Comer templado
“Prefiero los sabores subrayados, igual que las emociones”

Uno de los primeros días después de dar a luz, ya de vuelta en casa, mi marido y yo intentábamos comer con el llanto de nuestra recién nacida como música de fondo. La escena de unos padres primerizos levantándose a turnos de la mesa en dirección a la cuna, con la comida en la boca y poseídos por esa sensación de estar engullendo —el acto de comer desprovisto de todo placer—, es puro material de parodia. Después de sentarme por enésima vez a intentar terminar mi plato, recuerdo que me asaltó este pensamiento: “Se acabó. Nunca más volveré a comer caliente’’.
La mera idea desencadenó mis ganas repentinas de llorar, seguramente propiciadas por el desbarajuste hormonal del posparto, pero también porque si algo me perturba casi tanto como no comer es comer templado. Unos grados de desatino son suficientes para que un plato perfectamente apetecible pase a ser anodino. Sírvase frío o caliente, pero por favor: evitemos lo templado. La pérdida de temperatura y de carácter son correlativos: un guiso, una lasaña, los arroces, un simple filete, you name it. No puedo empatizar con quienes sueltan eso de “para mí está bien’’ cuando, en una mesa compartida, se sirve un plato al que objetivamente le faltan unos grados. Cuando digo “templado” quiero referirme a unos grados por debajo (o por encima, en el caso de los platos fríos) de la temperatura que permite apreciar todos los matices que un bocado puede ofrecerte. ¿Un gazpacho templado? Tan mala idea como una sopa templada.
La lengua cuenta con unos receptores térmicos que han de desperezarse al entrar en contacto con la comida: el calor los estimula, el frío los estimula. ¿Lo templado? Meh. ¿De verdad hay gente que es indiferente a la temperatura? ¿Somos pocos los extremistas que consideran que comer a una temperatura inadecuada es lo más parecido a no comer? Sin embargo, esa cualidad que tanto me disgusta en el entorno de la mesa es más que deseable en el plano humano: la templanza, esa virtud cardinal que tiene que ver con la contención y el autodominio.
¿Por qué, aplicada al alimento, esa “templanza” me resulta un defecto? ¿Cuál es el trasfondo? ¿Comer templado equivale a vivir templado? Y lo que más me inquieta: quienes preferimos la comida o muy caliente o muy fría, ¿buscamos la misma radicalidad en nuestras vidas? Comer templado se presenta en mi mente como una forma de conformismo. Prefiero los sabores subrayados, igual que las emociones. Comer o vivir templado es renunciar a lo excitante para aceptar lo meramente comestible. ¿O quizás no? Los monjes taoístas, consagrados a la conquista del equilibrio entre los opuestos, ¿siempre comen templado, haciendo honor a esa búsqueda? El otro día dispuse unos quesos en la mesa para compartir con mis padres. Al llevarse a la boca un trozo de Camembert, mi madre dijo: “Está frío. Necesita atemperarse”. Así era. Al momento caí. Claro que los templados también tienen su lugar. En el queso, por ejemplo, el frío bloquea las grasas, mientras que el calor las destruye. El disfrute de este producto se encuentra en el temple, pues solo así despliega el rango de matices tan amplio que puede llegar a presentar. En ocasiones, los extremos solo restan, bloquean, inmovilizan o estresan. Y quizás el secreto no esté en dominar el arte de la templanza sin más, sino, como con los alimentos, en saber identificar cuándo lo estimulante reside en encontrar la justa medida. Como un paseo en otoño: sin frío ni calor, entregándose a un sol que ilumina sin quemar y a una brisa que acompaña el paso sin urgir la vuelta a casa.
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