Un día de furia... plástica
Barquillos envueltos en papel de embutido y dos botellines de agua. Contradicciones de una consumidora enfurruñada
Superada la Misión Caca del día 3 –encontrar de urgencia papel higiénico sin envoltorio plástico para pasar la semana– decido ocupar la cuarta jornada de este reto comprando algo de fibra para el desayuno. Así me levanto yo a veces, pidiendo guerra.
En mi casa no entran krispis de caja (vale, salvo en vacaciones y algunos días locos). Es por la salud de los niños –toda esa azúcar procesada, el horror industrial, la globalización, el plástico, todo MAL hoy–, pero sobre todo, admito, es porque yo me puedo comer la caja de una sentada. A pelo. Sin leche. No me busques que me encuentras.
Menos mal que hace cuatro años y medio abrieron a la vuelta de la esquina la tienda Madrid Granel. Desde entonces, muchas veces, aunque no todas, compro allí los cereales del desayuno para alejarme de los krispis industriales y de los mueslis embolsados del herbolario carero. Madrid Granel es una tienda bonita, contemporánea, sencilla, con cosas ricas. Es un sitio que me tranquiliza, me hace sentir bien. Me dan ganas de hundir las manos en sus enormes sacos de harina, dejar caer sus legumbres entre mis dedos. Recuerda a los colmados y ultramarinos de toda la vida. Las tiendas a granel van surgiendo en muchas ciudades, se han puesto de moda. “Lo bueno es que están abriendo algunas también en Vallecas, en Alcorcón… fuera del centro”, dice Juan González, uno de los socios. Del centro gentrificado, farfullo sabihondilla porque hoy estoy cruzada.
Aquí solo son de plástico las bolsitas para las especias en polvo (todo lo demás, en papel). La gente trae para rellenar especieros de cristal y tarros para frutos secos. Casi todos llevamos (¡bravo nena, no la olvidaste!) bolsas de tela. González admite que a los socios les sorprendió el público cuando abrieron. “Pensábamos que íbamos a ser atractivos para la gente joven, pero por la mañana vienen sobre todo señoras”. Les recordará a los colmados de su juventud… apunto, nostálgica, sintiéndome una de ellas. “Creo que es más bien porque pueden comprarse sus 100 gramos de lentejitas, en vez de un kilo”, contesta, sabio, el tendero.
Hay soja texturizada fina, agar agar en tiras, harina de algarroba eco y sales del Himalaya al peso. Pero yo compro arroz blanco, espaguetis y macarrones. ¡Sí, chef! También me confecciono un muesli de avena al que le voy echando cosas gordis pero sanas como anacardos, pipas y plátanos secos. No tengo claro si esta compra me sale más cara o más barata que si hubiese ido al Express. “Cada producto es un mundo, es muy complicado comparar”, dice González, “quizás lo ecológico te sale mejor aquí que en la sección bio de una gran superficie o en un herbolario… Pero, en otros productos, contra el abaratamiento de los costes de un Mercadona no podemos luchar”.
Salgo como apaciguada, como limpia, con mi bolsa de tela ideal llena de paquetitos de papel de estraza, pensando que he apoyado al pequeño comercio, al producto local y a unos chavales encantadores que montaron la tienda para intentar, me dicen, “ganarse la vida de una forma más ética”. Que le den a Mercadona, que además me pilla lejos. Hoy, SOY VECINA.
Un grupo de turistas airbnberos me rompe el momento con el cata-cata-clac de sus maletas.
Cabreada con el capitalismo y la burbuja inmobiliaria que me acabará echando del barrio, me bajo al mercado de San Fernando a ver si encuentro otra tienda a granel para relajarme, quizás una de toda la vida. Llego y me termino de cabrear, porque está precioso, pero son todo bares, tiendas gurmé y restaurantes de catar cosas finas en los que no quiero, pero me apetece un montón, sentarme con un iPad. Cada vez que vas quedan menos puestos normales para hacer la compra.
