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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La generación indignada

Las protestas juveniles de estos últimos meses no son revueltas de la miseria sino del bienestar

ENRIQUE FLORES

Es un fantasma con múltiples caras, aunque la más visible tiene rostro juvenil. Apareció primero en la periferia de París y Atenas, acampó luego en el centro de El Cairo, Lisboa, Madrid y Barcelona, y ha vuelto a irrumpir en Londres, Santiago de Chile y Tel Aviv. Tras el fantasma, una presencia: la del nuevo lumpemproletariado de la era posindustrial, constituido por esos jóvenes hiperformados —e hiperinformados— y sin embargo precarizados, conectados a través de las redes sociales, que a veces reaccionan en forma creativa y pacífica (en forma de comedia) y otras en forma más airada y violenta (en forma de tragedia). Tras esta presencia inquietante, un espectro: el de una crisis económica global que afecta con particular intensidad a las nuevas generaciones, cuyos efectos van más allá de la precariedad material, presentándose en forma de crisis de valores (o, más bien, de valores de la crisis).

¿Qué tienen en común todos estos movimientos? ¿Cuáles son las extrañas galerías que conectan sus actores, motivaciones y propuestas? ¿Qué lecciones plantean a nuestras sociedades democráticas? En septiembre de 2009 publiqué en estas mismas páginas un artículo titulado Generación replicante, en el que reflexionaba sobre el modelo de juventud emergente en la era digital, a partir de una efímera revuelta en un barrio de Madrid, motivada por la prohibición del botellón. Propuse entonces considerar tres modelos de juventud alternativos que convivían en nuestra sociedad: el de Tarzán o niño salvaje, el de Peter Pan o eterno adolescente y el del replicante o joven androide. Entre la criminalización y la domesticación del botellón —y de la propia juventud—, el texto acababa pronosticando “una tercera vía que trate a los jóvenes, no como replicantes, sino como ciudadanos capaces de reinventarse como actores sociales”.

Las protestas en Túnez y Egipto tuvieron que ver más con el rap y el raï que con el Corán

El actual ciclo de protestas juveniles, tanto las que surgen de las periferias urbanas como las que ocupan el centro de las ciudades, tanto las que nacen en Europa como las que lo hacen al sur del Mediterráneo y allende los mares, tanto las protagonizadas por estudiantes de clase media como las lideradas por subocupados y parados, no son revueltas de la miseria sino del bienestar. Están protagonizadas por una generación no ya educada en la ética puritana del ahorro, sino en la ética hedonista del consumo y, sobre todo, en la ética posmoderna de la Red (la nética). En este ciclo podemos distinguir dos prólogos, dos epílogos y algunos momentos culminantes.

Como prólogos, las revueltas callejeras en dos países europeos: el que inventó la democracia (Grecia) y el que la reinventó (Francia). En otoño de 2005, en la revuelta de las banlieues, una coalición de jóvenes blanc-black-beur puso en práctica lo que el filme El odio La Haine había pronosticado: la conversión de la indignación en rabia, encendida por un abuso policial real o percibido, y dirigida contra algunos iconos de la sociedad de consumo: escaparates rotos y coches quemados (cabe recordar que en otras ciudades europeas como Berlín la quema de coches se ha convertido en una especie de ritual que se repite periódicamente). En 2008, el otoño griego sirvió para dramatizar los efectos de la crisis financiera internacional, en forma de una revuelta protagonizada por jóvenes airados, educados para el Estado de bienestar, pero que de repente descubrían la amenaza de un Estado de malestar.

