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Liz Parrish contra la ciencia: el lucrativo negocio de los megarricos que quieren ser eternamente jóvenes

La empresaria asegura haber rejuvenecido tras pincharse una terapia génica ilegal probada en ratones. Los científicos discuten sus logros

Liz Parrish juventud
La empresaria biosanitaria Liz Parrish.Longevity World Forum
Enrique Alpañés

A todo el mundo le gusta una buena historia y Liz Parrish sabe que la suya tiene todos los ingredientes para serlo. Tiene un niño enfermo y una madre abnegada, científicos malvados que conspiran contra la humanidad, experimentos genéticos ilegales y un negocio furtivo de megarricos que viajan a aguas internacionales en busca de la juventud eterna. Ella la cuenta con la fluidez de una conferenciante de TED Talk y el carisma de una estrella de Hollywood. Con la seguridad y la jerga de una genetista. No es ninguna de estas cosas, pero lo parece. Algunos la señalan como una antisistema, otros, como una farsante. Y los científicos que trabajan en este campo discuten sus logros. Ella sigue trabajando ajena a las críticas y dice que solo quiere contar su historia. “Los medios la han tergiversado mucho”, dice. Así que clava sus ojos verdes en su interlocutor, da un sorbito a su café, y empieza a narrarla desde el principio.

En 2011, Parrish era un ama de casa estadounidense de mediana edad con dos niños y un extraño interés por la genética. Empezó a estudiar la carrera de ciencias, pero la dejó. Aquella experiencia la llevó a involucrarse en una plataforma por la defensa del uso de células madre en la medicina. Era la época en la que el presidente George W. Bush había congelado los fondos públicos para este tipo investigaciones por sus implicaciones éticas.

En 2013, uno de los hijos de Parrish fue diagnosticado con diabetes tipo I, una enfermedad autoinmune en la que el páncreas deja de producir insulina. Esto lo cambió todo, explica. Ella asegura que era la primera vez que acudía a una consulta médica con uno de sus hijos, y la experiencia no fue buena. Parrish no preguntó por plumas de insulina, medidores de azúcar y control de dietas. Interrogó al doctor sobre la posibilidad de usar terapias génicas experimentales, algo que el médico no se tomó especialmente bien. “Me hizo sentirme fatal por preguntar, como si fuera una persona horrible. Pero mientras tanto, había niños que morían”, narra afectada. “Estaban tratando mis preguntas como un ataque al sistema y no tenían respuestas para mí”. Así que decidió buscarlas por su cuenta.

Parrish explica que se reconvirtió en científica para curar a su hijo. No tiene ningún título en medicina o biología, pero defiende que ha ido a muchos congresos y se ha formado por su cuenta. Fundó una empresa tecnosanitaria, Bioviva, para recaudar fondos e investigar las terapias génicas que combaten enfermedades relacionadas con el envejecimiento. Fichó a expertos genetistas muy reconocidos en el campo, como George Church, profesor en Harvard y el MIT. Y cuando vio que había llegado al límite del conocimiento científico, se decidió a adentrarse en territorio inexplorado. En lugar de continuar con la experimentación con ratones, la probó en humanos.

Decidió hacerlo en ella misma y hasta siete veces, para lo cual ha tenido que viajar primero a Colombia, después a aguas internacionales para escapar de la legislación de la mayoría de países occidentales. “Alguien tenía que hacerlo”, se justifica al ser preguntada. “Y si alguien podía morir, prefiero ser yo la que corre el riesgo”. Parrish no murió, pero el tratamiento tenía un efecto secundario que ella conocía y aceptó de buen grado: un rejuvenecimiento a nivel epigenético. Como si se tratara de un personaje de Marvel, esta empresaria científica se arriesgó para convertirse en la primera humana que, en lugar de envejecer, rejuvenece. Eso es lo que asegura Parrish, que en uno de los 12 biomarcadores con los que se mide el envejecimiento, los telómeros, ha rejuvenecido más de 30 años. Ella es la primera mujer en hacerlo, pero no la única, confiesa.

Dice que su empresa solo asesora y que es rentable gracias a donaciones e inversiones privadas. Pero cuando se le pregunta si hay más gente que haya probado este cóctel ilegal, asiente. “En el turismo médico la gente está vendiendo terapias genéticas. Hay muchas personas que han tomado la misma terapia que tome yo”, reconoce. El interés que ha despertado su caso ha puesto en marcha un pequeño y lucrativo negocio de megarricos dispuestos a seguir sus pasos y a pincharse un cóctel genético ilegal bajo la promesa de la juventud eterna. En los últimos años, países como Panamá y Honduras han cambiado sus leyes para permitir este tipo de terapias génicas y convertirse en la cuna de esta pequeña industria millonaria.

