta de calles vacías.
No estoy diciendo que disfrute del escenario presente. Estoy diciendo que me resulta familiar, y lo familiar, por asqueroso que sea, siempre conserva una cierta mullidez.
A mi padre también le encantaban los sitios angostos y el confinamiento solitario, pero dejaron de encantarle de repente, cuando pilló el coronavirus y nos prohibieron verle. Estuvo ingresado varias semanas en el hospital de Sant Boi. El día que le dieron el alta fui a recogerle, y me lo encontré ya en la puerta, en silla de ruedas, junto a una enfermera enmascarada. Mi padre, que de joven arrastraba a jugadores contrarios por el fango, había perdido peso y llevaba barba de días. Le vi débil. Salí del coche y me acerqué a él y no podíamos abrazarnos, así que nos saludamos con golpes de mentón, como ingleses. La enfermera me lo entregó y lo empujé hacia el coche. Olía a sudor y ropa sin lavar. Su expresión era de cansancio, fastidio y tristeza, como si esta vez le hubiesen derrotado, aunque no era así; el virus no pudo con su robusto andamio de exrugbista.
Déjame un momento al sol, me dijo, poniéndose en pie. Le dejé allí mientras yo iba abriendo el maletero. Mi padre observó algo a mi espalda, rió y negó con la cabeza. Me volví. En la tapia de ladrillos rojos del cementerio vecino, junto a los nichos visibles, enfocada hacia las ventanas del hospital, colgaba una pancarta enorme donde se podía leer: Todo va a salir bien. NO ESTÁIS SOLOS.
Kiko Amat es escritor y periodista, su última novela es Antes del huracán (Anagrama 2018).
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