Teletrabajo con niños, día 3: ¿Cuándo vuelven al cole... y al comedor?
En mi menú, pesa mucho más el factor “que se lo coman sin rechistar” que el equilibrio y la variedad
Si hay una frase que me dispara los nervios estos días, además de “mamá, no entiendo esto”, es “mamá, tengo hambre”. Porque tengo un horario, de 8 a 15, privilegiado para conciliar, es verdad, pero cuando realmente se disfruta es cuando los niños se quedan en el comedor del colegio, y los recoges con una tarea menos que cumplir, la de ofrecerles una comida equilibrada. Y es que, aunque se sepan todos los trucos para camuflar la verdura debajo de otros restos sin que el monitor los pille, de vez en cuando algo verde acaban tragando. Pero teletrabajar y hacer de profe por poderes hasta las tres —y pico, porque siempre se alarga—, con la presión de mis tres cachorros muertos de hambre alrededor es otra cosa. En plena polémica por la contratación de Telepizza y Rodilla como suministradores de menús a los niños madrileños con menos recursos, lo mío es, obviamente, un problema menor, pero agobiante en el micromundo en el que se ha convertido mi piso.
Por eso, cuando asimilé, la semana pasada, que iba a tener que trabajar con ellos en casa y según soltara el ordenador, darles de comer, fui de repente consciente del vacío de mi nevera. Tenía que hacer la compra sí o sí, no por acaparar ante el apocalipsis —la prueba es que casi no me queda papel higiénico—, sino porque no iba a tener tiempo para cocinar y necesitaría dejarlo todo listo para calentar y engullir. En medio del ataque de ansiedad, una imagen me dio paz mental. Las albóndigas del Mercadona. Un par de bandejas, 48 bolitas de carne que, con una receta de la Thermomix, me resolverían dos comidas y una cena en media hora.
Solo que, pese a trabajar en el epicentro informativo del coronavirus, no me había dado por aludida con las noticias de supermercados arrasados. No había albóndigas, ni carne picada, en Mercadona, Dia, Hipercor ni en el súper pequeñito de mi barrio. Igual hubiera seguido, hasta que una frase de mi amigo Pita —“¿No hay nada más que comer en el universo? Dos veces que he comido en tu casa, dos veces que había albóndigas”— me hizo darme cuenta de que la obsesión que me hizo recorrerme cuatro supermercados para buscarlas no era más que una forma de canalizar el estrés que me producía la idea de esta semana de teletrabajo, telecolegio y comedor casero.
Así que me empeciné en organizar un menú semanal en el que pudiera dejar las comidas preparadas y las cenas no fueran muy complicadas. Tengo que confesar que, en mi sudoku, pesó mucho más el factor “que se lo coman sin rechistar” —fallé con las lentejas— que la búsqueda del equilibrio y la variedad. ¿Muchos hidratos? Bah, están flacos. ¿Falta verdura? Que tomen salmorejo y fruta. Aunque a veces alguno se resiste a la fruta, como este miércoles, y entonces no me queda otra que recurrir a las amenazas bíblicas. Me encanta decir “¿tú qué quieres, coger el escorbuto?”, frase que ahora, en plena travesía sin certeza de un fin, tiene hasta algo de sentido. “Pues dame Pediasure”, me ha contestado el mayor sin inmutarse. Maldita publicidad.
Una lasaña de ocho pisos dio para el sábado y el lunes. Las lentejas preparadas a las doce de la noche del martes me permitieron sobrevivir ese día, y las sobras, con arroz, les perseguirán, pese a sus protestas, el viernes. El arroz a la cubana de este tercer día ha sido un éxito, pese a las quejas por la hora de comer —más cerca de las cuatro que de las tres—. Cuando termine de escribir esto —son las diez de la noche—, cenen y se acuesten, me pondré a preparar los macarrones del jueves. ¿Cuándo vuelven al cole..., y al comedor?
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