La guerra en Sudán desata una violencia descarnada y de perfil étnico en la región de Jazira
En el último año, este céntrico Estado rural ha sufrido algunos de los peores y más extendidos niveles de brutalidad de los paramilitares y del ejército desde el comienzo de la contienda


El pasado 11 de enero el ejército de Sudán consiguió quitarse una espina que llevaba clavada desde hacía poco más de un año. Sin apenas resistencia por parte de las paramilitares Fuerzas de Apoyo Rápido, con las que lleva casi dos años atrapado en una feroz guerra civil, las tropas regulares recapturaron la estratégica y simbólica ciudad de Uad Madani, en el centro del país, cuya pérdida tan solo un año antes había desatado una crisis casi existencial entre sus filas.
Uad Madani es la capital del Estado de Jazira y se encontraba bajo control de los paramilitares desde diciembre del 2023, cuando estos la ocuparon también sin casi oposición del ejército, que entonces se retiró sin dar explicaciones. Hasta aquel momento vivían 700.000 personas en la ciudad, que en los meses anteriores se había convertido en un refugio para decenas de miles de desplazados y en un centro logístico clave para las agencias de ayuda humanitaria.
Tras hacerse con Uad Madani, las Fuerzas de Apoyo Rápido ocuparon con relativa facilidad casi todo el resto de Jazira, un Estado eminentemente rural. Millones de personas huyeron, engrosando la mayor crisis de desplazados del mundo en la que se ha convertido Sudán. Pero muchas otras no pudieron o no quisieron hacerlo, lo que las dejó expuestas a un régimen de terror que se ha recrudecido en los últimos meses y del que ahora van aflorando más detalles.
La llegada del ejército y de grupos armados aliados en zonas de Jazira previamente ocupadas por las Fuerzas de Apoyo Rápido, sin embargo, también ha ido acompañada de atrocidades de marcado perfil étnico. En este caso, contra comunidades tradicionalmente marginalizadas de la región, sobre todo procedentes de zonas periféricas del país y de Sudán del Sur, a las que uniformados acusan ahora en grupo de haber apoyado a los paramilitares.
“Todas las acciones que tuvieron lugar indican que lo que le ha ocurrido a la población del Estado de Jazira equivale a un genocidio”, considera Al Mubar Mahmoud, secretario general de la Conferencia Jazira, una organización civil que ha documentado violaciones de derechos humanos en la región. “Un genocidio olvidado”, lamenta, “frente al que han hecho la vista gorda tanto el mundo como la élite política y las fuerzas civiles [sudanesas]”.
La violencia contra civiles en Sudán ha sido muy elevada desde el inicio de la guerra. Pero las atrocidades en zonas como la capital, Jartum, y la región de Darfur han tendido a acaparar más atención internacional, mientras que Jazira ha quedado en gran medida fuera del foco.
Terror paramilitar
El Estado de Jazira está formado por ocho provincias y las Fuerzas de Apoyo Rápido llegaron a ocupar del todo seis y parte de una séptima. Sin embargo, dado que no estaban interesados en su administración, el control del territorio y el sometimiento de la gente se ha basado sobre todo en expulsar a buena parte de sus habitantes y en inyectar miedo entre los que se quedaron. Mahmoud afirma que han contabilizado unos 7.000 muertos y que hay 10.000 desaparecidos.
En la mayoría de las localidades por las que pasaron, los paramilitares saquearon negocios, viviendas, vehículos, ganado, cosechas y medios de producción agrícola. También ejecutaron a miles de civiles, perpetraron todo tipo de actos de violencia sexual contra mujeres y niñas —desde violaciones en grupo a matrimonios forzados— y fueron muy frecuentes los secuestros, asesinatos selectivos, torturas y desapariciones, incluido en centros de detención extraoficial, según han denunciado grupos de derechos humanos, el ejército y el Gobierno sudanés.
Una de las peores masacres en la región de las Fuerzas de Apoyo Rápido tuvo lugar el pasado junio en el pueblo de Uad al Nora, al oeste de Jazira, donde lanzaron dos rondas de ataques hasta invadirlo. Mataron a 222 personas, señala Mahmoud. Un vídeo que mostraba unos 50 cuerpos envueltos en telas blancas y colocados ante decenas de vecinos del pueblo que se habían congregado a su alrededor en silencio se convirtió en la estampa de aquella matanza.
