Alfonso Álvarez Bolado, el jesuita que desbrozó la “odiosa religión”
Su rigurosa investigación es la base de a la historia de la Iglesia en la España del franquismo
Si la Iglesia romana salió viva de su odioso hermanamiento con la dictadura de Franco fue porque hubo eclesiásticos que renegaron pronto, con ostentación, de aquel régimen totalitario, promoviendo la reconciliación entre lo que, aún hoy, algunos obispos creen las dos Españas. Fue Juan XXIII quien impulsó esa estrategia y afeó a su primado en España, Pla y Deniel, que persistiera, todavía en los años sesenta, en su idea de exterminar “a los hijos de Caín”. El cardenal Pla fue el jerarca de Salamanca que cedió su palacio episcopal a Franco para que instalase allí su primer cuartel general, y quien escribió una terrible pastoral calificando la asonada militar, apoyada en Hitler y Mussolini, como “una cruzada de los hijos de Dios contra la España de los sin Dios”.
La mejor historia documental de esa desgraciada etapa eclesiástica se la debemos al jesuita Álvarez Bolado, fallecido el 14 de julio en Salamanca. Un necrologista de memoria remordida cerraba al día siguiente su obituario en un periódico de la ultraderecha esperando que “el señor tenga misericordia de su alma” (la del fallecido), del que, no obstante, reconocía que había sido en el pasado “perejil de todas las salsas, ahora en olvido absoluto”. La inmensa obra del jesuita fallecido perdurará. La muerte le ha llegado cuando estaba ordenándola para depositarla en el Archivo de la Compañía de Jesús de Alcalá de Henares.
No hay historia de la Iglesia romana en la España del siglo pasado que no se fundamente sobre meticulosas investigaciones de Álvarez Bolado, en especial sus monumentales El experimento del nacionalcatolicismo (1939-1975) (Cuadernos para el Diálogo, 1976, 255 páginas) y Para ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y Guerra Civil: 1936- 1939 (Universidad Pontificia Comillas, 1995, 716 páginas). Citaré solo a dos autores de prestigio que lo señalan entre su bibliografía esencial: Hilari Raguer, en La pólvora y el incienso. La Iglesia y la Guerra Civil (Península, 2001), y Olegario González de Cardedal en La teología en España (1959-2009) (Encuentro, 2010).
Capítulo singular merece el investigador del nacionalcatolicismo que acaba militando en el antifranquismo y es aporreado y detenido por la policía en Barcelona, probablemente el primer cura en esa situación. Lástima que no haya dejado escrita memoria completa de esa faceta (aunque sí muchos textos dispersos), que le valió la inquina de la prensa ultracatólica y de historiadores como Ricardo de la Cierva. Este llega a considerarle “el factótum de la teología de la liberación”.
Álvarez Bolado dedicó una década a analizar todos los boletines de las 61 diócesis durante la Guerra Civil. La lectura de lo escrito por muchos de aquellos obispos hace “odiosa la religión”. Lo escribe en Para ganar la guerra, para ganar la paz. Su conclusión es que “la Iglesia católica no hace estallar la Guerra Civil, el producto social y político que de ella sale no es pensable sin la activa implicación de la Iglesia en aquella”. Víctima, pero también verdugo. Álvarez Bolado lee cientos de pastorales que le hacen abominar del nacionalcatolicismo y de la ideología de Cruzada, aún vigente. Cómo no asombrarse ante la circular del arzobispo de Santiago, Muñiz, de septiembre de 1936, prescribiendo que lo escandaloso no era que un sacerdote sentenciara prácticamente a muerte a un feligrés suyo, sino que le salvara la vida con un certificado generoso. En la misma línea, el obispo de Lugo, Balanzá, aconseja a sus sacerdotes que no den carta de buena conducta a personas que “en los últimos años no ayudaron al sostenimiento del culto y el clero, y desde hace unos meses se portan como si fueran católicos fervorosos” (dicho sea que un certificado de buena conducta del cura te salvaba del pelotón de fusilamiento).
Es verdad que, una vez desnucado el Estado por el golpe militar, se produjeron matanzas por “odio a la fe” (así las definen los obispos), pero lo es también que en la zona nacional se fusilaba a personas por no creer en Dios, o por pertenecer a un partido político o ejercer un cargo público (odio a la República). Lo que a Álvarez Bolado le enfada es lo que ocurrió más tarde, cuando estalla la paz: es decir, el exterminio de todo lo que no fuese nacionalcatólico, con matanzas, persecuciones y exilios que se prolongan décadas.
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