Como momento culminante, la primavera mediterránea de 2011, con la ocupación pacífica de las plazas. Primero, la protesta contra regímenes autocráticos impulsadas por la generación Raï-Rap tunecina y egipcia, educada en Facebook más que en las escuelas coránicas o baazistas (una revuelta triunfante aunque sus jóvenes líderes hacktivistas hayan sido rápidamente fagocitados por políticos de más edad). Luego, la marcha impulsada en Portugal por la Geração a Rasca (la generación en apuros), formada por los paganos de la crisis. Y finalmente la #SpanishRevolution del 15-M, cuando el ágora virtual de las redes sociales se convirtió en una acampada real. Aunque algunos la vieron al principio como una especie de macrobotellón, la acampada despertó la simpatía ciudadana: la generación Ni-Ni se convertía súbitamente en generación Sí-Sí-Sí, pues además de estudiar y trabajar, a los jóvenes indignados les quedaba tiempo para comprometerse en un movimiento que atrajo la atención mundial y se diseminó por otros lugares donde no sobran motivos para la indignación, como Israel (donde la carestía de la vivienda afecta a jóvenes judíos y palestinos) y México, desde donde escribo estas líneas, en cuyos zócalos se han convocado estos días concentraciones de indignados contra narcos y políticos corruptos.

En estos movimientos hay el deseo de regenerar una cultura democrática con signos de obsolescencia

Como epílogos, la revuelta de los suburbios ingleses del reciente verano, protagonizada por una coalición de jóvenes yob (boy, al revés), hijos de inmigrantes caribeños, africanos, asiáticos o de la clase obrera blanca, dependientes a su pesar del Estado de bienestar, que pusieron en práctica lo que el filme Haz lo que debas Do the right thing había previsto: la revuelta del gueto multicultural, con una secuencia parecida a la de Francia (chispa policial, saqueo hiperconsumista y desprecio institucional), pero con algunas particularidades (como la participación de jóvenes de la clase media alta). Y finalmente, la revuelta estudiantil en Chile, donde una nueva generación de pingüinos (el nombre que reciben los estudiantes de secundaria por su uniforme) ponen en jaque al Gobierno neoliberal por excelencia, heredero a su pesar de Pinochet.

Más allá de las raíces y derivas de movimientos tan dispares, subyace un intento de regenerar una cultura democrática que, tras dos siglos de existencia, muestra cierta obsolescencia. La evolución de esta cultura democrática se corresponde de algún modo con los tres modelos de juventud señalados. La democracia Tarzán, en primer lugar, prioriza la educación del ciudadano y se corresponde con el parlamentarismo surgido de la Ilustración y del movimiento obrero: la toma de decisiones se produce mediante la elección de representantes; por lo general, se trata de una gerontocracia en la que los mayores dirigen a los menores. La democracia Peter Pan, en segundo lugar, prioriza la gestión de lo público y se corresponde con la emergencia del Estado de bienestar tras la II Guerra Mundial, un país de Nunca Jamás en donde se instala una casta política autorreferencial; se trata de una mesocracia liderada por políticos profesionales que a veces parecen eternos adolescentes. La democracia Replicante, en tercer lugar, propone una política no solo delegativa sino participativa, que empieza a ser viable gracias al ciberespacio: la wikidemocracia o democracia 4.0; se trata de una neocracia en la que las nuevas generaciones, por primera vez, están mejor preparadas para imaginar la dirección del cambio, aunque raramente se les ofrezca la oportunidad de participar en el mismo. A juzgar por la forma como se ha llevando a cabo la reforma constitucional, no parece que nuestros principales partidos hayan aprendido la lección.

No deja de ser significativo que el movimiento de los indignados se inspire en el libro publicado por un anciano activista: Stéphane Hessel. En la antropología clásica, el cambio social suele leerse en términos de oposición entre generaciones consecutivas (padres e hijos) y de alianza entre generaciones alternas (abuelos y nietos). En este caso, los jóvenes (la generación replicante) se inspiran en ancianos como Hessel (la generación resistente) —o en abuelos republicanos en el caso del 15-M— y replican a adultos de la generación del 68 (o pos-68), quienes al frente de las instituciones políticas, económicas y sociales dominantes, acostumbran a hacer oídos sordos ante tales réplicas. Pues si la primavera indignada pudo desembocar en un verano irritado, el otoño caliente que se avecina no debería conducir a la hibernación de todo un movimiento que, más allá de sus dilemas estratégicos y de sus errores tácticos, se ha convertido en uno de aquellos “objetos culturales” que Lévi-Strauss consideraba “buenos para pensar”.

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