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Firma invitada

Entre la robotización y la desautomatización del trabajo

Corremos el peligro de no ser capaces de aprovechar la tecnología para el crecimiento social, lo que frenaría el cambio y provocaría con lapsos de regresión, asegura el director de Transformación, Desarrollo y Talento de PRISA

Getty Images

El pasado julio Google concedió un premio de investigación, valorado en 700.000 euros, al programa RADAR (Reporters and Data and Robots) que lidera Blighty (el equivalente británico a America Associated Press o a la Asociación de la Prensa en España). El objetivo de RADAR es desarrollar un periodista robot que sea capaz de generar 30.000 artículos al mes, orientados fundamentalmente a recoger información de índole local para abastecer, entre otros, a medios independientes, regionales e incluso a blogueros. En paralelo, hemos podido conocer que el robot de The Washington Post (un software de inteligencia artificial bautizado como Heliograf) ha colocado 850 artículos en la web en sus primeros doce meses de vida. Entre las justificaciones que avalan la sustitución de fuerza de trabajo viva por esta “máquina”, quizás la más esperanzadora es que su implantación está permitiendo que los periodistas queden liberados de realizar noticias de “perfil bajo” o piezas rutinarias, pudiéndose dedicar a desafíos más estimulantes (Heliograf todavía demanda que un editor prepare una plantilla especializada para cada tratamiento con huecos en blanco que después va rellenando el software con la información actualizada; en última instancia, es el editor quien supervisa y publica la pieza).

Por lo tanto, el argumento central es que el robot puede aumentar la productividad dado que triplica el ritmo de publicación de un determinado tipo de artículos (limitados, de momento, a resúmenes con datos meteorológicos, resultados financieros, deportivos o recuentos electorales) a la vez que el profesional dispone ahora de más energía creativa para interpretar la realidad y, con ello, suponemos que disfrutará de más oportunidades para materializar su vocación y potencial (y así generar un producto más genuino y de mayor calidad). Lo que aún no se sabe con exactitud es si esta forma singular de elaborar “artificialmente” la información está siendo capaz de atraer y fidelizar más lectores de los que había previamente y, en consecuencia, si el nuevo sistema mejora su efectividad para atraer inversores y publicidad.

Como he ido apuntado en mis anteriores artículos publicados en EL PAÍS RETINA, está claro que en estos momentos el poder de la tecnología para perfeccionar las formas de trabajo (y, por ende, para que los profesionales puedan consolidar sus conocimientos y expresar más intensamente sus talentos, rompiendo con la monotonía y disminuyendo la alienación) es un factor contrastado cuyo peso seguirá incrementándose a medida que el conjunto de la sociedad siga convergiendo hacia una mentalidad abierta a una transformación estructural de la economía y, por tanto, de la cultura. De la misma forma, también he expuesto cómo este poder tecnológico puede ir en un sentido opuesto, lo que quiere decir que no seremos capaces de aprovechar la tecnología en todas sus dimensiones de crecimiento social: en este caso los cambios sucederían más lentamente y con lapsos de regresión, disminuyendo los beneficios de la innovación tecnológica sobre las personas o dificultando un mayor calado para sus potencialidades.

Es evidente que, en cualquiera de las dos direcciones posibles, el aminoramiento o incluso la eliminación de algunos tipos de empleo tal y como los hemos conocido se presenta como parte de un proceso histórico inevitable. Sin embargo, cabe preguntarnos si no es perjudicial que la sustitución tecnológica sea procrastinada en algunos sectores productivos alegando razones espurias que normalmente tratan de esconder el rechazo a procedimientos innovadores que naturalmente conllevan un riesgo evidente. Los riesgos procedentes de la rutina son igual de reales, pero se perciben con mucha mayor dificultad al estar basados en sistemas que funcionaron bien en el pasado. Así, resulta fácilmente comprensible que se prefiera contratar mano de obra viva si ello resulta más barato que la inversión financiera necesaria para acometer la automatización completa de un modo de fabricación o de un servicio (junto con su posterior coste de mantenimiento). Sin embargo, el escenario resultante de dicha lógica conservacionista podría desembocar en un proceso de desautomatización de ciertas actividades productivas que ya a finales del siglo XX habían sido definitivamente robotizadas.

El profesor de economía Ian Clark, de la Universidad de Leicester, lleva los últimos diez años investigando los múltiples efectos de la crisis de 2008 sobre el desarrollo de las relaciones entre trabajadores y empleadores, así como el impacto que ha tenido en la organización de nuevos modelos de negocio. Clark ha sido de los primeros en retratar en Gran Bretaña la tendencia a la ralentización en la inversión tecnológica en determinados ámbitos de la economía gracias a la contratación de mano de obra poco cualificada y, a menudo, en condiciones de explotación (sueldos mínimos y sin protección de sus derechos).

