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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Luz verde al Parlament en el exilio

Nunca en la democracia española había quedado investido como diputado alguien ausente por decisión propia en el primer pleno de la Cámara o en el siguiente

Carlos Yárnoz
Carles Puigdemont junto a Elsa Artadi en Berlín.
Carles Puigdemont junto a Elsa Artadi en Berlín. FELIPE TRUEBA (EFE)

Contra toda lógica, los separatistas han impuesto su lenguaje y maneras en España y en Europa. Lo que hace medio año sonaba a ciencia ficción es hoy habitual moneda de cambio. Por eso, no hay debate sobre Cataluña en el que no se discuta si España es una democracia, si Puigdemont es o no un preso político, si el país está lleno de fascistas, si los jueces son una banda de prevaricadores o si el Estado sigue siendo un ejemplo de centralismo bajo el yugo de Madrid. Pues bien, todo ello no es tanto mérito de los independentistas, sino efecto de la indolencia del Gobierno y la mayoría de instituciones.

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Consecuencia inicial de esa desidia ha sido la asunción de que hay una judicialización de la política. O una politización de la justicia. Lógico que así se piense cuando la ausencia de política la pagan los jueces, que cumplen su papel casi en solitario, como quijotes ante un problema de Estado que ellos afrontan mientras los demás miran a otro lado cuando no les ponen zancadillas, como es el caso del ministro Montoro. O del propio presidente Rajoy, calificando de “modélica” la actuación de Alemania ante la euroorden del juez Llarena.

Ha tenido que venir a España el exprimer ministro francés Valls para asegurar(nos) que “España es una democracia de primera” y que no entiende por qué es Sociedad Civil Catalana, y no el Gobierno, quien acude a Alemania a explicar a la prensa lo que ocurre en Cataluña.

El último ejemplo se ha producido este viernes. Era el último día para recurrir la decisión que tomó hace tres meses el Parlament de admitir como diputados de pleno derecho a los huidos electos, entre ellos Carles Puigdemont. Al no recurrirlo nadie -podía hacerlo cualquier parlamentario catalán ante el Tribunal Constitucional- ha quedado asentado un hecho sin precedentes y con potenciales consecuencias muy graves.

Nunca en la democracia española había quedado investido como diputado alguien ausente por decisión propia en el primer pleno de la Cámara o en el siguiente. La legislación española y los reglamentos parlamentarios exigen la presencia física de los electos, y no el simple envío de la documentación requerida, como la promesa o juramento, o la declaración de bienes.

El precedente, destapado por el abogado del Estado Emilio Jiménez en Confilegal, encierra un riesgo futuro de ciencia ficción y pesadilla. Una vez asentado ese principio por no haber sido recurrido, el próximo Parlament podría estar funcionando con ocho diputados en Bélgica, cuatro en Suiza, tres en Italia, 20 en Alemania… Y tendrían todos sus derechos, incluido, como ocurre ahora, el de recibir sueldos y acumular derechos de pensión, lo cual conculca el elemental principio jurisdiccional de que nadie puede beneficiarse de una ilicitud propia, que en el presente caso es la de huir de la justicia.

Ante tanto fuego amigo y abulia, mejor pedir tregua.

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Sobre la firma

Carlos Yárnoz
Llegó a EL PAÍS en 1983 y ha sido jefe de Política, subdirector, corresponsal en Bruselas y París y Defensor del lector entre 2019 y 2023. El periodismo y Europa son sus prioridades. Como es periodista, siempre ha defendido a los lectores.

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