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Sara del Arco, asesora en salud sexual: “Hay quien cree que el VIH no existe y deja el tratamiento”

La investigadora y educadora convive desde que nació con el virus que causa el sida, como 150.000 bebés que cada año adquieren en todo el mundo la infección de su madre portadora durante el embarazo

Sara del Arco fotografiada en Madrid.
Sara del Arco fotografiada en Madrid.Berta Delgado
Aser García Rada

La vida de Sara del Arco (Ceuta, 32 años) ha sido de una dureza nada convencional. Lo explica, cómoda y sonriente, a EL PAÍS en una cafetería del madrileño barrio de Chamberí, que es uno de sus “sitios de confianza”. Como el hospital Gregorio Marañón, que para ella es otro de esos “espacios seguros en los que no tienes que estar actuando”. Allí pasó media infancia a causa del VIH, con el que convive desde que nació. Esta infección crónica, y las múltiples terapias recibidas para contenerla, han moldeado un cuerpo pequeño que rebosa coraje y determinación, los que utiliza para reivindicarse y acompañar a quienes atraviesan situaciones similares.

El de esta asesora en salud comunitaria es un caso de transmisión vertical, desde una madre portadora durante el embarazo, el parto o la lactancia. Pese a que los antirretrovirales y controles prenatales hacen que en España estos casos sean anecdóticos, el virus causante del sida se transmite así a 150.000 personas cada año en el mundo. Tras haber crecido superando el estigma y los retos que afrontan quienes adquieren una infección temprana de VIH, Del Arco se formó para revertir la falta de educación sexual y la información contradictoria que recibió como paciente en su entorno social. El 1 de diciembre se conmemora en todo el mundo el Día Mundial del sida.

Pregunta. ¿Cómo fue su infancia?

Respuesta. Nací y crecí en Ceuta, aunque no me he criado con mis padres biológicos y prefiero hablar de contexto de crianza. Mi tratamiento no funcionaba y con 7 u 8 años me trasladaron, ya sin padres, al Marañón. Estaba sin defensas y me aislaron, me daban por desahuciada, pero como era una niña decidieron tratarme. Ahí conocí a mi doctora, Marisa Navarro, que entonces era residente [hoy es pediatra especialista en enfermedades infecciosas de ese centro hospitalario y responsable de CoRISpe, la cohorte nacional de pacientes pediátricos con VIH].

P. De sus médicos dice que, antes de su profesionalidad, descubrió su humanidad.

R. Hicieron de familia. Por mi cumpleaños, médicos y enfermeras me regalaban libros, se deshacían conmigo. Marisa hizo un seguimiento muy humano porque yo no tenía familia a la que referirse. No se lo puse fácil porque tengo carácter, habiendo visto la muerte de mi madre biológica. Cuando ella venía a Madrid para su seguimiento médico, yo iba a visitarla. En una de esas visitas, con 6 o 7 años, sufrió un ictus y falleció. Antes de trabajarlo con psiquiatría infantil, tenía muchas pesadillas.

P. ¿Cómo fue el proceso desde el hospital hasta su adopción?

R. Mi tía no quiso responsabilizarse de mí. Mi abuela materna podía, pero por su edad y la complejidad de mi cuidado, se descartó. Al salir del hospital, quedé para adopción en una residencia de monjas. En un reingreso conocí a una de mis hermanas, que iba de voluntaria. Es una historia muy bonita que algún día escribiré. Como estaba inmunodeprimida, entraba con un EPI en la zona de aislamiento un día por semana. Luego los domingos, los días libres. Les contó mi historia a sus padres, mis padres ahora. Al principio pensaron que se le pasaría. Cuando volví a la residencia, venía y me traía pepinillos, que me gustaban. En otro reingreso, con 10 años, vinieron sus padres y me preguntaron si querría ser parte de su familia. Respondí que sí, que si podía ayudar en algo [ríe].

P. ¿Cuándo se le comunicó lo que le pasaba?

R. En casa. Intuía algo, pero no conocía las tres letras. Mi madre me dijo que ella también tomaba medicamentos, aunque esto era más complejo porque la sociedad no sabe. En mi familia todo se comentaba, no era nada oculto, lo que ayudó a que mi carácter se mantuviese fuerte, no tenía que esconder nada.

P. Cuenta que al principio era como un juego.

R. Tomaba 30 pastillas y un jarabe los fines de semana. Mis hermanos bromeaban: “Es hora de los Lacasitos”. Recuerdo a uno de mis pares [personas en situación similar] que en su casa tenía sus propios platos, cubiertos y toalla, no compartían nada. En mi caso, los platos y las chucherías eran de todos, mordía el bocata de mi hermano… Porque no hay problema y porque mis padres sí estaban informados y habían informado a sus hijos antes de adoptarme. Quiero que el resto de la gente viva así.

P. ¿Cómo fue su adolescencia?

R. Dura porque descubrí que mi vivencia era idílica. Muchos de mis pares crecían con abuelos o tíos porque sus padres habían fallecido y se les criaba de forma mucho más ocultista. Yo lo consideraba mi secreto, pero lo compartía con quien quería. Empecé a investigar qué se sabía en mi entorno. Descubrí que mi secreto era una pandemia.