Diviso uno que se llama El Colmado. Tiene algo de embutido, empanadas, muchos botes, tetrabriks... Nada a granel. Pero ya me he plantado delante del señor con cara de “yo es que soy una señora del barrio de siempre y estos modernos, ntsch”. Es mentira, me crie lejos, en una urba con jardines, pero ya no hay vuelta atrás. A ver qué le pido ahora que no lleve plástico. Bingo: vende galletas y barquillos al peso. Está a punto de embolsármelos cuando, ooooootra vez, tengo que explicar que me estoy quitando. Para congraciarme con él por las molestias, y porque me pica el pico, empiezo la típica charla maliciosa. Qué cosas, eh, que han cerrado la frutería, que ya no quedan puestos, qué pena, ¿no? “A mí los fines de semana me va mejor que nunca porque tengo una barra y esto se llena”, zanja él. Y yo, erre que erre: Ya… pero los vecinos (sacando pecho) ya no podemos hacer la compra… “A mí no me dan ninguna pena los vecinos, si no se hubiesen ido al Mercadona y al Carrefour, aquí no habría cerrado nadie para empezar”. Toma. Por lista, urbanista.
Me voy con las orejas gachas y los barquillos absurdamente envueltos en papel encerado de embutido. Al meterlos en el bolso, porque en la tote ya no me cabe nada (¿pero cuántas hay que llevar?), veo que dentro tengo DOS botellines de agua medio vacíos. Me sube otra vez la bilis. Por llevar el bolso siempre hecho una cerdada, por tener que estar haciendo la compra en vez de tomándome un vino chileno en ese puesto monísimo que antes sería una pescadería anodina o qué sé yo lo que sería, porque, la verdad, no vine nunca a este mercado hasta que se gentrificó. Lo que sí sé, desde hace mucho, es que los botellines de agua son el plástico más contaminante del planeta y yo llevo siempre varios encima y otros tantos que dejo abandonados en la mesa del curro, y otros que me traigo a casa y acaban por ahí rondando. No los tiro al reciclaje para sentirme mejor, me digo que ya los reutilizaré, pero nunca lo hago, porque cada día cojo uno nuevo con el menú diario de la cantina que hay en la redacción. Sé que lo mejor sería llevar una cantimplora y rellenarla. Lo hacen muchos compañeros. Su botellita de cristal, su termito para el té. Tan organizados y yo… ¡venga a botellines! ¡Venga a matar ballenas!
Ahogándome en mis contradicciones, tengo una epifanía, rollo Un día de furia (aunque yo en vez de liarme a tiros, refunfuño). Esto de los botellines, pienso, no es solo culpa mía, es también de la empresa. Y cojo y llamo a Servicios Generales de PRISA para preguntar que por qué no ponen jarras de agua en las mesas. La compañera de Servicios Generales me explica que están justo tratando el tema de los plásticos en el plan de Responsabilidad Social Corporativa, y me apunta muy amablemente, que las mejores soluciones son las meditadas, y que en un comedor de cientos de periodistas igual no es lo más higiénico. "Puede ser, puede ser, pero pensadlo", me despido, sintiéndome un poco como esos conspiranoicos que llaman a los periódicos por las mañanas proponiendo temas muy raros.
Todos mis ideones se van al garete hoy. Las jarras, el papel de los barquillos, el cómo arreglaría yo la gentrificación… Furiosa con un sistema del que formo parte, vago por el barrio hasta que aparezco en el punto de partida, la tienda a granel que me pacifica. Solo entonces me fijo bien (no debo venir tanto como me creo) en que justo al lado, puerta con puerta, han puesto (resulta que hace meses) una especie de máquina expendedora gigante con estética pop japonesa. Vende cosas que me fascinan y me repugnan al mismo tiempo: batidos de M&Ms, Fanta de pomelo, bolsas de Mochis, chuches de Pokémon, Pringles de Ramen, todo empaquetado y envuelto en capas de colores brillantes… Es porno comestible, artificial y loquísimo. Me muero por comprar una lata roja con la cara de Hello Kitty que no sé qué contiene. Plástico seguro. Aprieto los dientes y hundo la mano en mi saquito de avena.
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