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Toca devolver lo prestado: la crisis de deuda asfixia el desarrollo en África

Tras años de alegría crediticia, ahora es momento de retornar lo recibido y con intereses. El gasto social cae desde hace años en varios países del continente. Con la prioridad en aliviar una situación límite, las lecciones de la crisis podrían cambiar el paradigma del progreso africano

En la imagen, "No hay paz para los malvados" escrito en la habitación de Anayo Mbah en el hospital de Umuida, Nigeria, este febrero.
En la imagen, "No hay paz para los malvados" escrito en la habitación de Anayo Mbah en el hospital de Umuida, Nigeria, este febrero.Jerome Delay (AP)

La directora en África del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (UNDP), Ahunna Eziakonwa, convocó a los medios internacionales el pasado 6 de mayo para transmitir un mensaje urgente. Quería alertar al mundo sobre los estragos del conflicto de Ucrania en el continente. La nigeriana abordó el terrible impacto de la guerra. Recordó que su onda expansiva está azotando con virulencia algunas de las economías más frágiles del planeta, exhaustas tras años de pandemia. Y puso en contexto macroeconómico una situación límite: “En 2010, África dedicaba de media un 5% de sus presupuestos a pagar deuda; hoy destina un 16%. Muchos países están teniendo enormes dificultades para proveer a sus poblaciones de servicios básicos”.

Eziakonwa lanzó un aviso sobre los potenciales efectos –si no se actúa pronto y con decisión– de la crisis de deuda que asfixia a África. Sutilmente, conectó malestar ciudadano y recurso a la violencia. “Podría afectar seriamente a la paz y la seguridad de la región”, advirtió.

Ese 16% que, en promedio, se lleva la deuda en los presupuestos africanos esconde casos muy dispares. Potencias regionales como Nigeria o Sudáfrica manejan cifras sostenibles. Otras como Kenia caminan peligrosamente hacia el precipicio. Varios Estados (Zimbabue, Sudán o Angola) se asoman con vértigo al abismo. Y uno, Zambia, ha sido el primero en caer en default, el temido impago que marca el porvenir de un país con el estigma de la desconfianza.

Según Jaime Atienza, responsable sobre políticas de deuda en Oxfam antes de ocuparse de la financiación contra el VIH en la ONU, todo apunta a que Zambia no será el único: “Los indicadores nos llevan a pensar que muchos países no van a ser capaces de afrontar sus pagos en el próximo año”. En el último listado del Fondo Monetario Internacional (FMI), 23 países del continente aparecen en la categoría de “país agobiado por la deuda” (debt distress), es decir, a un paso del impago o en alto riesgo de entrar en esa categoría. Todos se encuentran en África subsahariana.

Los indicadores nos llevan a pensar que muchos países no van a ser capaces de afrontar sus pagos en el próximo año
Jaime Atienza, responsable sobre políticas de deuda en Oxfam antes de ocupar su actual cargo en la ONU

Zambia ofrece una imagen nítida de cómo una deuda abrumadora puede llegar a desvirtuar el funcionamiento de un Estado. Al menos el de uno que aspira a cuidar mínimamente de sus habitantes. Mientras escalan las transferencias a los acreedores (hasta un 45% del presupuesto en 2022), se va esquilmando el gasto social. La partida de educación ha caído del 16,1% al 10,4% en cuatro años. La de salud se redujo –en plena pandemia– un punto y medio hasta situarse en el 8%, muy lejos del 15% al que se comprometió el país al firmar la Declaración de Abuja.

Bob Muchabaiwa, analista político y especialista en la materia, que en 2021 publicó un informe para Unicef sobre cómo está afectando la crisis de deuda a la infancia, conoce a fondo varios ejemplos similares. Quizá no tan extremos como el de Zambia, pero en los que el pago de la deuda sí repite un mismo patrón disfuncional: concentrar bastante más dinero que la suma del gasto en educación, salud y protección social. En su estudio figuran los ya mencionados Kenia y Angola, pero también Etiopía, Uganda y Mozambique. “Son las consecuencias de pedir prestado más allá de nuestra capacidad de devolver”, lamenta Muchabaiwa.

En otro análisis del economista indio Abhijit Mukhopadhyay, la educación angoleña simboliza el ahogo deudor. Las escuelas de allí saben bien cuán devastador puede ser a escala humana el tifón de los grandes números. La inversión educativa de Angola –que en 2014 alcanzó un nimio récord histórico del 4% del PIB– se ha desplomado por debajo del 2%. Cifra exigua ante sus gigantescos desafíos, a destacar la lucha contra un analfabetismo superior al 30%.

