Riámonos de los terraplanistas
Sí, son ridículos los que niegan que la Tierra sea redonda. Pero el desprecio a la ciencia está muy extendido
Van a cumplirse 500 años de la expedición marítima que, con Magallanes y Elcano, dio la vuelta al mundo. Llevamos un siglo de vuelos comerciales que rodean el planeta miles de veces cada día. La órbita terrestre está saturada de satélites y chatarra espacial. Pero, ay, hay gente empeñada en que la Tierra es plana.
Un estúpido vídeo de Youtube que argumenta que vivimos sobre un disco suma 600.000 visitas (con la mía) y el canal tiene 100.000 suscriptores (ahí no cuenten conmigo). Las autoridades de EE UU han impedido a otro chiflado lanzarse en un cohete casero sobre el desierto de Mojave para observar que el planeta no es esférico, como una conspiración mundial nos ha hecho creer.
Los tiempos de la posverdad no podían ser favorables para la ciencia. Si los hechos pueden tener versiones alternativas, es que lo empírico no vale nada.
Los tiempos de la posverdad no podían ser favorables para la ciencia. Si los hechos pueden tener versiones alternativas, es que lo empírico no vale nada. Es raro: cuando más tecnología hay en nuestra vida, menos aprecio existe a los investigadores.
No es para tanto, responderá alguno. Siempre hubo delirios anticientíficos más o menos populares. En otros tiempos los iluminados creían ver ovnis (esos se refugiaron en el Canal Historia). La humanidad tiene una larga tradición de tragarse magias, supersticiones, horóscopos. Mientras las élites mantengan la fe en la ciencia, todo irá bien.
¿Y si las élites también se pitorrean de la ciencia? El hombre más poderoso del globo (sí, globo), Donald Trump, tuiteaba ante la Nochevieja más fría de EE UU: “Quizás podríamos utilizar un poco de ese viejo calentamiento global contra el que nuestro país, pero no otros, iba a pagar billones de dólares. ¡Abríguense!”. Es el mismo presidente, recuerden, que tuiteó el bulo de que las vacunas provocan autismo. Y su vicepresidente, Mike Pence, no es mejor: ha negado la evolución y hasta que fumar mata.
No son solo gracietas: son políticas. En EE UU, con Trump vino un recorte dramático de fondos para investigación, barra libre a las empresas en medio ambiente, la ruptura del pacto de París. Eso en un país, asómbrense, que ha liderado la ciencia mundial y la revolución digital. De España, ni hablamos. Los científicos claman contra la ridícula financiación (para mayor escarnio, el dinero presupuestado no se ejecuta), contra la burocracia que asfixia cualquier proyecto, contra el desprecio de aquellos de quienes depende el progreso.
Riámonos de los terraplanistas. Ya sabemos que las redes sociales pueden amplificar cualquier estupidez. Ya no echaríamos a la hoguera a Bruno o Servet: les humillarían en Twitter y les dejarían sin presupuesto.
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