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La familia, la tierra y la cultura, los tres pilares que impulsan el futuro de la juventud indígena

Cinco jóvenes de los diferentes continentes del planeta hablan de la conexión con sus raíces y las expectativas que tienen para sus comunidades y para sí mismos

Combo planeta futuro

Los 476 millones de indígenas del mundo representan el 6% de la población del planeta, según datos del Banco Mundial de 2022. El 40% de sus lenguas nativas están en peligro de extinción, de acuerdo con la Unesco. Sus comunidades son las que sufren los índices más altos de desplazamiento, desnutrición y falta de tierras, según Amnistía Internacional. Con este panorama, las comunidades luchan a diario por preservar su herencia entre los más jóvenes, quienes transitan por sus identidades entre el orgullo y la incertidumbre del bienestar de sus pueblos en el futuro.

Dentro o fuera de sus comunidades ancestrales, cinco jóvenes indígenas procedentes de los cinco continentes resaltan la marca de sus raíces. Viven entre la tradición y las lógicas del mundo contemporáneo, pero arrastran la huella imborrable de la etnia, la sangre y la familia. Con el apoyo de IWGIA (una ONG que promueve el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas) y el Caucus Global de Juventudes Indígenas, presentamos sus testimonios. Todos enlazan sus sueños con su tierra. Todos hablan en plural. “Soy yo y soy mi pueblo”, asegura la joven mixteca Jessika Vega. Su premisa encierra la visión de ella y del resto.

Jessica Vega, mixteca (México, 32). El poder del autorreconocimiento

La joven mixteca Jessica Vega posa para una fotografía en las calles del municipio de Valle de Chalco, en el Estado de México.
La joven mixteca Jessica Vega posa para una fotografía en las calles del municipio de Valle de Chalco, en el Estado de México. Juan José Ayala

Desde que Jessica Vega, politóloga, se presenta, sus palabras delatan el dominio de la retórica. Nació, creció y vive en el municipio de Valle de Chalco (Estado de México), pero la herencia de sus padres es mixteca- un pueblo indígena de más de 400.000 habitantes que se extiende entre los Estados de Puebla, Oaxaca y Guerrero, al centro y sur del país-. “Puede que muchos jóvenes indígenas salgamos de nuestra comunidad, pero la comunidad nunca puede salir de nosotros”, subraya en una videollamada.

La familia de Vega proviene de San Miguel Ahuehutitlán, en Oaxaca. Y aunque ella creció en un entorno urbano, la joven se proclama orgullosamente mixteca. “Las personas no deciden si soy o no soy indígena. El autorreconocimiento es una parte de la Declaración de Pueblos Indígenas”, señala la joven, con la convicción que otorga haber explicado algo muchas veces. La apropiación de sus raíces y el trabajo por su pueblo la ha hecho copresidenta del Caucus Internacional de las Juventudes Indígenas, una red de jóvenes de pueblos aborígenes de todo el mundo promovida desde el Foro Permanente para Asuntos Indígenas de Naciones Unidas.

Solo conoce algunas expresiones de la lengua mixteca, pero habla con maestría de las costumbres, la indumentaria, los problemas y la comida de su pueblo. “Para las bodas se tiene que cocinar pozole sí o sí, porque el maíz es lo que más conecta a la comunidad y el matrimonio es una festividad de unión”, subraya.

Pese a que trabaja por concienciar a otros acerca de los problemas del uso de sus tierras en su país y la migración, ha sido cuestionada dentro y fuera del círculo mixteco por haber crecido en el Estado de México y apropiarse del legado que le pertenece: “Vivo una confrontación identitaria. Hay rechazo en mi comunidad cuando yo estoy dentro de ella. Y en el Estado de México, los mixtecas somos considerados una comunidad migrante. Eso solo pasa a la población indígena. No tenemos acceso a las mismas garantías”.

Elizabeth Nassy Silakan, masái (Kenia, 30). El hogar está donde está la madre

Elizabeth Nassy posa para una fotografía con la vestimenta típica masái en la provincia de Nanyuki, en Kenia.
Elizabeth Nassy posa para una fotografía con la vestimenta típica masái en la provincia de Nanyuki, en Kenia.

