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Columna
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La rectitud curvilínea de Rajoy

Arrecian las acusaciones al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, por el incumplimiento del programa electoral. En su descargo ha alegado que semejante comportamiento resulta de su decidida preferencia por atender a sus deberes. También ha culpado a la realidad de interferirse y causar la ruptura de sus promesas. Porque, como nos tiene enseñado S. J. Lec (véase EL PAÍS del pasado 23 de abril), dar la espalda a la realidad se hace imposible cuando nos rodea por todas partes y “aunque a una vaca le des cacao, no ordeñas chocolate”.

Pero quien ahora se ha ocupado con más inteligencia analítica de la distancia entre los programas electorales, pregonados en las campañas, y la conducta de los líderes una vez instalados en el poder ha sido José María Maravall en su libro Las promesas políticas (Editorial Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2013). Su repaso enumera cuatro razones que alimentan el déficit representativo de las democracias. La primera, las asimetrías de información entre ciudadanos y políticos. La segunda, la carencia de incertidumbre suficiente sobre los resultados electorales, estímulo básico para que los gobernantes atiendan los intereses de los ciudadanos. La tercera, la frecuente usurpación de la voz del pueblo por parte de los políticos, que aumenta la distancia entre las preferencias de los ciudadanos y las decisiones políticas. La cuarta, la hostilidad respecto de las instituciones, en particular, de los partidos políticos. Es fundamental la insistencia del profesor Maravall en deshacer la falacia de que todos los partidos sean iguales, en alzar su voz contra la impunidad electoral de los corruptos y en reclamar la reacción cívica ante los comportamientos infames.

Un Gobierno que se respetara debería abandonar la actitud suplicante con Merkel

Pero si hablamos de cambios es preciso distinguir entre los que se prometen en los programas electorales y los que experimentan los propios líderes cuando, tras el recuento de las urnas, acceden al poder y empiezan a sentirse envueltos en un halo de carisma. Porque nadie llega ni se mantiene ileso en el poder. Estos cambios pueden ser efecto de la acomodación ocular o consecuencia inevitable de la nueva perspectiva. Por eso la cuestión estriba en saber si quienes acceden al poder llevarán adelante el cambio que pregonaban o si, por el contrario, será el poder el que les contagie de unas propensiones que parecen irremediables como la ley de la gravedad.

Si se quisiera comprender cómo la rectitud de los políticos es curvilínea, nada mejor que consultar la ecuación de la curva del perro en el libro de H. Brocard, que conservaba anotado José María Aguilar. Esa curva es la que describiría un perro buscando reunirse con su amo, suponiendo que este sigue un camino dado con un movimiento uniforme. Se trata de un caso particular de las curvas o líneas de persecución. Todas estas curvas están caracterizadas por la propiedad de cualquiera de sus tangentes de estar constantemente dirigidas hacia la posición ocupada por el móvil perseguido. Así, resulta que la suma de las sucesivas trayectorias instantáneas recorridas por los políticos se encaminan en todo momento, con absoluta rectitud, hacia un poder que se desplaza. Por eso acaban describiendo una curva, que es precisamente la que se ha llamado curva del perro. Enseguida conviene atender al desplazamiento del poder, que por lo general se refiere al centro de gravedad de las mayorías sociales para buscar su sintonía, pero que en el caso particular de Rajoy atiende a la línea dictada por Bruselas y Berlín, fuera de la cual pareciera no haber salvación, ni continuidad en el Gobierno, que es el objetivo a lograr.

Es un comportamiento meramente instrumental, que se antepone a cualquier otra consideración. La ciega docilidad solo se alterna con algunos momentos de reclamación a Berlín para que atempere el ritmo o deje caer de la mesa algunas miguillas, como la de un pacto de inversiones en las mejores pymes españolas. Una actitud sumisa que tiene interiorizados todos los reproches que nos dirige el poderoso, siempre decidido a multiplicar sus objeciones como si su comportamiento fuera del todo inatacable. Pero sucede que la tendencia al abuso está inscrita en la naturaleza humana y aflora con independencia de la geografía. Ahí está la quiebra de los bancos de los länder alemanes, el agujero detectado en el Deutsche Bank o el nepotismo descubierto en el Gobierno de Baviera, comparable al de Baltar en Ourense. Por eso, un Gobierno español que se respetara a sí mismo debería abandonar la actitud suplicante para exigir a la señora Merkel que dejara de obstaculizar la puesta en vigor de las decisiones adoptadas por el Consejo Europeo, con las que nuestro país encontraría más favorable acomodo, como la unión bancaria o la supervisión única. Veremos.

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