Yo sobreviví al Ébola
Mamadou es de los pocos que han vencido al rebrote mientras veía morir a varios familiares La epidemia del virus está lejos de estar bajo control. “Llevará meses”, aseguran los expertos
Mamadou pasó su primera noche en el hospital de Donka durmiendo en el suelo, frente a la puerta de la unidad de enfermedades infecciosas. Fue el pasado 26 de marzo. Llevaba ya varios días con un insoportable dolor de cabeza, vómitos constantes que le impedían comer y una debilidad extrema. "Les dije que venía de Dábola y el médico salió corriendo a toda prisa. Me sentí abandonado. Tocaba en la puerta, pero nadie quería abrirme. Al día siguiente vino alguien con guantes y mascarilla y me llevó en silla de ruedas a la zona de aislamiento. Yo no entendía nada. Pero cuando llegué y vi que allí estaban también mi mujer, una prima y dos tíos míos, comprendí que debía ser algo grave".
Mamadou entonces no lo sabía, pero él y su familia se habían convertido en los primeros enfermos de Ébola registrados en Conakry, una ciudad africana de dos millones de habitantes que en estos momentos intenta hacer frente al más reciente brote de esta temible enfermedad, de la que se han contagiado ya 224 personas y que hasta el jueves se había cobrado 135 víctimas mortales (122 en Guinea y 13 en Liberia). Cada día hay nuevos casos.
Mamadou apenas se tenía en pie."Mi hermano me convenció para coger un taxi colectivo e ir a la capital"
Todo empezó el 14 de marzo. Hasta ese día, Mamadou Cissé (nombre ficticio), funcionario de 36 años, casado y sin hijos, llevaba una vida normal. Con altibajos y estrecheces, como casi todo el mundo en la capital de Guinea, desde que hace ya algunos años se trasladó hasta allí procedente de Dinguiraye, cerca de Dábola, en el interior del país. Pero ese viernes, su hermano mayor, un comerciante que seguía viviendo en el pueblo, llegó hasta su casa en busca de ayuda. Estaba muy enfermo. “Respiraba con dificultad, se quejaba del pecho y de que le dolía la cabeza. Además, vomitaba y tenía diarrea”. Mamadou y su mujer lo acogieron, lo cuidaron, lo ayudaron a lavarse.
"No lo llevé al médico porque era fin de semana, pero el lunes estaba mucho peor y decidimos ingresarlo". El lugar escogido fue una clínica privada de Kipé Dadia, un popular barrio de Conakry. Veinticuatro horas después, el martes 18 de marzo, el hermano enfermo moría con un cuadro grave de fiebres hemorrágicas. Nadie podía imaginar entonces que el “autor del crimen”, el asesino silencioso que empezaba a dejar un rastro mortal en Guinea, era nada menos que el Ébola, un virus que fue identificado en 1976 y que, hasta ahora, solo se había manifestado en los bosques del centro del continente. Nunca antes en África Occidental.
Ese mismo día, personal del hospital trasladó el cadáver hasta la morgue. Allí, un tío paterno de Mamadou se hizo cargo del cuerpo. "Es todo un ritual, lavamos el cadáver, lo preparamos. Para nosotros es muy importante y siempre es alguien mayor de la familia quien se encarga". El miércoles 19 de marzo, Mamadou partía con el cadáver hacia Dinguiraye, donde fue enterrado 24 horas más tarde. “Mi mujer se quedó en Conakry, pero mucha gente acudió a la ceremonia”, asegura. Esa misma tarde empezó a sufrir los primeros síntomas. “Me dolía mucho la cabeza, pero esperé a ver si se me pasaba. No pensé que estuviera relacionado con mi hermano. Al día siguiente (viernes) tendría que haber ido a la mezquita, pero no pude, me sentía cada vez peor, ya empezaba a vomitar mucho. Fui al centro de salud y me dijeron que era paludismo; me dieron pastillas y algo para cortar los vómitos, pero durante el fin de semana no mejoré”.