Una oportunidad perdida

Las primeras alarmas sobre una acumulación excesiva de deuda en África sonaron a mediados de la pasada década. “Desde 2014 se observan altos niveles en muchos países. Empieza entonces el trasvase de gasto social al pago de la deuda”, apunta la investigadora congoleña Magalie Masamba. La alegría crediticia arrancó unos años antes, en torno a 2010, tan pronto como los mercados internacionales se recompusieron de la crisis financiera de 2008. Fueron años de furor prestamista, con los inversores privados apostando fuerte por una región tradicionalmente ignorada, y convertida de pronto en un nuevo dorado de jugosos intereses. “Hay quien pecó, dicho de forma diplomática, de ser romántico en exceso, lo que impidió hacerse las preguntas adecuadas”, sostiene Alex Vines, que lideró hasta 2019 el Africa Programme en Chatham House, uno de los centros de pensaiento (think tank) con más solera del mundo.

Desde 2010, vinieron años de furor prestamista, con los inversores privados apostando fuerte por una región tradicionalmente ignorada y convertida de pronto en un nuevo dorado de jugosos intereses

Prestaron también los organismos multilaterales, con el FMI, el Banco Mundial y el Banco Africano de Desarrollo a la cabeza. Otorgaron cuantiosos créditos los 22 países del Club de París, que reúne a los principales acreedores bilaterales del mundo. A todos menos a China, que aún prefiere ir por libre y encarna como nadie –su modelo híbrido de préstamos público-privados concentra el 21% de la deuda africana– la fiebre de flujos monetarios que inundó África de millones. Hasta que la covid-19 sumergió a todos en un baño de realidad y obligó, con crueldad inusitada, a que acreedores y deudores se cayeran por fin del guindo.

Atienza lamenta la oportunidad perdida para construir modelos de financiación viables en África tras la suerte de tabula rasa que supuso la Heavily Indebted Poor Countries Initiative (HPIC), acuerdo masivo de cancelaciones que reflotó a muchos países pobres tras la crisis de deuda anterior, gestada desde los años ochenta y que explotó a finales de los noventa. El analista madrileño señala especialmente la escasa voluntad, como norma, a la hora de edificar esquemas fiscales sólidos: “Durante la década de 2010, la recaudación de impuestos en el África subsahariana se estancó en el 18% del PIB, mientras que en la OCDE supone el 35%”.

Aumentar la carga impositiva acarrea un coste político mayor a corto plazo. En especial si se pone el foco –mediante sistemas progresivos– en las rentas altas, con los gobiernos corriendo el riesgo de granjearse enemistades poco deseables. Si además se cortan las exenciones fiscales de que gozan las multinacionales en muchos países africanos, la inversión podría volar hacia destinos menos exigentes. Del otro lado, tirar de deuda supone la opción fácil cuando “hay dinero abundante en los mercados”, explica Atienza. Pero puede hipotecar el futuro de un país y “convertir en una trampa un mecanismo, el endeudamiento, que tiene que servir para fomentar el progreso y el desarrollo”, añade. “La irresponsabilidad puede condenarte a la pobreza”, proclama Muchabaiwa. En el dilema deuda versus impuestos, haberse decantado masivamente por la primera explica en gran medida la dramática situación actual.

En el dilema deuda vs impuestos, haberse decantado masivamente por la primera explica en gran medida la dramática situación actual

La triste paradoja es que ahora, con el agua al cuello, “muchos países están incrementando la presión fiscal, aunque recurriendo a impuestos indirectos, sobre todo al consumo, que perjudican a los más pobres”, puntualiza Muchabaiwa. Atienza, por su parte, plantea una alternativa –también en torno a la retroalimentación entre deuda y fiscalidad– que podría iluminar el horizonte del continente. Al crecer la recaudación directa, mejoraría la robustez de las cuentas estatales, y con ella las condiciones de financiación. Se prestaría así dinero más barato, y no esos créditos “del 9% a cinco años”, desconocidos hace tiempo en Europa pero habituales en África, recuerda Atienza. Según algunas voces, los préstamos hacia países subsaharianos rayan en ocasiones la usura. En su intervención del 6 de mayo, Eziakonwa se quejó de “primas de riesgo [que determinan el tipo de interés a pagar] injustas, las más altas del mundo”.

Necesidad de transparencia

En realidad, los niveles de deuda en la mayoría de naciones africanas siguen lejos de los que soportan algunas potencias económicas mundiales. La media continental ronda el 60% del PIB (en 2014 se situaba en torno al 35%), si bien cada vez más Estados superan el 100%. Es decir, acumulan una deuda mayor al tamaño de su economía. Eritrea (175%) y Cabo Verde (160%) encabezan una lista creciente. “En España tenemos un 120%”, recuerda Atienza, apelando a la necesidad de contextualizar los datos para entender la dimensión de la crisis. EE UU frisa el 140%. Y, como explica el madrileño en un artículo publicado el pasado año, Japón hace tiempo que se mueve en un 200% sin que nadie se lleva las manos a la cabeza ni los acreedores teman por el reembolso.

“El problema ha sido la fragilidad económica de muchos países africanos”, aclara Atienza. Muchabaiwa resume la ceguera cortoplacista sirviéndose de una máxima común, una especie de aforismo cuando las deudas aprietan; insiste: “El error fue haber pedido prestado por encima de nuestras posibilidades”.

