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No del todo blanco
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ‘dolce vita’ que no quiero vivir

Antes de lanzarse a leer las críticas, es preferible forjarse un juicio propio

Clara Diez
Plató S Moda

Apenas minutos después de terminar el capítulo con el que finaliza Ripley, la adaptación de Steven Zaillian de la novela El talento de Mr. Ripley, de Patricia Highsmith (famosa gracias al éxito de la película de 1999, con un Matt Damon brillante), me topé con la crítica despiadada que Jo Ellison (editora en el Financial Times) hacía, tachándola de “mortalmente aburrida’' y falta de carisma. Está claro que antes de lanzarse a leer cualquier crítica, es preferible haberse forjado un juicio propio, en aras de salvaguardar la integridad de la opinión de cada uno.

No comparto el punto de vista, pues en mi caso he disfrutado de cada uno de los fotogramas de Ripley. A pesar de la historia per se (o su desenlace) siempre me ha generado cierto rechazo (me resiente ver ganar a los malos), he descansado en su ritmo lento y pegajoso, me he forzado (y lo he conseguido) a disfrutar de la sobriedad del blanco y negro y me he recreado con la banda sonora y con cada una de las interpretaciones. Especialmente la de Dakota: ¿cómo una ceja elevada puede ofrecer tanta información? Solo ella lo sabe. Pero, ¡ah! El peso de las opiniones disidentes. Leer la de Ellison me hizo recordar un pensamiento inquisitivo que yo misma había intentado acallar y que ahora volvía a alzarse. ¿Dónde está la comida? Apenas existen escenas en las que aparezcan componentes gastronómicos, ni siquiera como recursos para retratar esa dolce vita en la que los americanos se encuentran sumidos en su adorado Atrani. La costa amalfitana, Nápoles, Roma, Palermo, Venecia: todos, destinos gastronómicos de ensueño que no forman parte del retrato, otrora minucioso, que Zaillian realiza de la Italia vivida por el trío Ripley-Greenleaf-Sherwood. Sabemos que beben amaro, Martini y Cinzano (todo alternado con espressos) y se mencionan el prosciutto, el queso y las olivas —es lo que Dickie le ofrece a Marge después de olvidar su cita en el restaurante La Sorelle—, pero ninguno de los alimentos aparece en escena. ¿Por qué? El brillo cristalino de unas aceitunas o la película de grasa de unas láminas de queso hubiesen aportado destellos interesantes a la imagen en blanco y negro.

Resquicios de realidad, detalles para creerse la historia. Quizás a eso se refería Ellison cuando dice que la adaptación está “vacía de vida humana’'. Solo en el primer episodio vemos a Ripley sentado frente al plato de ostras al limón (recurso para referirse a la capacidad adquisitiva de la familia Greenleaf) que le ofrece la madre de Dickie. En la novela, Highsmith otorga el mismo peso a las referencias que nos sumergen en la dolce vita (Dickie calzaba Ferragamo, el perfume de Santa Maria Novella, las maletas son de Gucci: todo esto sí aparece en la serie) que a las gastronómicas, consciente de que el ecosistema italiano no se entiende sin su vertiente culinaria. Todos forman parte del retrato de la Italia ripleyriana original.

La siguiente conclusión, emitida por Ripley acerca de lo inoportuno que resulta hacerse con un frigorífico, sirva para indultar la ausencia de los alimentos que se guardan en su interior. Me parece una síntesis de lo que supone hacerse mayor: “Prefiero colgarme antes que comprar un frigorífico. Primero llega el frigorífico y luego el ‘quedémonos a vivir aquí, ya que cuesta moverlo. Y ya que nos quedamos, compremos un sofá y otras cosas pesadas. Pidamos una hipoteca, ya de paso. De repente eres viejo y no has ido a ningún sitio; de pronto te mueres, y todo por culpa de contar cubiteras”.

Clara Diez es activista del queso artesano.

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