Ese sábado, 22 de marzo, las autoridades de Guinea hacían un anuncio sorprendente. Desde el mes de enero, una serie de muertes a causa de fiebres hemorrágicas habían sacudido al sur del país, una epidemia misteriosa que empezaba a adquirir tintes preocupantes. Ante la extensión de los casos y la virulencia del mal, el Ministerio de Salud había decidido enviar muestras de sangre de siete fallecidos al Instituto Pasteur de Lyon. Todas ellas dieron positivo para el virus del Ébola y, lo que era aún peor, se trataba de la mortal cepa Zaire, con una tasa de letalidad de entre el 60% y el 90%. Los distritos afectados eran Guekedou, Macenta, Nzerekore y Kissidougou, regiones de la llamada Guinea forestal.
“Desconocemos cuál ha sido la fuente”, asegura Philippe Barboza, epidemiólogo de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que durante las últimas semanas ha trabajado sobre el brote en Conakry. “En enero ya hubo muertes sospechosas, pero no sabemos si todas se pueden atribuir al Ébola porque se enterraron sin hacerse las pruebas. En esta zona del mundo hay otras fiebres hemorrágicas, como el Lassa, así que no podemos saberlo. Lo que sí tenemos claro es que todos los focos de esta epidemia, Guekedou, Macenta, Conakry, están ligados entre sí, es la misma epidemia. Y que comenzó en la región forestal”.
Los científicos sospechan que el huésped natural del virus son varias especies de murciélagos comedores de frutas. “Estos murciélagos se mueven por toda África Occidental, se desplazan, es normal que el virus circule. Posiblemente el brote procede de algún contacto humano con animales enfermos en el bosque”, explica Barboza, quien destaca que la virulencia del Ébola procede de su capacidad de saltar de una especie a otra, como ocurre con la gripe aviar, aunque luego el contagio entre humanos no es tan sencillo, solo se produce a través del contacto con los fluidos de personas ya enfermas. “Lo que no es habitual de este brote es que está afectando a varios países, su transmisión transfronteriza (casos confirmados en Guinea y Liberia, sospechas en Malí y Sierra Leona), pero hay que pensar que estamos hablando de la misma zona ecológica”, añade.
El miércoles 26 de marzo, Mamadou seguía en Dábola y empezaba a sufrir la segunda fase de la enfermedad. Su estado de salud se había deteriorado tanto que apenas podía mantenerse en pie. Habían aparecido las diarreas. “Me daba miedo comer porque todo lo que ingería lo vomitaba. Pese a todo, mi hermano me convenció de intentar ir a Conakry, así que cogimos un taxi colectivo por la mañana y llegamos a las nueve de la noche. Me dejó directamente en el hospital”. Aunque nadie había informado a Mamadou, para ese entonces su mujer, su prima y dos tíos suyos estaban ya ingresados.
Al día siguiente les sacaron sangre a los cinco. “Uno de mis tíos era dentista. Yo quería irme, no estaba contento, pero él nos convenció de que esperáramos a los resultados, que debíamos tener algo muy contagioso y que pensáramos en los niños que hay en la casa, que podíamos pegarles la enfermedad”. Cada uno presentaba síntomas diversos, pero todos tenían fiebre, fuertes dolores de cabeza y, en mayor o menor medida, vómitos y diarrea. Al día siguiente llegó la fatal noticia. Era Ébola. “No nos lo dijeron directamente, pero los oíamos hablar entre ellos; yo sabía de qué se trataba la enfermedad porque había leído algo hace años, así que no le dije nada a mi mujer y a mi prima, no quería asustarlas más todavía”.
Los análisis de la familia de Mamadou ya no tuvieron que viajar a Francia. El hospital de Donka contaba con un laboratorio especializado en fiebres hemorrágicas que recibió, desde los primeros días, el apoyo del Instituto Pasteur, que envió especialistas desde Dakar y París. “Es cierto que se trata de la cepa Zaire”, asegura el doctor Jean Claude Manuguera, del Pasteur de la capital francesa, “pero estamos ante una variante local cuya letalidad, por lo que estamos viendo, ronda el 60%. Es decir, en el espectro más bajo de la cepa Zaire: seis muertos de cada diez afectados”.