En su estudio de 2014 captó esta situación en el sector de la fabricación de ropa. Pese a que el empleo en dicha industria había aumentado notablemente gracias a una mayor demanda global y, sobre todo, a que diferentes marcas habían renunciado a la deslocalización de las fábricas (ampliado sus contratos con proveedores británicos), lo cierto es que las pequeñas empresas de manufactura textil no se preocuparon de realizar ningún tipo de reconversión tecnológica para encajar este aumento extraordinario de la producción, sino que optaron por la vía rápida, es decir, por contratar personas desempleadas para que realizaran las tareas manualmente. Hasta aquí nada objetable, salvo cuando se comprueba que estos perfiles se corresponden con personas con escasa formación y poca capacidad para defender sus derechos (al encontrarse a menudo en situaciones cercanas al umbral de la pobreza). En otro estudio similar, Clark constata la proliferación por toda Inglaterra de túneles de lavado para vehículos en los que se ha sustituido “la máquina”, el corazón de su funcionamiento, por trabajadores de poca cualificación que generalmente no están asegurados. En un mundo que mira de cerca al futuro, el cubo, con agua y jabón, y el trapo desgastado son las herramientas redescubiertas para proporcionar este servicio.

Pasando por alto la ironía, una conclusión política inmediata que se extrae de este tipo de análisis es que aspirar a rebajar la desigualdad también implica, además de aumentar la regulación y garantizar la suficiente vigilancia laboral, subir los salarios. No solo en su base mínima, sino en general como un incentivo de mejora colectiva. No se trata de hacerlo únicamente para incrementar el poder adquisitivo de las clases bajas y medias, sino para establecer un mecanismo de modernización de toda la sociedad, impulsando el mayor desarrollo técnico que sea posible de las fuerzas productivas, el cual, entre otras causas, se produce favoreciendo el avance de la tecnología en la base del sistema económico (lo que a su vez determina el rumbo que se toma en el sistema educativo superior, la formación profesional y la formación continua en las empresas).

De este razonamiento también podemos inferir que la protección inamovible de los actuales puestos de trabajo tal y como son (en relación a las funciones y a los requisitos formales para su desempeño) frente al empuje a veces desasosegante de las nuevas tecnologías, a la larga supondría un retroceso para el propio desarrollo de las capacidades del hombre en el trabajo. Es vital erradicar mundialmente la “esclavitud” en el empleo durante el siglo XXI, pero para llegar a conseguirlo es crucial ordenar el modelo productivo hacia las más altas cotas de sofisticación técnica y creativa.

Siguiendo con el hilo abierto sobre el mercado británico, en un interesante informe emitido por la extinta comisión gubernamental para el empleo y las habilidades (UK Commission for Employment and Skills, cerrada el pasado marzo) pronosticando el desarrollo del mercado laboral para el 2030, se apuntaban varios escenarios posibles sobre los que construir las futuras políticas. Uno de ellos se denomina “activismo en habilidades”. Según este, vaticinado un crecimiento anual moderado de su economía (entorno al 1,5% como máximo), lo previsible será que la innovación tecnológica (robots y automatización) destruya un gran porcentaje de empleos (no especifican cuántos) y que los nuevos puestos de trabajo nacidos de la innovación solo estén al alcance de perfiles con unos determinados conocimientos y habilidades.

Este panorama avala la iniciativa de reformar el sistema educativo público y de formación continua para acortar el porcentaje de parados de larga duración y prodigar un reciclaje permanente de los trabajadores potencialmente más activos (aunque su alta cualificación tampoco los libraría de la precariedad laboral, aquejados de la tendencia a ser contratados “por proyecto”: la temporalidad extenuada por el concepto de Zero Hour). Me he centrado en este dibujo, bastante realista, por ser bastante cercano a lo que ya se reconoce hoy en día. A mi juicio, si la historia evolucionara así sería una desafortunada consecuencia de la falta de culminación de la convergencia tecnológica en la economía.

Si no queremos conformarnos, por ejemplo, con que los principales efectos indirectos del auge del comercio electrónico en el mercado español sean que la producción de cartón para embalaje esté disparada y que se vayan a generar varios miles de empleos en los que los jóvenes se convierten en repartidores “ecológicos” por ir montados en bicicleta, es necesario habilitar todas las condiciones necesarias para que la revolución tecnológica en España pueda ser un hecho distribuido entre todas las empresas y capas de la sociedad. Y que ello suponga necesariamente un salto cualitativo en los métodos de trabajo. Una vez aceptado este planteamiento, tendrá urgencia estudiar las nuevas formas en que se deberán relacionar los trabajadores, las empresas y las administraciones públicas para conseguir la sociedad más avanzada que sea realizable, pues posiblemente muchas de las repercusiones del nuevo paradigma tecnológico están aún por descubrirse. El dinamismo de dicha situación es imparable, y será necesario abordarlo desde una mentalidad abierta, sabedora de que el nuevo modelo está justificado si el beneficio es mayor que la pérdida.

El interés de Google por impulsar el desarrollo del periodista robot puede ser una excelente noticia si el fin último es provocar que el periodismo y sus profesionales (sin adjetivos reductores como “digitales” o “tradicionales”) entren en una fase de progreso totalizador en el que puedan desarrollarse de un modo más profundo, conservando la capacidad para dirigir el uso de esa tecnología hacia su propia autorrealización, lo que en consecuencia siempre redundará en beneficio de los medios de comunicación y de la riqueza de la sociedad.

Alberto González Pascual es director de Transformación, Desarrollo y Talento en el área de Recursos Humanos de PRISA y profesor asociado de las universidades Rey Juan Carlos y Villanueva de Madrid. Es doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y en Pensamiento Político y Derecho Público por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

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