Mortal melancolía de un hombre libre
El anacoreta alemán de Camelle fue hallado sin vida en su casa-museo frente al mar arruinado por el chapapote
En el café Rotterdam, frente al puerto de Camelle, huele a mar, tristeza y fuel. Todos comentan la muerte de Manfred Gnadinger, el alemán de 63 años que vivía desde 1961 junto al mar, como un anacoreta. María Barca despacha cafés entre recuerdos: "Era un buen hombre. No hacía daño a nadie. Andaba siempre solo. Respondía al saludo y daba caramelos a los niños. Estaba enfermo de las piernas, problemas de circulación". Acodado en la barra, José Sánchez, dice: "Estaba a la espera de que le dieran fecha para una operación, pero murió de pena. El chapapote había arruinado la obra de su vida".
El patrón mayor de la cofradía de pescadores, Carlos Tajes Pereira, alertó el sábado a la Guardia Civil de Camariñas. "Un vecino me dijo que había llevado dos días antes una bolsa a la casa de Man. La dejó en la puerta como siempre, pero que él no la había recogido. Fui a ver. Estaba cerrado por dentro y él yacía, medio tapado, en el suelo. La Guardia Civil tuvo que romper un cristal para entrar. El médico dijo que ya no se podía hacer nada". Tajes, en nombre de la cofradía, quería pagar el entierro, pero el ayuntamiento ha decidido hacerse cargo de los gastos y el párroco ha cedido un panteón. "Lo que queremos es salvar su casa-museo; es una de las señas de identidad del pueblo", dice Lajes.
En el bajo de la vivienda de Purificación, la vecina de Man, está instalado el velatorio. Un féretro encargado por la municipalidad, cuatro cirios con vela eléctrica, dos crucifijos, una foto en color del difunto y una corona de flores de los vecinos. A la entrada, un libro recoge condolencias y una hucha de cartón, fondos para las flores. Las mujeres, varias enlutadas, bisbisean y rezan. "Vivió como había elegido vivir", dice Celia, vecina de Camelle. A su lado, Manuel, de 41 años, rememora su infancia: "Jugábamos con él, le ayudábamos a recoger piedras para las esculturas. Mi padre me contó que Manfred, así quería que le llamaran, porque significa hombre libre, llegó al pueblo en 1961 con tres amigos, pero fue el único que se quedó". "En aquella época", interviene Purificación, que hace las veces de deudo ante las visitas, "llevaba traje y corbata e iba a misa todos los días. Era muy inteligente". "Tuvo una novia, una maestra", tercia Manuel, "pero supongo que los padres la sacarían de aquí para evitar que prosperase la relación. Al principio vivió en la casa que le prestó Eugenia Heim, que era de origen alemán. Estaba vacía. Man comenzó a pintar los suelos y las paredes y a llenarla de esculturas y pinos. Parecía un museo vivo. Eugenia le echó cuando necesitó la vivienda para sus hijos y Man se trasladó junto al mar. Fue hace 30 años".
La casa-museo, un habitáculo de dos por tres metros y un pequeño altillo donde había un segundo colchón, está en medio de las rocas, frente al batir de las olas. En su interior se ven decenas de cuadernos por el suelo, conchas marinas, ranas disecadas, corchos pintados colgados del techo, limones frescos y un Jesucristo dibujado a lápiz. En el jardín pedregoso se levanta un laberinto de esculturas, piedras labradas, restos de automóviles y esqueletos coloreados de peces. En el espigón se yerguen otra media docena de figuras. Cada año la visitan cientos de turistas. Man les cobraba un euro. Parte del dinero lo donaba a Cáritas.
"Una vez, hace muchos años, un tipo de Madrid le denunció por violar a su hija. Se lo llevaron preso, pero el pueblo logró sacarle, porque era un montaje", relata Manuel. "Le detuvieron más veces. Quisieron quitar algunas de sus esculturas y se encadenó a las grúas". Fina añade: "Era un caballero. Jamás hizo daño a nadie. Me trató siempre con gran respeto, y eso que yo era una viuda muy joven. Mi marido era percebeiro y me quedé sola con 32 años".
Man, desde que se mudó a la playa y comenzó a construirse su mundo de piedras y chatarra, aparcó el traje, se vistió de taparrabos e iba descalzo. Cada día corría cinco kilómetros y por la noche nadaba por la ensenada. Man pintó también algunas casas de Camelle. A veces con permiso de los dueños; otras, sin él. "Pintaba círculos en las paredes laterales, en la montaña o en la roca. Utilizaba chapapote. Lo calentaba y de esa masa obtenía el material". Otro chapapote, el del Prestige, embadurnó una noche de noviembre toda su obra, tintó esculturas y arruinó colores. "Fue un golpe muy duro para él; en los últimos días estaba triste. No quiero especular, pero Man ha muerto de melancolía", dice Manuel. Miguel, el cartero, le llevaba el correo una vez a la semana: "Recibía dos o tres periódicos alemanes y muchas cartas. Le gustaban los recortes de prensa que hablaban de él. Le vi por última vez el viernes, 20. Estaba apagado. No era sólo su enfermedad, Man estaba melancólico".
En el bar Rotterdam sigue la conversación. Por la tarde, el pueblo guardó un minuto de silencio. El entierro es hoy, a las cuatro. "Siempre nos dijo que Camelle sería conocido por él", dice Irma. "Y ahora que ha muerto, sabemos que era verdad".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.