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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¡Al matadero!

Así como los británicos en el Brexit, los seguidores del secesionismo cabalgan decididos al desastre

Xavier Vidal-Folch
Policías y manifestantes en el Aeropuerto de Barcelona-El Prat.
Policías y manifestantes en el Aeropuerto de Barcelona-El Prat.David Zorrakino (EP)

Enviar patrullas a riesgo de que las descubran y despedacen, o apliquen a sus miembros electrodos en las gónadas. Organizar avanzadillas para desorientar sobre la posición del grueso de la tropa, al coste de que las destruyan. Descolgar paracaidistas para que el enemigo goce practicando el tiro al hombre.

Esas son tres formas de dirigir las propias huestes hacia el matadero, en tiempo de guerra, por conveniencias militares.

En tiempo de paz, se va viendo que el resultado es equivalente, pero el proceso, distinto. Basta que en el mes de junio, al acabar el juicio del procés, el president Quim Torra empiece a discurrir, fraguar y calentar una “respuesta” a la sentencia, como si esta fuese una pregunta. Se le añade que debe ser movilizadora, pues si no es absolutoria será injusta. Se completa la arenga aseverando que la historia se repetirá, que “ho tornarem a fer”, todos juntos y en unión encabezados por la Generalitat.

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Y luego se arma el caos con apoyo de comandos clandestinos, sean los CDR tan caros a la familia Torra (tot queda a casa), que legitima una arrodillada pseudoentrevista a sus dirigentes anónimos en el Ara (solo faltaban las capuchas); o el secreto tsunami democràtic jaleado desde el inicio por Puigdemont y Torra.

Igual que los británicos han oído durante 43 años que la Europa a la que se adhirieron era un pésimo club, y así lo abonan (aunque milagrosamente, solo por mitades), los seguidores de la Ítaca secesionista —abrumados, tristes, falsamente identificados con sus líderes condenados— cabalgan decididos al matadero que les baliza el piquete de Waterloo, o sea, Quim Torra y Carles Puigdemont.

Y allá que les revientan un ojo, y cualquier día la vida. ¿Tienen ellos la culpa? No esencialmente, pardiez, que son chavales, sino quienes les convocan y azuzan. Tiene delito la cosa, les llaman a manifestarse “pacíficamente”: falacia, pues la llamada es a ocupar ilegalmente la vía pública, las estaciones, los aeropuertos. Y una vez lo han hecho, les envían a los Mossos para zurrarles, y salvar así la propia poltrona.

Es una técnica inquisitorial, esa de suscitar confianza en la víctima, y luego desfibrilarla. Cada ojo de cada catalán que estalle en estas escaramuzas sin objetivo y sin sentido carga sobre la conciencia de Torra, si es que la tiene.

Torra será declarado algún día culpable de alta traición a la patria catalana, no es un president, ni siquiera un no-ningú, nada de un don nadie. En nombre de los chavales encendidos, que le detengan a él los Mossos —si acaso media imperativo legal—, tal como se dispuso a hacer el gran Josep Lluís Trapero con su antecesor.

Del Govern de la Generalitat no cabe esperar nada, más que el reiterado envío de los jóvenes al matadero, para que le saquen del embrollo y pueda retirar una y otra vez sus pancartas ilegales del balcón. O reaccionan los más realistas, la Esquerra encabezada por Pere Aragonès y el núcleo más creíble identificado justo con el más castigado, Oriol Junqueras. O hasta sus seguidores le enviarán a las tinieblas.

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