Elizabeth Nassy no entiende el porqué de su nombre. Su mamá se llamaba Koroyoik, y Nassy nombró a su hija de seis años Nekishon, que significa bendición en la lengua maa del pueblo masái -la tribu indígena más grande de África, que cuenta con alrededor de 900.000 habitantes entre Kenia y Tanzania-. A pesar de la paradoja de su nombre, vive para su comunidad. “No quiero que los aldeanos tengan que mudarse a las cuidades porque no tienen la forma de subsistir o por el miedo a perder sus tierras”, zanja la mujer, quien reconoce que el robo del ganado y la pérdida de territorios son grandes problemas.

Nassy trabaja como directora de operaciones en Impact Kenia, una organización dedicada al bienestar de las tribus indígenas. Su labor por las tierras masái está impulsada sobre todo por el legado de su madre, que fue un ejemplo de cómo cuidar el ganado, honrar la naturaleza y transitar por ella. “Yo me perdería siguiendo a los animales en el desierto, pero mi madre siempre encontraría la forma de ubicarse”, rescata entre sus recuerdos desde Nanyuki. En esta provincia ubicada a dos horas del asentamiento de la comunidad masái Myaniat, en el centro de Kenia, nació y creció; y allí espera volver. “Mi sueño es construir una casa en mi pueblo”, destaca.

Aunque exalta su cultura, también trabaja para erradicar las tradiciones que hacen daño, como es el caso de la mutilación genital femenina, por la que tuvo que pasar a los 11 años. “Creo que nunca me recuperaré del todo. Es una práctica que debe acabar”, afirma convencida. Es feliz usando la vestimenta tradicional, pintando su cara de rojo en las ceremonias especiales y enseñando maa a su hija para preservar la lengua.

Nassy espera casarse pronto con su compañero Loitamany, pese a que deba rapar su cabeza y enterrar su frondoso cabello trenzado en la selva, según dictan las creencias masái. “Mi madre esperaba que yo tuviese una boda tradicional. Es una de las cosas que me pidió antes de morir”.

Junia Anilik, kardazan (Malasia, 29). No solo individuos

Junia Anilik, durante la celebración de una boda en la comunidad kardazan en la provincia de Sabah, en Malasia.
Junia Anilik, durante la celebración de una boda en la comunidad kardazan en la provincia de Sabah, en Malasia.

El legado familiar se respira todos los días en el hogar de Junia Anilik. Sus padres, su hermano y ella trabajan activamente en Pacos Trust, una organización dirigida por su madre Anne en defensa de los pueblos indígenas de la provincia de Sabah, al norte de la isla de Borneo, en Malasia. Anilik pertenece a la etnia kardazan, en la villa Kipouvo Penampang, donde conviven cerca de 500 personas, a una hora de la capital de Sabah. Defender su tierra natal es el objetivo de la joven bióloga, quien siempre tuvo pasión por la vida silvestre. “Cuando era niña seguía a mi abuela mientras salía a recolectar plantas medicinales”, recuerda.

Su motivación como bióloga no solo es investigar acerca del mundo natural, sino incentivar su conservación. “Quiero enseñar a otros sobre el cuidado de la naturaleza. Aplicar lo que sé para que haya resultados palpables”, zanja la joven, ante los conflictos medioambientales con el que han tenido que lidiar los 39 grupos étnicos de la provincia. En 2021, Gobierno del Estado firmó en secreto un acuerdo de 100 años con una compañía de Singapur; un acuerdo comercial de compra-venta de bonos de carbono sobre un área de más de dos millones de hectáreas, según IGWIA.

“Los kardazan creemos en el equilibrio. Si tomamos algo de la naturaleza tenemos que retribuirlo”, asegura la joven. Pacos Trsut lleva a cabo un proyecto en su pueblo en el que capacitan a los habitantes en procesamiento de alimentos y fertilidad del suelo, con el fin de establecer prácticas agrícolas amigables con la naturaleza que puedan transferirse entre jóvenes y adultos.

En el festival de cosecha de mayo del año pasado, la fiesta más grande su pueblo, lució la indumentaria típica Kardazan. “Disfruté de usar nuestra vestimenta, de bailar y escuchar nuestra música, pero vivo con el miedo constante de que los daños a la tierra puedan destruir lo que somos”, concluye.

Sargylana Atlasova, pueblos shaka (Rusia, 31). Cooperar para sobrevivir

Sargylana Atlasova en su pueblo natal, Oymyakon, en Siberia, Rusia.
Sargylana Atlasova en su pueblo natal, Oymyakon, en Siberia, Rusia.