Los expertos consultados no detectan mala fe generalizada entre los gobernantes que aporrearon las puertas de los prestamistas en los años de vacas gordas. Existen casos de corruptelas, el más notorio en Zimbabue, aunque predominó la mera inconsciencia. “El no tener en cuenta los riesgos de una sobrexposición”, en palabras de Vines. Y un alto grado de opacidad, siendo corrientes las cláusulas de confidencialidad en acuerdos ciertamente comprometedores. “A partir de ahora, la transparencia se antoja clave. Hemos de saber cuánto, para qué y a quién se pide prestado. África necesita instituciones fuertes que controlen los procesos”, asevera Muchabaiwa.

Las lecciones de la crisis podrían transformar por completo el paradigma del desarrollo en África. En varios países, el grueso de la deuda ha servido para costear ambiciosos proyectos de infraestructuras, cuya proverbial carencia inhibe el despegue del continente. Hay quien teme incluso que algunos puertos, líneas férreas o aeropuertos construidos durante los años locos vayan, poco a poco, oxidándose en el cementerio de los excesos. Se conviertan en palacios decadentes cuyos moradores tengan que dormir en el suelo.

Sin caer en vaticinios catastrofistas, todos coinciden en que el retorno a la inversión se hará esperar. “Nadie duda de que el enorme déficit de infraestructuras limita el progreso de África. Pero no hay que olvidar que estas suelen tener sobrecostes y períodos largos de maduración”, asegura Atienza, quien desliza otra relación en los ciclos de deuda: “Las inversiones han de obtener rendimientos que permitan devolver los créditos que se utilizaron para ellas”. Masamba observa un empeño algo obsesivo en los megaproyectos, descuidando otras siembras del desarrollo. “El debate ha sido estrecho de miras. Las escuelas también precisan de infraestructura, y no se ha puesto suficiente énfasis en esa vertiente social. Quizá sea el momento de repensar las prioridades. Y, desde luego, de evaluar con criterio si ciertos proyectos son asumibles”, estima.

El debate ha sido estrecho de miras. Las escuelas también precisan de infraestructura, y no se ha puesto suficiente énfasis en esa vertiente social. Quizá sea el momento de repensar las prioridades. Y, desde luego, de evaluar con criterio si ciertos proyectos son asumibles
Magalie Masamba, investigadora congoleña

La prioridad pasa ahora por sacar del pozo a los más de 20 países subsaharianos que se ahogan en pagos inminentes. En los últimos dos años, el G20 ha puesto en marcha dos iniciativas –de largos nombres condensados en el acrónimo DSSI y la abreviación Common Framework– con el fin de reestructurar (y en casos concretos suspender) deudas insostenibles. Aunque el enfoque es global, las miradas y esperanzas se centran en África.

Muchos juzgan sendos intentos como fracaso, apenas unos balones de oxígeno que sortean el coma sin consolidar una salud estable. Los acreedores privados se niegan a participar. Algunos pagos se han suspendido durante los arreones más duros de la covid-19, esperando sin prisa a la vuelta de la esquina, engrosando la bola para toparse con ella, de sopetón, algunos meses más tarde. Los cálculos de coste-beneficio han disparado las reticencias entre los países deudores.

“Te autoseñalas como país en crisis total sin una buena solución a cambio”, piensa Atienza. “El DSSI sí ha aliviado algo”, concede Masamba, quien, por el contrario, evalúa el Common Framework como un brindis al sol “sin resultados tangibles”. “No se han visto paso efectivos para encontrar respuestas sistémicas y a largo plazo. Me preocupa que nos quedemos en un nivel retórico sin avanzar hacia soluciones genuinas”, resume Attiya Waris, profesora keniana que asesora a la ONU –como experta independiente– en la relación entre deuda y derechos humanos.

Waris vincula la crisis de deuda (en África y otras regiones) a varios factores concomitantes. Entre ellos, “los continuos llamamientos del FMI para que se apliquen medidas de austeridad” o la “pérdida de ingresos fiscales debido a la fuga de capitales y los flujos financieros ilícitos”. Si Eziakonwa alertaba –en su alocución del 6 de mayo– sobre posibles brotes de violencia consecuencia de una deuda asfixiante, Waris desglosa las causas del malestar social: “Sin recursos para asegurar el funcionamiento de escuelas y hospitales, o para que funcione el sistema de justicia y el resto de servicios públicos, todos los derechos humanos se ven afectados”.

Crisis de deuda y su consiguiente desviación de gasto público. Parón pandémico del que el mundo se despereza lentamente. Guerra en Europa y sus repercusiones en forma de escasez alimentaria e inflación exorbitante. Son ingredientes que se van añadiendo a una olla a presión. Se cuece en muchos países africanos un guiso amargo que está poniendo a prueba la paciencia de sus poblaciones.

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