Teletrabajo con niños, día 1: tele, sí; niños, también. Trabajo, lo que se puede
Diario de una semana en casa con un portátil, un móvil, muchos mensajes y tres hijos
Sin duda, el sonido del robot-aspiradora que me autorregalé por Reyes dando vueltas a mi alrededor es lo más relajante que he oído desde que me levanté. Ocho horas de pings, dings, toings y otras alertas de los cientos de mensajes que he recibido en WhatsApp, correo y Slack, sumados a las llamadas de teléfono y a los “mamá, no entiendo esto”, “mamá, ayúdame” y “mamá, cuándo comemos”, definen mi primera jornada de teletrabajo. En resumen, hubo más tele y niños que trabajo.
Cuando la semana pasada empezó a tomar forma el plan de mandarnos a trabajar desde casa, al principio ni me inmuté. Con 8, 10 y 12 años, pensaba, ya se entretienen solos. Contaba con que durmieran hasta media mañana, y luego enchufarles la tablet, con fines educativos, por supuesto, pero también de supervivencia. Lo de hacer manualidades ni me lo planteé, pese a las decenas de tuits, correos y artículos que circulan con actividades para fomentar su creatividad a la par que el buen rollo familiar. Hace años que prefiero unas horas de culpabilidad a unas de ataque de nervios.
El día empezó bien. En vez de levantarme con el tiempo justo para empaquetar a los niños al cole y llegar derrapando y 10 minutos tarde a la redacción, me quedé dormida. Así que me levanté con el tiempo justo —cinco minutos, exactamente— para llegar derrapando y a medio vestir al salón, donde he establecido mi campamento base. Eso sí, el factor de la invisibilidad —poder ponerme las primeras mallas y jersey del armario y ni acercarme al maquillaje— lograron el milagro de que a las 8 en punto estuviera clavada en mi puesto.
Una hora y cuarto de trabajo con tranquilidad, y llega la primera tarea maternal en horario laboral. Despertar a la mediana, la más dormilona. Y es que mi plan infalible de tenerlos inconscientes media mañana no contaba con la agenda de ministra de la niña. “Levanta, cariño, que a las 9.30 tienes videoconferencia con la profe de Inglés”. Después de su hora de clase, se volvió, muy práctica, a la cama. Ni ella ni yo sabíamos que a las 11 tenía otra conexión, esta vez con la profe de Lengua. Incomparecencia por sueño.
Si consigues teletrabajar y acceder al material online de la app del cole mientras tienes que dar de comer, conseguir que estudien y mantener vivos a varios menores te convalidan Teleco y te llaman para el Circo del sol
— Beatriz Salvador (@TweetBeatriz) March 11, 2020
Se levanta la pequeña. Se conecta a Google Classroom mientras intento aclararme entre la pila de mensajes que se me acumulan. Por un momento parece que habrá paz. Pero enseguida empiezan las preguntas y protestas. Que cómo se dice esternón en inglés. Que mira mi descripción del oso panda. Que jooooo que no me cabe la respuesta en una línea. Hago trampa y corrijo las multiplicaciones con calculadora. En medio, y con un par de artículos sobre, cómo no, coronavirus por editar, despierto al mayor, que está en la ESO. Tiene tareas colgadas en su entorno virtual para 10 años y un día, y aunque ya es bastante independiente, tiene dudas que también espera que yo resuelva. Me enternece esa fe que aún tienen en mis conocimientos, pero las peticiones de ambos de ayuda mientras se me acumula el trabajo y los pings, dings y toings empiezan a atacarme los nervios. Llegan las broncas y los gritos. Acabo con unos cascos con orejitas de la niña para aislarme un rato.
Finalmente, a las cuatro, una hora después del fin de mi jornada normal, consigo dejar todo listo y desconectar el ordenador, que no el WhatsApp (un saludo a todos los compañeros del chat del coronavirus, que es más adictivo que Netflix). A las cuatro y cinco, gracias a la lasaña doble que preparé el fin de semana siguiendo los consejos de mi compañera Juana, estábamos, milagrosamente, comiendo. Y yo con la sensación de que esta jornada ha sido más larga y menos productiva que nunca.
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