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AULA LIBRE
Tribuna
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El fracaso de la investigación

El autor defiende la necesidad de cambiar el sistema de gobierno de los campus españoles

El abandono político y económico de la investigación en España ha promovido numerosas protestas al Gobierno, a la UE y en los medios de comunicación, que algún día serán la memoria del fracaso español para alcanzar nivel de país desarrollado en el siglo XXI. Sin embargo, muy poco se ha escrito sobre los actores del sistema: principalmente el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y la Universidad, receptores del abandono y gestores necesarios del fracaso. Poco se puede decir del CSIC, en el que lo único que ahora importa es detener su destrucción. En cambio, la Universidad hay que reinventarla, como Universidad moderna o humboltiana, si queremos que sirva al desarrollo tecnológico.

Con este fin, una comisión de expertos, nombrada por el Gobierno, hizo pública recientemente su propuesta de reforma y de inmediato aparecieron voces críticas, algunas de rectores, aduciendo que el informe hace mucho énfasis en la investigación. Extraña crítica, si se considera la pobre aportación de la Universidad española al progreso del conocimiento, que ya he descrito en estas mismas páginas. Afortunadamente, la docencia es buena y los titulados españoles, al menos de las universidades más antiguas, son apreciados fuera de España, algo muy notable en algunas titulaciones como Medicina, Telecomunicaciones o Aeronáutica.

Para describir la situación bastan algunos datos de buenas universidades, que elegiré técnicas para que no haya dudas: el ETH de Zurich tiene 8.000 estudiantes de grado y 9.000 empleados, y al otro lado del Atlántico, el MIT tiene 4.500 estudiantes de grado y 11.000 empleados. Bajas ratios estudiantes/empleados —pocos estudiantes para muchos empleados— reflejan la actividad investigadora de la universidad. En España esas ratios oscilan entre 7 y 8, y varias universidades superan 10, frente a 0,9 y 0,4 en el ETH y MIT, lo que demuestra el escaso papel que la investigación tiene en las universidades españolas.

La LRU de 1983 hizo imposible la reinvención de la Universidad como institución investigadora

El problema es antiguo, pero la historia que ahora interesa empieza en 1983 con la Ley de Reforma Universitaria (LRU). En aquel momento la Universidad necesitaba dos reformas: de gobierno y de reinvención como institución investigadora. Pero la LRU abordó la primera haciendo imposible la segunda, porque diseñó un gobierno en el que los investigadores estaban en notoria minoría. Y como la investigación interesaba a pocos y perjudicaba a muchos con otras actividades, la evolución hacia un modelo de universidad moderna era imposible. Un control externo podría haber salvado a la Universidad de la LRU, pero el Gobierno no aceptó la propuesta cuando la LRU era aún un borrador.

Más tarde, en 1989, se constituyó la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (CNEAI) para asignar un complemento de productividad por investigación. Los miles de recursos jurídicos contra la CNEAI son prueba irrefutable del divorcio entre Universidad e investigación. Nada puede objetarse a los recursos contra las evaluaciones negativas. El divorcio se demuestra por el rechazo a la evaluación en sí, justificado como defensa altruista de la autonomía universitaria y apoyado sin fisuras por sindicatos, algunos partidos políticos y muchas universidades. Hubo tantos recursos contra el decreto de creación de la CNEAI que el Tribunal Supremo tuvo que hacer una reflexión para detenerlos.

La CNEAI dignificó la investigación en la universidad pero no modificó el amiguismo en la provisión de plazas, en las que la investigación solo contaba si convenía. Por ello, en 1993, el Gobierno creó una comisión, similar a la que ahora ha actuado, que propuso una reforma muy sencilla de la LRU, de carácter transitorio, diseñando una carrera docente con una mínima exigencia de evaluaciones positivas de la CNEAI. Esta solución se adoptó porque se sabía que ni el Gobierno ni el PSOE admitían reformar el gobierno de las universidades, que era la causa del problema. La modesta reforma llegó al Parlamento, pero el Ejecutivo cedió a las presiones, congeló el proyecto y cesó al secretario de Estado que lo impulsó —que previamente había sido seis años profesor de la Universidad de California—. Después de esto, la Ley Orgánica de Universidades (LOU) de 2001 y su reforma en 2007 ratificaron la forma de gobierno de la LRU, desoyendo críticas fundamentadas.