El Gobierno, en constante coordinación con la OMS, apenas tardó unas horas en anunciar que el Ébola había aparecido en la ciudad. Fuera del hospital, la psicosis empezaba a extenderse. Durante la semana precedente, todos se habían refugiado en el pensamiento de que este mal era una cosa de “los forestales”, de los habitantes del sur a quienes desde Conakry se observa con cierto desprecio porque “comen carne de mono y son ignorantes e incultos”. Pero ese 28 de marzo todo cambió. El virus entraba oficialmente en una urbe superpoblada, caótica como pocas y donde, sin duda, iba a ser más difícil seguirle el rastro.
Claves del virus del Ébola
-Qué es. Es un virus de la familia Filoviridae, de morfología variable y que puede alcanzar grandes longitudes. Toma su nombre del río Ébola, en Zaire, donde fue identificado el primer brote. El virus se transmite de los animales salvajes a las personas, y también entre estas como resultado del contacto directo con la sangre, secreciones, órganos u otros fluidos corporales. Los murciélagos de la fruta de la familia Pteropodidae son considerados como el huésped natural del Ébola.
-Síntomas. El Ébola se caracteriza por la fiebre, la debilidad intensa, el dolor de cabeza, muscular y de garganta. A estos síntomas les siguen los vómitos, la diarrea, la erupción cutánea, y el deterioro de la función renal y hepática, llegando incluso en algunos casos a sangrados internos y externos.
-El primer caso. El 26 de agosto de 1976 en Yambuku, ciudad al norte del Zaire (en la actualidad el Congo). Su propagación llegó a infectar a 318 personas, de las cuales 280 murieron.
-Víctimas. Desde su descubrimiento, se han detectado 2.611 casos (hasta el 16 de abril) de los que el 69% han sido mortales. No existe vacuna contra el Ébola.
Más que difícil, una tarea titánica. “Tenemos que seguir las cadenas de transmisión. De cada persona contagiada hacemos una lista de gente con la que ha tenido contacto. Estamos hablando de unas mil personas en total en la actualidad a los que vamos a ver cada día. Mil personas una vez al día, imagínate”, explica Barboza. “En la Guinea forestal, el brote sigue activo, pero será más fácil controlarlo. Aquí, en Conakry, nos va a llevar meses. Es la primera vez que tenemos una epidemia importante de Ébola en una ciudad”. Para toda esta tarea de vigilancia epidemiológica, la OMS se apoya en las estructuras locales de salud y en la Cruz Roja. “El símil más gráfico es el del saco de arroz que se cae. Al principio es relativamente fácil recoger el 90% de los granos, pero luego hay que ir granito a granito. Y muchos acaban debajo de los muebles o entre las baldosas”.
Esos granos de arroz pueden estar, en realidad, en cualquier parte. En los pueblos, la cadena de transmisión es más previsible, acotable, se puede seguir con facilidad. Pero en Conakry, las posibilidades de contagio se multiplican. Este es el nudo gordiano del problema. Los periódicos abren sus ediciones cada día con cifras, historias personales y noticias a caballo entre la realidad y el rumor. Que si una persona entró en un banco con zumo de bissap en la boca, de color morado, y lo escupió como si fuera sangre, provocando una desbandada que le sirvió para robar la caja. Que si una chica en el barrio de Hamdallaye propone relaciones sexuales ya estando contagiada. El Ébola no se ve. Pero el miedo sí, es muy visible estos días en la ciudad.
En el mercado de Madina, uno de los más populosos de Conakry, las ventas de carne han caído. Awa Diallo, que lleva 20 años asando brochetas junto al puente que cruza la autopista, asegura que “la gente tiene miedo, circulan todo tipo de rumores”. En todos los edificios públicos e incluso en agencias de viaje, restaurantes o locales de ocio, te obligan ahora a desinfectarte las manos. La lejía se ha convertido en un producto muy codiciado. En el aeropuerto internacional de la ciudad se ha multiplicado la seguridad: cámaras térmicas para conocer la temperatura de los pasajeros, controles médicos antes de embarcar. La idea es que el virus no salte fuera de Guinea.