Liz Parrish
Liz Parrish en un momento de su presentación en el Longevity World ForumLongevity World Forum

Liz Parrish tiene 53 años, pero parece mucho más joven. Cuando gesticula no se le forma ni una sola arruga y sus pómulos son turgentes como melocotones. Al ser preguntada por ello, asegura no haberse hecho ningún retoque y dice que la estética no tiene un lugar importante en toda esta historia. Quiere ser joven eternamente, no necesariamente parecerlo. Sin embargo, basta echar un vistazo a las numerosas entrevistas y reportajes que ha protagonizado estos últimos meses para constatar que su aspecto juvenil es lo primero que destaca la prensa. En los cuentos modernos sobre juventud eterna, desde El retrato de Dorian Grey hasta la reciente The Substance, el físico es tan importante como la salud. En la vida real también. La estética juega un papel importante en todo esto, reconoce a regañadientes Parrish. Puede ser una meta y desde luego es la carta de presentación de su empresa.

A todo el mundo le gusta una buena historia, pero la de Parrish es tan buena que muchos científicos la ponen en duda. Critican su falta de ética y legalidad. Señalan que los resultados no han sido publicados en revistas científicas serias (no pueden serlo al no cumplir los requisitos legales) así que no son válidos. Y sospechan que sus palabras son exageradas con una finalidad comercial. En cualquier caso, su historia abre debates lícitos que muchos en este sector se plantean. Y explica muy bien cómo funcionan los lentos avances científicos, el negocio de la longevidad, la regulación legal de los experimentos y la obsesión por la belleza y la juventud eterna.

Atajos peligrosos

Liz Parrish explicó cómo funciona su empresa en una ponencia en el Longevity World Forum de Alicante, al que acudió EL PAÍS. Entre bastidores, escuchaba atento Salvador Macip, director de los Estudios de Ciencias de la Salud de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y catedrático de la Universidad de Leicester (Reino Unido). “Fue una charla brillante desde el punto de vista del marketing”, explica Macip, que dirige un laboratorio de investigación en cáncer y envejecimiento. “Además, hay que reconocer que en la base hay un trabajo científico válido, importante, que está haciendo su compañía”, subraya. “Pero, por otro lado, hay una urgencia que les hace correr e intentar saltarse toda la lógica científica, y la ciencia es lenta, para tener resultados necesitamos tiempo. Parrish quiere ser joven ella, no que lo sean sus nietos. Y esto hace que coja atajos peligrosos. Todavía no entendemos como funciona esta tecnología”.

En el discurso de esta empresaria hay una especie de negacionismo a la inversa. Su discurso es el contrario al que muchos popularizaron contra la vacuna de la covid. Entonces hubo quienes dijeron que era un fármaco experimental y se había aprobado su uso demasiado pronto, explicando esta rapidez con locas teorías de la conspiración. Parrish se va al extremo contrario. Dice que “los investigadores solo quieren investigar porque les interesa, ahí está el negocio”. Habla del dinero que generan ellos, pero no del que factura su empresa, sobre la que da respuestas genéricas. Dice que el tratamiento al que se ha sometido ella debería estar disponible para todo el mundo y que “retrasarlo en realidad es casi una forma de asesinato”. Repite varias veces a lo largo de la entrevista, de unos 40 minutos, que 36 millones de personas mueren cada año por no haber aprobado las terapias génicas. No explica de dónde ha sacado este dato. “Tanto en el caso de los negacionistas como en este es no saber cómo funcionan los tiempos de la ciencia”, lamenta Macip. Aunque él mismo, y casi todos los expertos en el sector, reconocen que las terapias génicas no van tan rápido como deberían.

Las terapias génicas son unas técnicas que utilizan los genes para tratar o prevenir enfermedades. Se suelen realizar inyectando un virus inocuo con un carrete de ADN humano normal para sustituir a uno anormal que tiene el paciente. Es una forma de corregir las erratas biológicas que puede contener el libro de instrucciones genéticas con el que nace cada persona.

En un principio, las terapias génicas iban a revolucionar la medicina, pero en los años noventa, se les atribuyó la muerte de varios pacientes con cáncer y se paró en seco. En los últimos años, se ha retomado el interés gracias a su uso en avances como la técnica CRISP. Pero su aplicación dista mucho de ser generalizada. Sus precios (entre los 100.000 y los varios millones de euros) la incertidumbre sobre su eficacia y algunas estrategias farmacéuticas han lastrado su llegada al mercado. Las terapias génicas son noticia y excepción. “En Bioviva están apretando para avanzar en este campo”, explica Macip. “Están consiguiendo financiación privada y reclutando a muchos expertos”. Y esto es bueno, considera, pues puede dar un empujón económico a un campo prometedor. “Va a favorecer a todos, a todas las enfermedades que se pueden tratar contra la terapia génica, no solo el envejecimiento”.

