Joan Llinares, el abogado que mira bajo las alfombras
Tras aflorar el saqueo de 'caso Palau', dirigirá la Agencia contra el Fraude en la Comunidad Valenciana
Soluciona problemas, pero es la antítesis del Señor Lobo, el especialista en enjuagues de embrollos pringosos de Pulp Fiction. No borra rastros: los escruta y recompone para que la justicia tenga un relato fidedigno del delito. El abogado Joan Llinares (Alzira, 1953) era solo un gestor cultural y las circunstancias lo han convertido en uno de los más solventes espeleólogos del inframundo de la corrupción. Su trabajo como auditor ha sido decisivo para levantar las alfombras del Palau de la Música Catalana, del que se hizo cargo en 2009, tras el escándalo y la destitución de Fèlix Millet, un trabajo que ha sacado a la superficie las irregularidades juzgadas en el caso.
Llinares había sido antes secretario del Ayuntamiento de Sumacàrcer (Valencia) al que llegó tres meses después de la presa de Tous se rompiera en octubre de 1982 y el fango inundara los pueblos la cuenca del Júcar. Fue su primer contacto con el lodo. En 1988 montó el armazón jurídico del IVAM, luego copiado por otros museos. Era el primer museo de España que funcionaba como una empresa pública y fue su administrador hasta el año 2000, con el PP en la Generalitat valenciana, cuando empezó a ver cosas que nada tenían que ver con lo que entendía por gestión pública y dejó Valencia por Barcelona.
Su siguiente reto fue crear la estructura organizativa y funcional del Museu Nacional d’Art de Catalunya, en el que como administrador-gerente acrecentó su pericia como gestor cultural. Y cuando estaba a punto de tomarse un año sabático, a finales de julio de 2009, recibió el encargo de la entonces ministra de Cultura, Ángeles González Sinde, de ir al Palau de la Música Catalana, una tarta modernista cuyo hedor de cloaca ascendía tan alto como el funicular de Vallvidrera, para bucear en su cieno. Fue determinante para que aceptara su sentimiento de ciudadano estafado ante el saqueo de una institución del prestigio del Orfeó Català, el legítimo titular del coliseo.
En ese momento pensaba que todo estaba ya descrito en la querella de la fiscalía, que solo se trataba de una apropiación de 2,3 millones en billetes de 500 y era pan comido. Sin embargo, cuando llegó un trabajador se apresuró a decirle: “Señor Llinares, en la cuarta planta las máquinas de triturar papel van a todo gas”. Se estaba destruyendo documentación que quizá desvelara la pista de nueve millones de euros de los que a día de hoy nadie sabe nada.
Llinares comprobó a través de las cámaras de vigilancia que del Palau salían carretas cargadas de documentos de los que solo se pudo recuperar una parte en un piso que Jordi Montull, el brazo ejecutor de Millet, tenía cerca del auditorio. Había facturas de más de 100.000 euros pagadas al contado a empresas que prestaban servicios a Convergència. Demasiados indicios de una presunta financiación del partido, que está calculada en 6,6 millones.
Pero a partir de ahí empezó el asedio. La junta del Orfeó Català y el Consorcio, a tono con los intereses de Convergència, torpedearon su labor para evitar que la financiación del partido llegase a los juzgados. Se estaba excediendo en su cometido, le afearon. Solo querían un director general que adornase el desbarajuste, no que colaborara con la fiscalía. Incluso Oriol Pujol lo acusó de estar facilitando información a otros partidos. Se había convertido en un personaje incómodo y la presión era aplastante.
No paró hasta documentar los diez años que le había pedido el juez, habiendo recuperado siete millones de las garras de la trama. Fue el 2 de diciembre de 2010. Sintió un gran alivio por dejar de trabajar para una institución controlada por Convergència. Y una gran satisfacción por evitar que el Palau quedase intervenido judicialmente, por haber reformado sus estructuras para devolverlo al Orfeó Català y haberlo reorganizado para que ningún otro Fèlix Millet pudiera desviar recursos de la actividad musical hacia economías particulares y opacas.
En 2014, tras unos años como gerente de la editorial valenciana Bromera, Llinares volvió al IVAM. Se había cerrado la etapa infausta al frente del museo de Consuelo Ciscar, ahora imputada y cuyo marido, Rafael Blasco, cumple condena por malversar fondos de la cooperación al desarrollo. EL PAÍS había destapado dos años antes la compra en 2008 de 61 fotografías por 440.280 euros al supuesto mafioso chino Gao Ping, que estuvo detenido por blanqueo de dinero, con el que, además, había organizado dos exposiciones en Valencia y Pekín.
La alcantarilla del IVAM
Debajo de la alcantarilla, Llinares encontró compras de obras que no existían o que habían sido realizadas después de su adquisición, esculturas originales que solo eran reproducciones valoradas por los expertos en 300.000 euros pero pagadas con tres millones y medio. Los informes de los técnicos para la compras de arte ya no eran tenidos en cuenta y todo dependía de la directora, su yerno y un reducido grupo muy afín. La auditoría de la Intervención de la Generalitat, en junio de 2015, detectó diferencias de hasta un 1.500% entre el precio que el museo pagó por alguna obra y su valor de mercado.
Con el proceso contra Ciscar en marcha, Llinares dejó el IVAM a mediados de julio de 2015 para encargarse de la Oficina de Transparencia y Buenas Prácticas del Ayuntamiento de Barcelona a instancias de su alcaldesa, Ada Colau. Su rectitud y rigor con las cuentas públicas han sido valoradas por el PSPV-PSOE, Compromís, Ciudadanos y Podemos para proponerlo como candidato a la dirección de la Agencia de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción de la Comunidad Valenciana, que se pondrá en marcha en los próximos meses.
Era solo un gestor cultural honesto, discreto y ecologista. Pero el fenómeno sistémico de la corrupción lo ha convertido en un activista de la desinfección, espoleado por la convicción de que si no actúas contra las tramas acabas incorporándolas a tu bagaje y asumiéndolas.
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