Michel van Herp, epidemiólogo de Médicos sin Fronteras (MSF), lleva ya siete brotes de Ébola a sus espaldas. Asegura que estamos ante “una investigación detectivesca en la que aún no hemos dado con el cazador (en referencia a la persona que probablemente capturó al animal infectado, murciélago o mono, que luego fue ingerido y transmitió el virus al hombre). Su familia habría sido la primera en sufrir la enfermedad y luego el personal sanitario de Guekedou y Macenta que los atendió. Uno de los grandes problemas de esta epidemia es su amplitud. A diferencia de Congo o Uganda, aquí la gente se mueve mucho, están siempre yendo de un lugar a otro. Y eso expande el virus. Por ejemplo, el director del hospital de esta localidad falleció cuando venía camino de Conakry y fue enterrado en Kissidougou”. Se calcula que al menos un 30% de los casos confirmados son agentes de salud, los más expuestos al virus cuando atienden a los pacientes.
Es la primera vez que tenemos una epidemia importante de Ébola en una ciudad”, dice el epidemiólogo Barboza
Se trata de médicos y enfermeros, pero también de sanadores tradicionales y cuidadores familiares, los primeros en intentar calmar el dolor y los síntomas de los pacientes en un país donde, sobre todo en las zonas rurales, el acceso a la estructura pública de salud no es siempre fácil. El doctor guineano N’Famara Bangoura, que estos días se enfrenta al Ébola en el centro de aislamiento de Donka, sabe bien de lo que habla. “Un médico no puede rechazar a un enfermo, tenemos que atenderlos, intentar aliviar los síntomas. El problema está en que aquí esta enfermedad no se conocía, es algo nuevo, el personal sanitario no sabía cómo enfrentarse, qué protección adoptar”, asegura.
Tras el anuncio gubernamental del 28 de marzo, en el improvisado centro de aislamiento del hospital de Donka las cosas fueron de mal en peor. El anciano que había lavado el cadáver del hermano de Mamadou acababa de ingresar también. Ya eran seis miembros de la familia. “Yo era el que estaba más sólido de todos, ellos estaban muy afectados, sobre todo los mayores”, recuerda Mamadou. “Mi tío recién llegado estaba muy agitado, se quitaba el catéter y se manchaba de sangre. A él lo pusieron en una sala aparte; caminaba con gran dificultad, no tenía fuerzas apenas, y murió el sábado por la noche. Cuando me levanté al día siguiente por la mañana encontré su cuerpo tirado en el patio y un gran rastro de sangre. Fue el primero en morir”. En los días siguientes también fallecieron los otros dos tíos de Mamadou, el virus se cebaba con los más débiles.
Para entonces, Médicos sin Fronteras ya se había hecho cargo de la zona de aislamiento de Donka. Uno de los aspectos más importantes a tener en cuenta son las medidas de seguridad. Y para eso se ha trasladado hasta Conakry un equipo de 40 higienistas. “Usamos unos 300 litros de agua clorada por paciente/día. Varias veces en la misma jornada desinfectamos los equipos de protección, las camas, los colchones y la ropa”, asegura Rob D’Hont, responsable de esta tarea. Lo más curioso es que el Ébola es relativamente fácil de matar. “No es un virus muy fuerte. Usamos una concentración de cloro de entre el 0,05% y el 0,5%, mientras que para el cólera tenemos que usar de hasta el 2%”, asegura. Una vez desinfectado, el equipo de protección se seca al aire libre: la mera exposición a los rayos del sol también puede con él.
Aunque al principio se impresionó, Mamadou acabó por acostumbrarse a todas esas personas vestidas con traje de astronauta. “Cada día había algo nuevo, letrinas, depósito de agua, tiendas, medidas de desinfección… Con ellos me empecé a sentir más seguro y además tuve las primeras señales de mejoría. La familia nos traía comida, pero yo no podía ni olerla, estaba cansado de vomitar. Entonces empezaron a darme Plumpy Nut (un suplemento nutricional) y empecé a comer, poco a poco. Y recuerdo cuando me bebí mi primer sorbo de agua, sentí cómo recorría mi garganta hasta llegar a la barriga. ¡Y no lo vomité! Eso me dio esperanzas”.
