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Urbana, rica, moderna y secular

La transformación social más relevante radica en el mayor peso de la mujer y el menor de la Iglesia

Hace treinta años, el PSOE llegaba al Gobierno tras unas elecciones que conmovieron los cimientos del mapa electoral, entonces en vías de construcción. Llegaba en un momento difícil con la inflación y el paro disparados, tensiones territoriales y la doble amenaza del terrorismo y el golpismo retroalimentándose, como lo evidencia tanto el número de atentados como el hecho de que en vísperas de las elecciones se descubriera y neutralizara una nueva intentona golpista. Y llegaba con un equipo muy joven, sin experiencia de Gobierno, pero con un proyecto de modernización, europeización y ruptura del aislamiento internacional para España que coincidía con el que había sostenido la inteligentsia progresista española desde principios del siglo XX.

 El lema de la campaña electoral del PSOE, “por el cambio”, ha sido quizá el más imitado desde entonces en España y fuera de ella. Pero en 1982 esas tres palabras poseían un magnetismo especial. En el plano simbólico, eran un llamamiento a la memoria que anunciaba el regreso al poder de uno de los protagonistas de la experiencia republicana. En el plano político, la apelación a un nuevo comienzo caracterizado por un ambicioso proyecto de reforma que exigía antes que nada poner término a los factores de inestabilidad e incertidumbre, lo que pudo abordarse con autoridad y eficiencia gracias al refuerzo de legitimidad que proporcionó la altísima participación electoral y el aval de más de diez millones de votantes. La reforma de las Fuerzas Armadas y la reconversión industrial fueron los primeros desafíos.

Los socialistas han gobernado durante dos de las tres décadas que ahora se cumplen desde la formación del primer Gobierno de Felipe González. Una tercera parte de ese tiempo han debido dedicarlo a enfrentarse con crisis económicas que afectaban a todo nuestro entorno: las de 1982-1984, la de 1992-1994 y la desencadenada en 2008, que sigue. Con todo, el PIB se ha multiplicado por algo más de cuatro y la renta per capita por algo más de tres llegando a igualar la renta media de la UE con un avance neto de alrededor de veinte puntos. Esas tasas de crecimiento nos dan una idea de los cambios que ha experimentado el país en este tiempo más allá de las reformas iniciales de la Administración y la Judicatura.

En primer término, el crecimiento de la población, que aumentó en casi diez millones entre 1982 y 2011, y su asentamiento en zonas urbanas donde residen ocho de cada diez españoles, lo que explica la desruralización del país y el peso decreciente del sector agrario (menos del 5%) en la economía, al contrario de lo que ocurre con el de los servicios, que ocupa a dos terceras partes de la población. Paralelamente a este tipo de cambios se ha producido también una seria transformación de la percepción que tienen los españoles de su identidad social, de modo que entre el 65% y el 70% se consideran parte de las clases medias.

Es bien sabido que el contacto diario hace más difícil percibir los cambios que se van produciendo en nuestro entorno. Por eso los mejores testigos, quienes mejor pueden evaluarlo son los viajeros que visitaron España a principios de los años ochenta y vuelven ahora. Descubren con asombro que las viejas carreteras han dejado paso a las autovías, que se puede viajar por ferrocarril porque los trenes suelen ser puntuales, limpios y rápidos, que el parque automovilístico es muy semejante al de las grandes ciudades europeas, que el equipamiento hotelero es de gran categoría, que hay más de ocho millones de ordenadores instalados y que el uso de Internet se generaliza con rapidez.

A veces, cuando se habla de la modernización del país se piensa solo en las infraestructuras y es cierto que la acumulación de capital físico en este periodo, gracias en buena medida a los fondos estructurales europeos, ha sido la mayor de nuestra historia. Pero la modernización afecta, sobre todo, al capital humano. Ha desaparecido el analfabetismo, se ha escolarizado a toda la población de entre cuatro y 16 años, se ha reducido de forma notoria la proporción de los que solo tienen educación primaria y ha aumentado de manera sensible la de los que han realizado estudios universitarios o superiores. El número de universidades se ha duplicado entre 1985 (38) y 2010 (77).