P. ¿Cuándo lo empezó a contar?

R. Primero, soltaba el bombazo: “¿Qué sabes de esto? Del asma o las alergias sí, pero de esto ni idea, ¿no?”. Hay personas que consideraba amigas y dejaron de serlo, por eso suelo tener amistades mayores que yo. Es otra parte de mí y les da igual. También fueron dolorosos algunos mensajes: “No vas a encontrar pareja”, “no vas a poder desarrollarte sexual ni afectivamente”.

P. Y entonces, ¿cómo abordó el sexo?

R. Parece que tendría que proteger a la otra persona, algo que no acepto. Hablé con Marisa y le dije: “Yo no soy responsable de nadie, si me enrollo con alguien, tiene la misma responsabilidad conmigo”. Incluso más, porque a lo mejor me transmite algo que a mí me afecta más. La mayor parte de mi espacio vital es cuidarme, mantener a raya este virus. Su respuesta fue: “Totalmente, es una responsabilidad compartida”.

Después descubrí que la sociedad no está educada y yo tenía las de perder por diferentes aspectos de mi identidad. La primera vez que me enamoré, mi padre me dijo: “Tu vida tiene que ser como la de cualquier persona. Cuando consideres, lo cuentas, pero asumes el riesgo de que la otra persona no esté informada”. No puedo decidir por nadie ni cambiar a nadie, pero tampoco quiero que me cambien a mí. Si estoy en la diana de la sociedad, pues me voy a cuidar, es lo único en que he sido estricta. No es solo usar métodos preventivos; me informo, pregunto, sé a lo que me expongo.

P. ¿Hubo algún momento determinante en esa toma de conciencia de la falta de educación sexual alrededor del VIH?

R. Cuando mis amigas me presentaron a un chico en una cena. Le di dos besos, hablamos, y me suelta: “Nunca he estado con una persona negra”. Tras mi recorrido aprendiendo que no soy un objeto, que me cuido, pensé que era la persona idónea para soltarle: “¿Y negra con VIH?”. Se le abrieron los ojos de espanto: “Pero te he dado dos besos”. Y yo le sugerí que fuera a urgencias. Y lo mejor es que fue. Primero, no quería gastar mi energía en informarle. Tampoco le deseaba nada malo, claro. Segundo, en urgencias se iba a dar de bruces con su ignorancia.

P. Usted es mujer, negra y vive con VIH, tres motivos de discriminación. ¿Cómo lo lleva?

R. A nivel colectivo, me enfado casi a diario. Por ejemplo, el feminismo no cuenta con la perspectiva de las mujeres negras, la gente no quiere ser flexible. ¿Qué se admite? Solo tu percepción. Es algo a lo que me he negado en esos tres aspectos de mi identidad. A veces lo que hago es espantar a la gente, darles dos besos.

P. ¿Dónde se encuentra la sociedad?

R. En un punto regresivo. Esto no es solo responsabilidad nuestra, también se tiene que abordar desde las instituciones, como la prevención del cáncer. A mi ginecólogo le digo: en algún momento querré ser madre y cuando toque, quiero que estés listo. Yo conozco mi cuerpo y mis tiempos; sé cómo se gestiona en mi organismo, pero es una negociación. Llevo negociando desde los 7 años.

P. ¿Se prestan los médicos luchar contra los estigmas de ser portadora?

R. Muchos no saben y otros no quieren por su situación de poder. Otros tienen miedo a identificarse con ello, quienes se dedican a esto están desprestigiados. Como si fueran menos válidos que un cirujano. Y eso que nos acompañan emocionalmente, o investigan generando avances que han servido incluso para tratar personas con cáncer, hacia quienes todo el mundo siente empatía. Ni siquiera se reconoce a las enfermedades infecciosas como especialidad propia.

P. ¿Relaciona esas carencias con el estigma general sobre el VIH?

R. Sí. En los centros de salud no conocen bien la profilaxis Post-Exposición [PPE, fármacos administrados tras un posible riesgo para prevenir la infección]. Durante la covid todo el mundo se puso al día, aquí no. Me da rabia y me avergüenza.

P. ¿Cómo ejerce su acompañamiento y asesoría en salud sexual?

R. Con entidades asociativas, cuando alguien lo solicita. Si me preguntan por redes sociales, les refiero a entidades cercanas. Es un acompañamiento emocional ausente en muchos espacios sanitarios. Participé en Fast Track Cities [proyecto para dar respuesta acelerada al VIH a nivel municipal], que aquí llevaron los investigadores Carlos Iniesta Mármol y Nuria Gallego Márquez. Descubrimos que muchos diagnósticos se pierden por mala acogida de los médicos.

P. ¿Qué retos afrontan quienes adquieren una infección temprana de VIH?

R. La transición de pediatría a las consultas de adultos y la aceptación de la infección. Como la medicación funciona y la infección no se ve, algunas personas creen que no existe, sienten desconfianza y rechazan los tratamientos. Yo les diría que cuando se ve, es malo: cuando empiezan las lesiones en la piel, el estadio ya es grave, de sida. También que consulten todo, pero no en Google, sino con profesionales, amigos o pares: con personas.

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Sobre la firma

Aser García Rada
Es periodista 'freelance' especializado en información sobre salud, pediatra y doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid. Ha colaborado con medios como Público o elDiario.es. En la actualidad escribe en EL PAÍS, la Agencia SINC y The BMJ.
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