La desatención de algunas comunidades autónomas es inexplicable

En paralelo con lo descrito, las universidades se transfirieron a las comunidades autónomas, lo que añadía otra dificultad a su modernización, porque incluso en una España económicamente fuerte, el número de universidades de alto nivel investigador tendría que ser muy inferior al número de comunidades autónomas. Así que determinar su situación y financiación es la primera dificultad de nuestro desarrollo tecnológico.

Volviendo al gobierno de las universidades, LRU y LOU significan clientelismo y mal funcionamiento, donde la acción sindical se confunde con la acción de gobierno y coloca a la universidad al servicio de sus empleados. Así, mientras la Universidad funciona por el compromiso de algunos, docentes y no docentes, que mantienen una actividad que excede a sus obligaciones, otros permanecen inactivos, protegidos por un complejo entramado que los rectores no tienen capacidad real para romper.

Este entramado se extiende en múltiples direcciones y dos ejemplos lo muestran, uno con el profesorado y otro con el personal de administración y servicios (PAS). El primero: el artículo 11 de la LRU, después 83 en la LOU, autoriza a los profesores a hacer trabajos técnicos en la jornada laboral, que se cobran además del sueldo. El problema es complejo, pero no tanto cuando son servicios triviales que podrían competir deslealmente con la actividad privada, que se autorizan sin analizar y además se gravan con cánones ridículos. El volumen económico del artículo 83 es unas 15 veces más alto que las licencias de patentes, pero algunas universidades superan la media enormemente.

El PAS no tiene artículo 83, pero a cambio cada elección de rector puede suponer aumento de salario o disminución de jornada, o ambas cosas, si triunfa el candidato adecuado. Tomando como indicador salarial los contratos de personal en los proyectos de investigación, el nivel en algunas universidades supera en un 40% el nivel del CSIC, que es la referencia. Con respecto a la jornada laboral, lo estipulado en el convenio de la Comunidad de Madrid (CM) es ilustrativa: “La jornada ordinaria de trabajo será de 1.470 horas anuales —en el CSIC son 1.647—, con un promedio semanal de 35 horas. En todo caso, se respetarán las condiciones más beneficiosas existentes en cada universidad. Es decir, cuatro días a la semana de 9.00 a 13.00 estaría dentro del convenio. Esta es una exageración retórica, pero la realidad lo parece.

En este proceso, la desatención de algunas comunidades autónomas es inexplicable. En la CM, los recortes y la falta de acuerdo entre universidad y sindicatos han llevado a la Universidad Politécnica de Madrid a despedir al 15% del PAS. Ese recorte no va a afectar a la docencia pero va contra la investigación, por las razones de ratios arriba discutidas y porque los despedidos trabajaban. Por eso, es inexplicable que CM, universidad y sindicatos no hayan llegado a un acuerdo para evitar unos despidos que son socialmente inaceptables y perniciosos para la institución, cuando la comparación con el CSIC demuestra que había margen para negociar. Y hay preguntas sin respuesta: ¿por qué la CM desmantela la investigación en las universidades mientras deja de cobrar impuestos transferidos? Algunas comunidades no hacen esto, pero de poco le va a servir a España si solo son algunas. Este desconcierto predice que al final del siglo XXI España estará todavía más lejos que ahora del norte de Europa.

Incluso asumiendo este pesimismo, modernizar la universidad es una obligación política desatendida demasiados años, tanto por el PP como por el PSOE. Por eso, transformar el informe de la comisión de expertos en Ley de Universidades es vital. Sin duda, hay detalles que pueden modificarse, pero no su mensaje o su propuesta de gobierno de la universidad. Sería terrible que el PP hiciera ahora lo que el PSOE hizo en 1994.

Alonso Rodríguez Navarro es profesor emérito en el Centro de Biotecnología y Genómica de Plantas de la Universidad Politécnica de Madrid.

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