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Tribuna
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Hablar, hacer ciencia y gobernar

La política es quizás la disciplina en donde mayor provecho uno puede sacar de un buen uso de la demagogia; al contrario que en ciencia, en donde el perpetrador podría acabar irreversiblemente rechazado por toda la comunidad.

La tecnología podría definirse como un desarrollo consciente de nuestra especie. La tecnología cambia nuestro estilo de vida y en este sentido, es posible que después de eones nos modifique a nosotros mismos como creadores. Sería como una reconducción antropomórfica de nuestra propia evolución. ¿Tenemos algún ejemplo de un desarrollo tecnológico de este calibre? Desde luego, el lenguaje. Nuestra sistematización inteligente de la forma en que nos comunicamos ha reconducido la forma en que ha evolucionado, no sólo la parte de nuestro organismo que permite emitir sonidos sino, de una forma más importante, nuestra inteligencia. Hoy somos más inteligentes porque sabemos hablar. Pero también, sabemos comunicarnos cada vez mejor porque somos más inteligentes.

No en vano, inventamos la escritura, una tecnología más reciente que afecta a nuestra forma de comunicarnos. Escribir bien no es un atributo, ni probablemente un simple destello de nuestra evolución, sino una necesidad por adaptarnos al mundo social que nos hemos decidido a explotar. El lenguaje es el sistema operativo de las sociedades animales avanzadas, un conjunto de protocolos sin el cual no podríamos coordinar con precisión las diferentes actividades que nos hacen pervivir en el jardín terrenal. Quizás es demasiado pronto para sentir su calado pero no lo es para darnos cuenta de que el desarrollo de la ciencia es una consecuencia pero también una expresión del lenguaje.

Una forma de entender la ciencia dentro de las demás estrategias de adquirir conocimiento es asumiendo que todo se reduce a explicar las cosas con diferentes niveles de lenguaje. En esta presunción, las matemáticas y la lógica serían de los niveles más sintéticos y precisos, a la vez que más abstractos, mientras que los idiomas serían las formas más naturales y estéticas de extender y contrastar nuestras ideas con el resto de miembros del grupo. Los idiomas representan una evolución regular de nuestra comunicación que parte de sonidos primigenios, y la ciencia representa un salto cualitativo, una innovación en la tecnología lingüística. Los científicos estamos exponiendo la realidad en un lenguaje, al fin y al cabo. Un lenguaje, sí, pero que sin la transcripción adecuada a los niveles idiomáticos se reduciría a un esfuerzo inútil; sólo haríamos que llegara a nosotros mismos, los científicos, personas desinteresadas por lo general en las consecuencias de sus propios hallazgos.

En la transcripción se pierde información; de hecho, esto es una consecuencia del segundo principio de la termodinámica. Pero no es excusa para no comunicar, no es excusa para que el científico rehúya a su compromiso con la sociedad, el ente mecénico moderno. El ADN se traduce en proteínas con una tasa de error superior a la de la simple copia de los genes; y esto, más que un peligro, es una ventaja a largo plazo para la pervivencia de la especie. La comunicación es también por tanto nuestra labor, una labor que enriquece el hecho de poder entender la realidad.

No sorprende ya hoy a un investigador ISI (aquél cuyo trabajo está reconocido internacionalmente por el Institute of Scientific Information) que publicar un artículo venga cargado de tanta exigencia literaria, sea o no en el idioma nativo, porque en el fondo tal esfuerzo construye la autocrítica de nuestro trabajo. Entonces, ¿transmitir? Sí, pero transmitir bien. Que la transmisión de información conlleve inevitablemente la producción de errores, y que esto pueda ser beneficioso, no debe darnos pie para cambiar intencionadamente el rigor por la estética; o, peor, por la demagogia. Desgraciadamente para eso también hay expertos, además de los que toman decisiones por todos. Si no transmitir nos detiene y a la postre nos puede hacer retroceder, hacer demagogia provoca involuciones que destruyen el estado de bienestar. No hace falta referenciar aquí a grandes demagogos con capacidad de destrucción masiva; elementos de nuestra especie que han convertido en cenizas a pueblos y culturas, como transcripciones erróneas que amplificadas han desembocado en auténticos tumores sociales.

La política es quizás la disciplina en donde mayor provecho uno puede sacar de un buen uso de la demagogia; al contrario que en ciencia, en donde el perpetrador podría acabar irreversiblemente rechazado por toda la comunidad. Si el contraste progresista-conservador es una necesidad evolutiva, las biopsias democráticas deben suponer un compromiso político para la eliminación de la información inútil o destructiva en las sociedades humanas. Ciencia, educación y cultura definen el triángulo que contiene a cada sociedad; tres vértices protectores del bienestar. Tres vértices sostenidos por el lenguaje pero vulnerables al mismo en manos de los ingenieros de la demagogia.

J. Ricardo Arias González, Investigador del instituto IMDEA Nanociencia y del Centro Nacional de Biotecnología.

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