Telómeros y patentes

El problema es que Parrish no utiliza esta tecnología para corregir las erratas de su libro de instrucciones genéticas, sino para reescribirlo, cambiar la trama y hacerse más joven. Por eso sus inyecciones van dirigidas a un lugar concreto: los telómeros. “Los telómeros son las puntas de los cromosomas”, explica Macip, las puntitas de la X. Muchos genetistas los comparan con los herretes, ese recubrimiento de plástico que hay al final de los cordones para evitar que se deshilachen. Los telómeros protegen de la misma forma a nuestros cromosomas, pero se van desgastando con la edad, a medida que las células se dividen. “Hay muchos estudios que demuestran, pues, que los telómeros más cortos están asociados con la vejez, así que funcionan como un reloj celular”. Cuando un desconocido nos reta a adivinar cuantos años tiene, nos fijamos en su cara o en sus manos. Pero si tuviéramos un microscopio, sería mucho más eficiente mirar sus telómeros. Pero estos no son únicos. “Hay otros 12 marcadores biológicos conocidos”, explica el experto. “Y seguramente puede haber más”.

Liz Parrish se ha pinchado siete terapias génicas. Algunas de ellas son legales y han sido probadas en personas, como la que lleva instrucciones para bloquear una proteína que limita el crecimiento muscular. Pero la terapia que más ha llamado la atención es la que debería aumentar la producción corporal de una enzima llamada telomerasa, que repone estas capas protectoras en los extremos de nuestro ADN. Esto hace que Parrish, a sus 53 años, asegure que sus telómeros son tan largos como los de una persona de 25, aunque en otros biomarcadores como el hormonal, dice, sigue envejeciendo.

Esta terapia es eficaz en ratones según demostraron hace años investigadores del CNIO, capitaneados por su directora, la genetista María Blasco. El ensayo consiguió alargar su vida hasta un 24%. La investigadora española ha sido un gran referente para el trabajo de Parrish, pero Blasco no se muestra precisamente halagada. “No tenemos ninguna relación [con Bioviva], más allá de reclamarles que no infrinjan nuestras patentes, ya que esta tecnología está patentada por el CNIO”, señala en un intercambio de correos. Blanco explica que la prioridad de esta terapia con telomerasa “no es retrasar el envejecimiento y alargar la vida de las personas, sino poder tratar enfermedades degenerativas del envejecimiento primero. El objetivo es curar enfermedades”.

Hay un problema en la investigación de posibles curas del envejecimiento, y es que la vejez no es una enfermedad que deba ser curada. “Se pueden hacer ensayos clínicos con enfermos de cáncer, porque puede haber posibles efectos secundarios, pero la alternativa tampoco es buena”, explica Macip. “Pero con una población sana, darles un medicamento que pueda provocarles algo… No es ético”. El experto explica que la terapia más avanzada en este momento para, teóricamente, alargar la esperanza de vida, tiene efectos secundarios como la reducción drástica de las plaquetas. Además, explica, los experimentos en ratones tienen resultados evidentes en dos o tres años, la esperanza de vida media de los roedores. Pero la cosa cambia con humanos. Por mucho que diga Parrish, solo se podrá comprobar la veracidad de su tesis con los años, cuando envejezca y muera.

Estos son los principales campos de fricción entre la investigación de Bioviva y el consenso científico. Quienes critican a Parrish dicen que no es ético entrometerse en el proceso más básico e inevitable de la vida, que los riesgos son demasiado altos y las evidencias, cuando menos, dudosas. Parrish, por su parte, esgrime que sería poco ético no hacerlo, y ha construido un relato romántico y quijotesco de su cruzada. La historia de la ciencia está llena de genios que experimentaron en los límites de lo ético contra el consenso de sus colegas. Edward Jenner inoculó a un niño de ocho años sano la viruela de las vacas para darle inmunidad frente a la peligrosa epidemia de viruela en humanos. Su experimento, muy criticado en la época, funcionó y supuso la invención de las vacunas. Jonas Salk inyectó una terapia experimental contra la polio a su propia mujer y sus tres hijos. También funcionó y erradicó la enfermedad. Es fácil trazar un paralelismo y convertir la historia de Parrish, una madre abnegada que recaudó millones de dólares y se enfrentó al consenso científico, en una historia de superación. Pero esta historia tiene lados oscuros e intereses comerciales evidentes. Jenner y Salk han pasado a la historia de la medicina, pero sus casos son la excepción. Por cada figura como la suya que da la historia hay miles de charlatanes, vendeneveras y kamikazes con buenas intenciones que lo apostaron todo a una corazonada y perdieron.

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Sobre la firma

Enrique Alpañés
Licenciado en Derecho, máster en Periodismo. Ha pasado por las redacciones de la Cadena SER, Onda Cero, Vanity Fair y Yorokobu. En EL PAÍS escribe en la sección de Salud y Bienestar
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