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Agenda 2030
Tribuna
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La igualdad acelera el desarrollo humano

No podremos alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible si no mejoramos la gobernanza y reducimos la desigualdad. Los derechos humanos proveen el marco para conseguirlo en aras de una población próspera y equitativa

Objetivos Desarrollo Sostenible
Kirguistán, región de Jelal-Abad. Esta familia se ha beneficiado de un proyecto de modernización de la agricultura de regadío en pequeña escala.Sergey Kozmin / FAO (Sergey Kozmin)

En las últimas décadas, hemos avanzado en la comprensión de que la lucha contra la pobreza es fundamental para la consecución de los derechos humanos. Ahora bien, todavía queda mucho camino para que se entienda bien la importancia de reducir las desigualdades en vista a erradicar el hambre y la malnutrición, el trabajo infantil, el analfabetismo y otras lacras que afectan a miles de millones de personas.

Acabar con la pobreza no es suficiente. La desigualdad provoca que personas que no son pobres sufran de carencias muy notables en el disfrute de sus derechos económicos y sociales, incluso en sociedades donde en términos generales hay niveles elevados de desarrollo. Por ejemplo, desigualdad es la brecha de género en términos de ingresos en los países de la OCDE.

Todavía existen ideas equivocadas acerca de la desigualdad. Con frecuencia se concibe como un efecto colateral inevitable: como una mera diferencia en los niveles de ingresos, una simple consecuencia de las decisiones individuales o el resultado de limitantes externos como los factores ambientales. Sin embargo, lo cierto que la desigualdad se sostiene, ante todo, en asimetrías de poder, dinámicas de discriminación, segregación e infravaloración.

La desigualdad se puede manifestar a través de distintas vías. Por ejemplo, al no poder acceder de modo regular y estable a los alimentos necesarios para no padecer hambre, precariedad en la que en 2020 se encontraron 928 millones de personas (148 millones más que el año anterior). Si subimos el listón a algo tan razonable como llevar una dieta saludable, encontraremos que 3.000 millones de personas no pueden permitírselo. La falta de acceso a una alimentación adecuada, junto a otros factores, contribuye al crecimiento de la malnutrición y las enfermedades no contagiosas asociadas. En España, la prevalencia de obesidad en menores de entre cuatro y 14 años es el triple en las familias de ingresos más bajos respecto a los grupos de renta más alta. Esta tendencia no es diferente de la que se presenta en Europa y América, y cada vez más en otras partes del mundo, donde la prevalencia de esta patología es mayor en los grupos socio-económicamente más vulnerables, tanto en los niños como en adultos.

La desigualdad se sostiene ante todo en asimetrías de poder, dinámicas de discriminación, segregación e infravaloración

La desigualdad también supone tener una vida más corta y con más enfermedades. En muchos países, los sistemas para garantizar la inocuidad de los alimentos solo se preocupan de las necesidades del sector formal de la economía, mientras que el resto padece infecciones que afectan a su nutrición e ingresos. A veces, como es el caso de buena parte de África subsahariana y el sur de Asia, esa dualidad no evita que el conjunto de la sociedad quede expuesto de modo regular a contaminantes como las aflatoxinas, que en el largo plazo debilitan el sistema inmunitario y favorecen diversos tipos de cáncer, en particular del hígado.

Las desigualdades de ingresos en alimentación adecuada, acceso a agua y educación, entre otros, terminan reflejándose en la esperanza de vida. La diferencia entre los 10 países y territorios con mayor y menor esperanza de vida es de un 30%, 83 y 59 años respectivamente. Como referencia, la media mundial es de 73 años. Entre la población de cada uno ocurre lo mismo entre los diferentes grupos socioeconómicos. En Estados Unidos, la diferencia de vida en varones de 40 años de los grupos del 1% con ingresos más altos y más bajos se estimó en 15 años para el periodo 2001-2014, siendo de 10 años en el caso de las mujeres.

No solo quedan afectados los derechos económicos, sociales y culturales, sino también la capacidad de los más vulnerables por ejercer sus derechos políticos y civiles y usarlos como palanca para disfrutar de todos ellos. En algunos casos, a causa de discriminaciones explícitas y recurrentes por género, edad, etnia, nivel socioeconómico u otra característica personal o comunitaria. En un sentido más amplio, por la disminución de la autonomía que conllevan la precariedad, el menor acceso a la educación y la información, la acumulación de riesgos y el deterioro de la resiliencia.

Como vemos, la desigualdad no solo supone poder ejercer menos opciones, sino también una vida más corta y con más enfermedades y penalidades, así como enfrentarse a mayores dificultades para aprovechar los mecanismos de movilidad social y la perpetuación de la pobreza para las siguientes generaciones.

Con un panorama como el descrito anteriormente, podríamos tener la tentación de desmoralizarnos y abandonar todo esfuerzo, sobre todo si le sumamos los retos del cambio climático y los retrocesos ocasionados por la crisis detonada por la covid-19. Si no rompemos las dinámicas que perpetúan e incluso agrandan la desigualdad, no podremos tener éxito en enfrentar algunos de los retos colosales de la humanidad, entre ellos la transformación de los sistemas alimentarios, la adaptación y mitigación al cambio climático o la plena incorporación de los jóvenes a la sociedad, quienes actualmente no encuentran ni oportunidades suficientes ni mecanismos que les den voz en la toma de decisiones.

Afortunadamente, contamos con las herramientas que nos pueden permitir salir adelante.

Las tecnologías de la información y la bioeconomía tienen un potencial tremendo. Ahora bien, por sí mismas no podrán producir el cambio que necesitamos, sino que más bien han de estar al servicio de la sociedad. De lo contrario, incrementarán la desigualdad y los riesgos.

El conjunto de transformaciones que tenemos ante nosotros requiere una profunda revisión y el fortalecimiento de la gobernanza tanto a nivel global como en cada uno de los países. Se trata de lograr consensos amplios y duraderos que los mecanismos de gobernanza actual no están proveyendo de modo suficiente. También se precisa una redistribución de roles de muchas de nuestras instituciones y un mejor reparto de responsabilidades en lo internacional, lo nacional y lo local en vistas de la interdependencia y la complejidad que caracteriza el mundo actual.

La acción colectiva que necesitamos para hacer sostenibles e inclusivos los sistemas alimentarios, y afrontar el cambio climático solo puede funcionar si cada de uno de nosotros cambia su comportamiento. Esos cambios de comportamiento masivo únicamente serán posibles si hay incentivos y confianza en cómo se reparten los costes y si son viables para cada persona, hogar y comunidad. El conjunto de retos que afrontamos están entrelazados: no podremos alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible si no mejoramos la gobernanza y reducimos la desigualdad. Los derechos humanos proveen el marco para fortalecer esa gobernanza y reducir la desigualdad en aras de una humanidad prospera y equitativa en un planeta compartido.

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