Gestionar la frustración
O esto se arregla pronto o el Gobierno va a necesitar mucha, mucha imaginación
Después de nuestra breve travesía por la sociedad de la opulencia hemos entrado en la sociedad de la frustración. Quizá en algo peor, en la era de las expectativas permanentemente insatisfechas. Ya vamos casi para cinco años de crisis y seguimos sin ver la luz al final del túnel. Cada día nos desayunamos con un nuevo recorte, una nueva medida pensada para endurecer la terapia. Como en todo tratamiento médico radical, siempre pensamos que la purga al final se traducirá en la mejora del paciente. Que esta caída en el vacío acabará tocando fondo para luego volver a rebotar hacia arriba; o que aunque tengamos que alojarnos durante un tiempo en el fondo del pozo, al final nos iremos abriendo camino lentamente hacia la luz. Pero el caso es que seguimos cayendo y no tocamos suelo. Seguimos con la terapia, continuamos aceptando con estoicismo sacrificios que hace algunos años hubieran sido políticamente inaceptables. Ya habíamos sido instruidos para ello, entraba en lo que cabía esperar con la llegada del nuevo Gobierno.
Hay, sin embargo, signos de que empieza a cundir la desazón, la impaciencia. Es lo malo de las situaciones de excepción cuando comienzan a hacerse permanentes. El que se convocara una huelga general o aparecieran movilizaciones en la calle entraba en el guion. Era previsible. ¿Pero, qué ocurre si pasa el tiempo a la par que vamos tensionando la cuerda del aguante y seguimos en pleno desplome, si se vuelven a frustrar las expectativas? Hasta ahora ha venido funcionando el discurso del hambre para hoy y pan para mañana. En parte porque era impuesto por un terapeuta que, por hacerlo más psicoanalítico, encima hablaba con acento alemán. También porque habíamos interiorizado con relativa facilidad que era la resaca que teníamos que afrontar después de nuestros excesos. Pero sobre todo porque no había, no hay, una alternativa a la vista.
El discurso tecnocrático solo se sostiene, sin embargo, si es capaz de ofrecer resultados, su legitimidad se mide por la eficacia. Seguramente no había más opción que caer en sus brazos, esos brazos que tanto nos estrujan. Si su medicina resulta ser un mero placebo, si sus previsiones no se cumplen, ¿a quién o a qué podemos recurrir? Como sabemos por el caso griego, ese espejo en negativo al que de vez en cuando miramos de soslayo, una sociedad sin esperanza ni alternativas a la vista es una sociedad que cae en el más puro nihilismo político. Y este es el caldo de cultivo perfecto para los populismos y el fraccionamiento político.
Estamos lejos de esta situación, claro está, pero por lo que vemos en las noticias todos los días, llegará un momento en el que ya hasta nos dejemos de creer esas pequeñas señales de esperanza. La última es que nos autoricen más flexibilidad en el recorte del déficit para hacer más llevadero el sufrimiento. Ya se ve, qué objetivos tan poco edificantes y pudorosos. O que, por ahora sin éxito, la UE —Alemania más bien—, se decida por políticas económicas más claramente enfocadas hacia el crecimiento. Siempre pendientes de otros, heterónomos. Y una cosa es que no estemos para grandes meta-relatos o para reafirmar numantinamente nuestra soberanía, y otra es que nos tengamos que conformar con una acción política tan poco heroica. Ya sabemos, nos lo recuerdan también los alemanes, que la libertad empieza por no endeudarse, que una sociedad libre es aquella no hipotecada, en su sentido literal. Pero, aun endeudada hasta las cejas, una sociedad democrática debe poder alimentarse de alguna ilusión, de aquella que le dota de sentido, su capacidad para poder decidir su destino. O que los sacrificios al menos acabarán encontrando una recompensa.
Probablemente, sea pronto para decidir que ya hemos entrado en la fase en la que las expectativas de que esto es provisional o excepcional se han desvanecido en el aire. Pero no dejamos de hacer acopio de costes, de las líneas rojas que hemos empezado a traspasar peligrosamente persiguiendo lo que hoy por hoy sigue siendo una quimera. En algún momento habrá que hacer el balance de pérdidas y, si esto se arregla, reclamar su restitución. Por lo pronto, el Gobierno tendrá que afrontar la difícil tarea de gestionar lo que es más peliagudo en política, la frustración. Porque esta va más allá de la crítica convencional de oposición, es casi existencial, y una vez extendida su fuerza politizadora es imprevisible. Más todavía si quien la siente es una ciudadanía clientelar acostumbrada a ser mimada por sus políticos. O esto se arregla pronto o el Gobierno va a necesitar mucha, mucha imaginación.
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