La resurrección de Man, el ermitaño que murió de pena
Varios proyectos recuperan la figura del alemán que lo dejó todo para construir su propio mundo en una esquina de la Costa da Morte
El mar empezó a emborronarse el 13 de noviembre de 2002 y ese mismo día Man comenzó a morir. Mes y medio después, por los Santos Inocentes, un vecino llamó a la puerta de su caseta de 16 metros cuadrados. Golpeó una y otra vez. Pero Man no contestó. El amigo abrió y se encontró el cadáver. No hubo autopsia. Manfred Gnädinger, Man, el artista ermitaño, había muerto de Prestige.
Él llegó a decir que había soñado varias veces con el chapapote que luego varó en su jardín de esculturas al borde del mar. Poco antes de fallecer, anunció también que después de que arribase a la costa el último de esos “hilitos de plastilina” que decía Rajoy, llegaría una “ballena negra, muerta”, tan grande como la propia Costa da Morte. Y que él mismo la enterraría antes de decir adiós para siempre. Algunos hablan de premonición. Pero lo cierto es que el mismo día de la catástrofe del petrolero, Manfred, desolado, dejó de medicarse. Hacía un tiempo que este alemán nacido al borde del lago Constanza en 1936 tomaba Sintrom para compensar sus problemas circulatorios.
Después de su muerte biológica, Man siguió desmoronándose con la desidia política y las embestidas del mar. Con cada temporal de los que azotan con violencia la costa pedregosa de Camelle (Camariñas, A Coruña), el pueblo al que llegó a finales de 1961 para no marchar jamás. Allí, 10 años después había comprado unos minifundios sobre las rocas castigadas por las olas y levantado la caseta de colores en la que se realizó como artista. Hoy su refugio es una ruina apuntalada y precintada que al fin el consistorio va a devolver a su estado original con un 80% de financiación, unos 20.000 euros, de la Diputación de A Coruña. Pero desde hace algún tiempo otros muchos proyectos, entre documentales españoles y extranjeros, trabajos de fin de carrera, exposiciones e incluso discos de música contribuyen a resucitar su enjuta figura.
“Al principio”, recuerda una vecina de Camelle, “Man vestía de traje. Venía a misa y las chicas lo mirábamos, porque era un hombre guapo”. Parecía un joven turista de buena familia en pleno viaje iniciático. Pero pronto empezó su metamorfosis. No se sabe si la ruptura amorosa con la maestra del pueblo fue la causa o la consecuencia. Man se despojó de la ropa y del mundo, y se quedó hasta su muerte en taparrabos para construir su propia relación íntima y única con el planeta. Con el sol amarillo que inspiraba sus murales; con el mar bravo en el que se zambullía todos los días del año; con las piedras redondeadas, los bolos, que aquí forman playas llamadas coídos.
Esas piedras, restos de naufragios, maderas a la deriva de los cinco continentes, botellas viajeras y esqueletos de cetáceos enganchados en las redes de los marineros de Camelle eran los materiales que usaba para cultivar su jardín. El único jardín marítimo de esculturas del planeta, hoy destruido por el mar y las hordas de curiosos.
El concejal Juan Carlos Canosa dice que más adelante el Ayuntamiento también quiere abordar ese paisaje pétreo que inventó Man, aunque en esto “hay discrepancias”: “Unos opinan que solo debería consolidarse; otros, que hay que devolverlo, guiándonos por la infinidad de fotos que tenemos, a algún momento de la vida del artista”. Pero entonces el jardín cambiaba siempre. “Era una auténtica escultura orgánica que él iba rehaciendo después de cada temporal”, describe Andrea Serodio, técnica de la empresa que gestiona el museo que conserva parte de su legado en el centro de Camelle. Como las esculturas con envases de detergente arribados a la costa, o las 3.000 libretas con 180.000 dibujos que aparecieron atesoradas bajo el suelo de su caseta. A cambio de un euro, Man entregaba a cada visitante papel y lápices de colores para que plasmasen su impresión.
En su casa también se hallaron escritos con letra densa y casi microscópica, sin blancos ni márgenes que den un respiro. Y una caja con 606 fotos y calcos con anotaciones, todo ordenado según un código alfanumérico. En la tapa, su dueño había escrito “Museo del ermitaño Man de Camelle”. Porque ese era uno de sus sueños. Que algún día se levantara un museo para preservar su obra. Y para ello fue acumulando todas las donaciones de sus visitantes. Su testamento dejaba 120.000 al Ministerio de Cultura con ese fin. “Pero el dinero acabó yendo a parar a una caja única de Hacienda y nunca hubo forma de recuperarlo”, lamenta el concejal. "La fundación que velaría por su legado nació sin dinero, y todo se ha ido haciendo con ayuda de la UE y fondos propios".
Mientras tanto, el museo sigue buscando a alguien que logre interpretar los crípticos manuscritos de Man hallados bajo su caseta de vidrieras de colores, y para ello está a punto de cerrar un acuerdo con una universidad gallega. El hermano y el sobrino del artista viajaron a Camelle hace unos días y tampoco ellos lograron entender sus frases aparentemente inconexas. Son textos en alemán a los que nadie ha hallado aún sentido. Hablan de él y de su vinculación con la naturaleza, con los astros y las piedras batidas por las olas. No basta con saber el idioma. Es preciso aprender a pensar como Man, a ver el mundo desde sus ojos azules.
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