Mahmoud apunta que bajo la ocupación de los paramilitares las principales ciudades de Jazira “se tornaron en entornos inhabitables”. La mayoría de los hospitales fueron destruidos, no había electricidad, la gente tenía que usar combustible para bombear agua, y muchos tuvieron que recurrir a talar árboles por la escasez de carbón. Los saqueos masivos provocaron que los desplazamientos tuvieran que realizarse a pie o con animales y endurecieron mucho el trabajo en el campo. También se impusieron en ocasiones una suerte de impuestos mensuales.
Sulaima Ishaq, directora de la Unidad de Lucha contra la Violencia contra la Mujer del ministerio de Asuntos Sociales sudanés, afirma que han documentado 66 violaciones en Jazira, la mayoría en grupo, aunque nota que la cifra real es muy superior pero muy difícil de registrar por el tabú que supone
La situación en el norte y el este de Jazira se agravó todavía más a partir de finales de octubre, después de que el ejército lanzara una ofensiva en el Estado y el líder de las Fuerzas de Apoyo Rápido en la región, Abu Aqla Keikal, desertara y se uniera a las filas castrenses junto a los combatientes de sus Fuerzas de Escudo de Sudán a cambio de una amnistía. La decisión de Keikal aceleró la fractura de los paramilitares en varias facciones con una gran autonomía.
Lo que siguió fue una brutal campaña de represalias de marcado carácter tribal por parte los paramilitares sobre todo en el este de Jazira, de donde proviene Keikal. Además de los abusos anteriores, las Fuerzas de Apoyo Rápido perpetraron nuevas masacres, incendiaron mercados, casas, cosechas e instalaciones públicas, asediaron localidades, llegaron a envenenar un envío de alimentos a una de ellas, inundaron pueblos y expulsaron a decenas de miles de personas, según han documentado grupos civiles del Estado de Jazira.
Los paramilitares también han seguido utilizando la violencia sexual como arma de guerra en todo momento. Sulaima Ishaq, directora de la Unidad de Lucha contra la Violencia contra la Mujer del ministerio de Asuntos Sociales sudanés, afirma que han documentado 66 violaciones en Jazira, la mayoría en grupo, aunque nota que la cifra real es muy superior pero muy difícil de registrar por el tabú que supone. También han trascendido suicidios para evitar violaciones.
“Van donde pueden encontrar mujeres escondidas y las acusan [de lo que sea] y luego hacen esto; siempre ocurre en grupos”, explica Ishaq a EL PAÍS. “[Muchas] no han hablado de ello ni han conseguido atención médica a tiempo, hasta que ha sido demasiado doloroso”, agrega.
La ciudad de Hilaliya, en el norte de Jazira y con una población de unos 30.000 habitantes, ha sido testigo de la peor matanza ocurrida en el Estado a manos de los paramilitares hasta la fecha. En plena campaña de represalias por la deserción de Keikal, las Fuerzas de Apoyo Rápido asediaron la ciudad el 25 de octubre y el número de muertos en los días posteriores aumentó a alrededor de 500, algunos de ellos envenenados, según la Conferencia Jazira. “Desde que entraron las Fuerzas de Apoyo Rápido cada día es un crimen”, desliza Mahmoud. Las Fuerzas de Apoyo Rápido no contestaron a las preguntas de EL PAÍS para este artículo.
Brutalidad militar
Cuando el ejército recuperó Uad Madani, la capital de Jazira, las primeras imágenes que circularon fueron de celebraciones dentro y fuera del país. Pero los vítores iniciales dieron paso rápidamente a testimonios de nuevos ataques por perfil étnico contra personas tanto de la periferia de Sudán, sobre todo de Darfur, como de Sudán del Sur que se encontraban en las zonas recapturadas y que fueron acusados en grupo de haber apoyado a los paramilitares.