A los pacientes ingresados en el centro de aislamiento se les permite tener teléfono móvil y, si no están con perfusión, deambular por las zonas comunes, aunque se evita que los casos sospechosos se mezclen con los confirmados para evitar nuevos contagios. La última novedad es la apertura de una zona de visitas para los familiares, en la que se pueden ver, pero no tocarse: hay un margen de separación de dos metros. De todas maneras, la demanda de visitas no es muy alta. El miedo hace estragos.
La doctora argentina Fernanda Méndez ya ha tenido que verse las caras con el Ébola en cuatro ocasiones, dos en Uganda y una en Congo. Sale de la zona de aislamiento completamente bañada en sudor. “El traje que llevamos no deja pasar el aire”, dice entre jadeos. El personal de MSF solo puede estar dentro una hora; al mediodía, cuando el calor aprieta, 45 minutos. Y siempre ir de dos en dos por si alguno se siente desfallecer. “Acabo de ver a cuatro pacientes confirmados de Ébola. Miramos sus constantes vitales, tratamos sus síntomas. Dos de ellos han empeorado: uno ha empezado a tener diarrea con sangre y el otro presenta claros signos hemorrágicos, edemas en las piernas y está obnubilado”. Algunos de los que están ahora ingresados son el personal sanitario de la clínica de Kipé Dadia donde Mamadou llevó a su hermano. Médicos, enfermeros, técnicos de rayos… “Lo peor es no poder tocarlos, solo pueden vernos los ojos a través de las gafas”, añade Méndez.
Otros, sin embargo, mejoran. Unos cuarenta han superado ya la enfermedad. “Cuanto antes son atendidos, más posibilidades tienen de sobrevivir”, asegura el doctor Barboza, “el problema es que los primeros síntomas se confunden con los de la malaria, muy extendida aquí. Aunque no hay tratamiento para el virus, se les hidrata, se les nutre, se les calma el dolor. Y su sistema inmunológico hace el resto”. El jueves 3 de abril, una semana después de su ingreso, Mamadou recibía el alta. Había vencido al Ébola. “El mismo día nos dijeron a mí y a otro chico de Conakry que debíamos irnos. Él daba saltos de alegría, pero yo no podía estar contento. Mis tres tíos habían muerto allí y quedaban aún dentro mi mujer y mi prima”, recuerda. Pero en los días siguientes ambas también recibieron la ansiada noticia de que el virus había desaparecido de su organismo, de que lo habían eliminado por completo.
Sin embargo, pese a que ya no pueden contagiar la enfermedad (salvo los tres primeros meses a través del semen, por lo que los varones que se curan reciben una buena cantidad de preservativos), uno de los problemas a los que se tienen que enfrentar es la estigmatización social. “Nada más salir del centro de aislamiento me dijeron que el mercado que se celebra cada semana en Dinguiraye había sido suspendido por culpa de nuestra familia. Me sentí avergonzado. Luego, desde que volvimos a casa, los vecinos no han venido ni una sola vez a saludarnos. Tienen todo el día cerradas las ventanas de su casa que dan al patio común y tampoco van a recoger agua del grifo que compartimos allí. Tienen miedo, nos rechazan, nos señalan con el dedo. Pero estamos vivos y sé que con el tiempo y con la adecuada información dejarán de hacerlo. Por eso ahora doy gracias a Dios cada minuto”.
Hace unos días, el Gobierno de Guinea informaba de que la “epidemia está bajo control”. Los especialistas discrepan rotundamente. Cada día se siguen produciendo nuevos casos. A veces cinco, a veces diez. Otros que eran solo sospechosos se confirman. Y nuevos focos pueden aparecer. Es imprevisible. Un sistema de alerta temprana está activo por todo el país. A la mínima duda, se ingresa al paciente para someterle a las pruebas pertinentes. Hasta que no pasen al menos 40 días sin ningún nuevo caso, es decir, dos periodos de incubación (de entre 2 y 21 días), no se podrá dar por controlado. La buena y paradójica noticia es que mata tan rápido que esto limita su capacidad de expandirse. También es pertinaz, pero no invencible. “Lo primero es aceptar que el Ébola esta aquí”, concluye Van Herp. Y que va a llevar su tiempo derrotarle.
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