La Red se hace al andar
Como la evolución es en todo momento arriesgada, la Red tiene un desafío: la constante renovación de los nudos necesita el artificial de la educación
Hace 3,6 millones de años, tres cuerpos erguidos caminan por la sabana. Dejan las huellas de un desplazamiento bípedo, tal como nos movemos ahora. Esos cuerpos, de dos adultos en fila y de otro de corta edad caminando al lado, mantienen y favorecen el fenómeno de una asombrosa expansión del cerebro, hasta triplicar en unos millones de años su volumen. Un ensayo evolutivo muy arriesgado, pero con un potencial desbordante.
Hoy el paisaje es suave, salpicado de acacias y moteado de pequeñas flores, amarillas y blancas y, en temporada, de las flores rojas que dan nombre masái al lugar, Laetoli. Pero en aquel momento de las pisadas, las cenizas por la erupción de un volcán próximo, Satiman, tapizaban la llanura. Una lluvia suave y el viento del este que traía en oleadas la ceniza consiguieron una maravillosa fosilización y preservación de algo tan efímero pero extraordinariamente expresivo como el paso de estos seres durante unos segundos.
Unos segundos que dan constancia de que está en marcha la gran expansión de la complejidad que supone el cerebro humano. Y con ella el conflicto evolutivo que trae, pues el cuerpo que lo sostiene «está al servicio» de los genes, que necesitan replicarse y diversificarse con la reproducción de los cuerpos (engendrar), y a la vez que estos dispongan de la eficiencia suficiente para mantenerse (comer), ya que una construcción así necesita mucha energía para no desmoronarse. Pero, cumplida esta misión, los cuerpos, tan costosos, deben desaparecer y dejar el lugar a los nuevos que han engendrado.
El problema entonces es que cuerpos como los nuestros son portadores de la estructura compleja del cerebro que pide más tiempo para desarrollar su inmensa capacidad, pero la vida del cuerpo que lo sostiene es demasiado corta para lo que puede hacer. Y esa maravilla que hace es abrirse más y más al mundo, que se muestra saturado de incertidumbre, y convertir ese ruido en orden, en música en su interior: tejer, por tanto, una tupida e inacabable conexión de neuronas, conectoma. Pero el tiempo que le da el cuerpo, suficiente para replicar el genoma, es muy escaso y frustrante para el conectoma. Ahí está el conflicto que amenaza con quebrar este gozne tan prometedor en la evolución.
¿Solución? Que se vierta. Que lo que sucede en el cerebro no se quede cautivo de su cuerpo y perezca con él. Que la música interior suene fuera. El lenguaje será la solución evolutiva. Y la verticalidad de estos seres ayudará a que el cuerpo evolucione para que se pronuncie la palabra con toda su riqueza sonora. Y con ella se crea otra red, en la que los nodos son los cerebros.
Lo que llamamos artificial es esta manifestación del cuerpo de la red, como la carne lo es de los genes.
A partir de ahí, todo va dirigido a hacer más potente la red. Aparece y se desarrolla otro cuerpo (ya no hecho de proteínas), que es el de los artefactos, y se pone al servicio del conectoma. Lo que llamamos artificial es esta manifestación del cuerpo de la red, como la carne lo es de los genes.
El desarrollo del cuerpo artificial, desde la primera lasca que la mano hace saltar, ha sido asombroso. Todos los artefactos, sencillos o extraordinariamente sofisticados, buscan proteger y amplificar los nudos de la red, es decir, a los individuos y sus actividades: que vivan más y mejor para que no se deshilache la red y que sus acciones naturales se potencien con las prótesis de sus artefactos. Por otro lado, los hilos de la red, gracias a los artefactos, se hacen más resistentes, más largos, más intrincados; de manera que la evolución natural nos proporcionó la palabra hablada para tejer la red y la evolución técnica y ahora tecnológica no ha dejado de potenciar —desde la escritura a la red digital— la capacidad de transmisión entre los nodos.
Bandas de cazadores recolectores, poblados de ganaderos y cultivadores, habitantes de aglomeraciones urbanas, y hoy una humanidad incorporándose a una red planetaria, la Red. Y como la evolución es en todo momento arriesgada, la Red tiene un desafío, y es que la constante renovación de los nudos, pues son cuerpos perecederos, necesita más que el proceso natural de la reproducción: necesita el artificial de la educación.
Cada vez es más exigente esa educación para la integración de los nuevos nodos, pues se necesita una intensa preparación y adecuación del cerebro. De no conseguirse, la Red se deshilachará de otra forma, pero con igual desintegración que las que han amenazado hasta ahora este camino evolutivo que protagonizamos. Así que hoy la educación es supervivencia. Más urgente, compleja y delicada que cuando dos generaciones caminaban juntas por Laetoli.
Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de Universidad Carlos III de Madrid
La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.