En este caso, quien se hallaban detrás de la violencia fueron en su mayoría soldados regulares, miembros de los servicios de inteligencia general y combatientes de dos milicias aliadas del ejército, la islamista Al Bara ibn Malik y la de Keikal, el militar que desertó, según señalan activistas y sugieren los uniformes y parches que visten en vídeos de abusos. Entre su retahíla de violaciones se cuentan saqueos, detenciones, torturas, ejecuciones sumarias y la quema de personas y casas, por lo que algunos lo consideran también una campaña de limpieza étnica.
Odio hacia la comunidad kanabi
Una de las principales víctimas de esta segunda oleada de violencia han sido las comunidades de asentamientos informales formados hace décadas por trabajadores agrícolas y sus familias que llegaron a Jazira desde regiones de la periferia de Sudán y de países de África occidental para buscar empleo en grandes proyectos agrícolas del Estado. Estas comunidades, llamadas kanabi, han sido históricamente marginalizadas y explotadas como mano de obra barata.
La campaña de desinformación y los discursos de odio hacia la comunidad kanabi empezaron a propagarse con fuerza entre sectores afines al ejército sudanés al menos desde octubre, según han documentado los investigadores de Sudan Witness, que identificaron ya entonces imágenes y vídeos falsos y mal atribuidos para sugerir que colaboraban con los paramilitares.
Jafar Mohamedeen, presidente del Congreso Kanabi, un grupo de defensa de sus derechos, compartió con EL PAÍS una lista de 47 personas que asegura que han sido asesinadas en ataques contra asentamientos kanabi, aunque afirma que la cifra real es muy superior. Por su parte, Sudan Witness ha identificado al menos tres asentamientos kanabi afectados por incendios, probablemente provocados, entre el 11 y el 14 de enero al sur y al este de Uad Madani, aunque no ha podido determinar la autoría.
Uno de los peores ataques atribuidos a las fuerzas de Keikal tuvo lugar el 9 de enero en una localidad llamada Kombo 5, en el este de Jazira, donde 24 personas fueron asesinadas, 13 mujeres secuestradas y dos niños quemados vivos dentro de su casa, según Mohamedeen. En otro asentamiento, Dar al Salam, se ha impedido a los locales enterrar a más de 10 cadáveres, lo que ha obligado a dejarlos a la intemperie expuestos a la descomposición y a los perros.
Decenas de vídeos e imágenes compartidas con este medio, que no han podido ser verificados independientemente pero que coinciden con el tipo de ataques denunciados, incluyen casos de vejaciones, golpes, degollamientos, ejecuciones en grupo, incendios de casas y cadáveres tirados en canales de irrigación con signos de quemaduras. Otro vídeo difundido a mediados de enero muestra a un joven agredido por soldados que es arrojado vivo a un río y tiroteado.
La otra comunidad que ha sufrido más esta violencia ha sido la sudsudanesa. Una de las peores matanzas, de al menos decenas de personas, ocurrió cerca de Uad Madani al poco de que el ejército tomara la ciudad, según explica Akoc Manhiem, un miembro de la comunidad, desde Sudán del Sur. “Los asesinatos han sido constantes desde el inicio de la guerra porque ambas partes acusan a los sudsudaneses de participar [con el otro bando]”, lamenta Manhiem.
El ejército condenó a mediados de enero en un comunicado lo ocurrido en Jazira, pero lo redujo a “violaciones individuales”. Su comandante, Abdelfatá al Burhan, formó a su turno un comité para investigar parte de los hechos. EL PAÍS preguntó al portavoz castrense, Nabil Abdallah, si la investigación seguía abierta dos semanas después, pero no obtuvo respuesta. En el pasado, investigaciones similares no condujeron a procesamientos específicos.
Youssef Abusin, un líder de las fuerzas de Keikal, el militar que desertó al ejército, mantiene que las acusaciones de crímenes contra la gente de los kanabi son “políticas”, que no atacaron a civiles y que usaron “la fuerza adecuada”. En declaraciones a este medio, Abusin acusa a algunos miembros de la comunidad de haber sido reclutados por los paramilitares —con los que ellos combatieron hasta octubre— y de haber cometido saqueos y desplazado a civiles.
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