El odio de la gente corriente
El relato de los guardias civiles en el juicio del 'procés' dibuja una situación de gran hostilidad
Un guardia civil dice que lo que más le dolió, más incluso que los escupitajos o que le llamaran hijo de puta, fueron las miradas de odio. Y alguien en la sala se ríe. Otro agente cuenta que estuvo destinado en muchos lugares –“en sitios que no quiero ni nombrar”–, pero que nunca sintió tal violencia inusitada, que jamás podrá olvidar el desprecio de la gente corriente. Y de nuevo vuelven a brotar sonrisas de desprecio e incredulidad entre los seguidores de los líderes independentistas. El relato de los guardias civiles que participaron en las detenciones del 20 de septiembre, en los registros de las naves que albergaban las papeletas del referéndum o que cerraron los colegios el 1 de octubre coincide en tres puntos clave: la reacción rápida –y no siempre pacífica– de los grupos organizados de resistencia, el miedo de los letrados de la administración de justicia a ser identificados por la gente…
–El secretario judicial que venía con nosotros –relata ante el tribunal un cabo primero de la Guardia Civil– nos pidió ayuda para que no lo identificaran al salir del registro. Un compañero le dio un pañuelo y él se tapó la cara. Tenía miedo. Y la verdad es que era para tenerlo. La gente estaba muy exaltada.
El tercer punto de coincidencia es el odio. Unos con más épica y otros con menos –ya se sabe que hay tipos que vienen de la guerra y lo cuentan como si hubieran estado en el bar, y otros que, habiendo estado en el bar, lo cuentan como si vinieran de la guerra–, todos los agentes aseguran que lo que más les impresionó de aquel otoño en Cataluña fue el odio. Y, más concretamente, el odio de la gente corriente. “A mí nunca me habían escupido por hacer mi trabajo”, dice un guardia. “Desde que salimos a la calle el 1 de octubre”, lamenta una cabo primero que declara por la tarde con voz apesadumbrada, “el ambiente era muy hostil, enrarecido, te pitaban desde otros coches, te hacían gestos ofensivos con las manos, te insultaban, se burlaban de ti. En solo unas horas se había evaporado el sentido del respeto a la autoridad”. Otro agente acaba de contar a preguntas del fiscal que a su hijo en el instituto –“un hijo que está muy orgulloso de la profesión de su padre y que quiere seguir sus pasos”– le obligaron a protestar tras una pancarta por la actuación policial del 1 de octubre. El guardia se dispone a contestar a las preguntas del abogado Jordi Pina. Y al defensor de Rull, Turull y Sànchez no se le ocurre mejor forma de desacreditarlo que incidir en el asunto doloroso del hijo. Las risas de la sala y la actitud despreciativa del abogado vienen a constatar que aquellas heridas, aquella incapacidad para escuchar siquiera las razones del otro, aún siguen abiertas. Hay un momento en que, dada la animosidad del interrogatorio de Pina, el juez Marchena lo corta en seco:
–Señor letrado, no riña al testigo.
Pero no hay manera. De vez en cuando, a la hora de interrogar a los testigos contrarios a su causa, Pina opta por preguntas que pretenden ser cómicas, pero que chocan invariablemente con el reproche de Marchena:
–Señor letrado– interrumpe de nuevo el presidente del tribunal– usted sabe que no, usted le está preguntando algo que no está dirigido al debate jurídico, y lo sabe perfectamente. Lo sabe. Yo le sugiero que las preguntas que haga al agente intenten convencer al tribunal, no a la galería, porque eso le perjudica enormemente.
Del día 19 al 21, por el Salón de Plenos del Tribunal Supremo solo han pasado agentes de la Guardia Civil. El martes declararon siete guardias. El miércoles, otros siete. El jueves, diez más. Y el patrón se repite casi idéntico. Llega un agente, lo interroga el fiscal, luego la abogada del Estado, a continuación el letrado de la acusación popular y, cuando llega el turno de las defensas, las preguntas suelen centrarse casi en exclusiva en si en tal registro o en cual detención se cumplieron todos los requisitos que marca la ley: la orden de entrada, la presencia del letrado judicial, la lectura de los derechos al detenido, la asistencia del abogado defensor… Los defensores de quienes, por su cuenta y riesgo, decidieron subvertir el orden constitucional, celebraron un referéndum ilegal desaconsejado incluso por la cúpula de los Mossos d’Esquadra y aprobaron la Declaración Unilateral de Independencia, intentan a la desesperada anular las actuaciones judiciales contra el intento de secesión alegando defectos de forma. Tanto amor a la legislación vigente por parte de los abogados de Oriol Junqueras, de Carme Forcadell o de Jordi Cuixart resulta conmovedor.
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