Pero quizá el cambio social más importante haya sido el de la incorporación de la mujer al mercado laboral con una presencia en la población activa que ha crecido en más de veinte puntos desde 1985. De igual modo es notable su incorporación a todos los niveles educativos en condiciones de igualdad con los varones. De hecho, los ha superado en el nivel universitario donde su presencia es ya más alta. Eso no ha impedido hasta ahora un trato salarial inferior en el sector privado y una mayor dificultad en el público para acceder a las posiciones más prestigiosas. Con todo, los avances en ese terreno son espectaculares, sobre todo en el plano político.

Los sociólogos son muy proclives a enfatizar las transformaciones que han tenido lugar en las estructuras familiares, en especial, el paso de la familia extensa a la familia nuclear. Es importante porque la familia constituye la unidad básica de la organización social y económica. Esa transformación no ha supuesto, sin embargo, una relajación de los vínculos de solidaridad interna como lo prueba el papel de amortiguador que ha desempeñado y sigue desempeñando la familia frente al aumento del paro y la precarización del empleo.

Una sociedad que ha pasado de rural a urbana, de pobre a rica y de tradicional a moderna comporta casi por necesidad un proceso de secularización mayor cuanto menor sea la capacidad de adaptación de la Iglesia. La religiosidad ha seguido desde los años de la Transición una línea inequívocamente descendente. Si en 1975 se declaraban católicos practicantes casi el 60% de los españoles, a principios de nuestro siglo se habían reducido a la mitad. Lamentablemente, no hay datos de los últimos años, pero sí la evidencia de que desde mediados de los años noventa la pérdida de practicantes se aceleraba. La influencia moral de la Iglesia se ha desvanecido.

Los intentos de normalización de la legislación de costumbres, la interrupción voluntaria del embarazo o el matrimonio entre personas del mismo sexo han tropezado con el rechazo de la Iglesia y la oposición de algunos partidos conservadores. Ni siquiera en estos se trató de una oposición unánime y las encuestas de opinión confirman, esas sí de forma unánime, su aceptación mayoritaria por parte de la población española. Ya lo hacían con la vieja ley del aborto de 1985. Las encuestas permitieron comprobar a los dirigentes populares, tras recurrirla ante el Tribunal Constitucional, que su propio electorado estaba a favor de la despenalización.

La sociedad española ha mostrado una extraordinaria flexibilidad al protagonizar esos cambios en una época de grandes mutaciones y turbulencias: el fin de la guerra fría, la revolución tecnológica y la globalización, los grandes movimientos migratorios y el vaciamiento del Estado-Nación cediendo competencias por arriba a las organizaciones supranacionales y por abajo a las regiones autónomas. Con mayorías absolutas o sin ellas, los Gobiernos de la democracia han gozado de una gran estabilidad lo que ha facilitado llevar adelante aquel programa de renovación nacional que anunció Felipe González para que “España funcione”.

Los dos logros de mayor trascendencia política y social de estos 30 años han sido el estado de las autonomías y el Estado de bienestar. La crisis afecta a ambas instituciones que requieren revisión, en particular la primera aunque solo sea porque son ellas las que llevan a cabo las políticas públicas relacionadas con el Estado de bienestar. Esa revisión, que permita superar la crisis haciendo sostenible un alto grado de cohesión social y de cohesión territorial requiere un gran esfuerzo de reflexión y otro por recuperar la presencia e influencia que tuvo España en Europa entre 1985 y 1995.

Julián Santamaría es catedrático emérito de Ciencia Política de la UCM, presidente del Instituto NOXA Consulting y fue director del CIS entre 1983-1987.

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