“Ser sakha significa tener siempre una tetera caliente en casa para atender a los invitados”, asegura Sargylana Altasova, quien creció en el pueblo habitado más frío de la Tierra. Desde pequeña, su hogar, en las carreteras de Oymyakon en Yakutia, al norte de Rusia, era un espacio abierto. “Recuerdo un día en el que la alfombra de mi casa estaba llena de personas durmiendo”, asegura la joven, quien junto a su familia socorría a los vistantes que terminaban a la deriva, tras la avería de sus coches por las inclementes temperaturas de la región siberiana. Oymyakon puede llegar a rozar los 50 grados bajo cero durante el invierno.

“La única forma de sobrevivir aquí es cooperar”, afirma Altasova, educada para ser capaz de ordeñar vacas, recoger leña, cazar y cortar heno. Aunque a los 17 años dejó su Oymyakon para cursar sus estudios universitarios, aún resalta las tradiciones de sus ancestros, a quienes conoce de memoria hasta por siete generaciones.

Atsalova es parte de los pueblos originarios sajá, que representan una de las 22 repúblicas en Rusia. No alcanzan a llegar al medio millar de habitantes en Oykamon. “En mi clase éramos 19 estudiantes. Hoy hay clases en la que apenas hay dos alumnos”, cuenta la mujer, que dona libros a la escuela local en sus visitas al pueblo para que los niños aprendan sobre la vida afuera. “Cuando estaba en la universidad, un profesor nos mandó buscar algo en Google y yo fui a la biblioteca porque pensé que se trataba de un libro”, relata entre risas.

“Me gusta vivir entre dos mundos. No quiero que nuestras tradiciones se pierdan”, apunta. De la guerra prefiere no hablar mucho. “Hay personas que están en contra, pero la mayoría solo se entera de lo que dicen los canales federales que pueden ver y repiten lo que dicen las noticias”, señala, mientras lidia con la conexión de internet inestable.

Malachi Johnson, goreng goreng (Australia, 29). La tierra te elige

Malachi Johnson, tras su participación en un taller sobre el cuidado de los ecosistemas marinos, en Queesland, Australia.

Cuando Jhonson vio una tortuga emerger del mar y apuntar sus ojos hacia él, entendió su propósito en el mundo. Milbi, la traducción de tortuga marina en gurang, su lengua nativa, era su animal espiritual. Así se lo había dicho su mentor Malcon Mann, un educador que lo impulsó a abrazar sus raíces de aborigen goreng goreng, un pueblo nativo del Estado de Queensland, al noreste de Australia.

“La tierra me eligió a mí”, señala convencido en la videollamada, frente a una imagen de tribales coloridos como telón de fondo de la conversación. A sus 18 años, la herencia de su padre llevó a Johnson a la ciudad Diesciesite Setenta, donde se asienta su comunidad, a dos horas de la vivienda subvencionada en la que creció junto a su madre y siete hermanos. Desde su encuentro con los orígenes, cuidar de la Gran Barrera de Coral –la estructura viva más grande del mundo, que cubre las costas de Queensland y que puede observarse desde el espacio- se convirtió en el norte de su vida. “Allí reposa mi identidad”, zanja.

La barrera empezó a decaer en los noventa ante el avance del calentamiento global y aunque los últimos años se ha recuperado un poco, los arrecifes siguen en peligro. Desde la comunidad vecina del pueblo aborigen Darumbal en Rockhampton, Jhonson trabaja con el proyecto de Acuerdos del Uso Tradicional de los Recursos Marinos (TUMRA, por sus siglas en inglés). “Quiero ser voz de los que no tienen voz”, señala mientras muestra sus antebrazos tatuados con las palabras Murri People (gente murri), un término que designa a todos los grupos etnolingüísticos que habitan Queensland.

En su trabajo imparte clases y conferencias sobre conocimientos ancestrales y cuidado de los ambientes marinos. “Ayer estuve en un colegio enseñando acerca de los cambios estacionales”, apunta. Su sueño es expandir el legado de su pueblos entre los más jóvenes para que se apropien de su identidad. “Mi vida está dedicada a mi gente. Yo también quiero convertirme en un Malcon Mann”.

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