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Un ‘apartheid’ ecológico en Kenia

Las comunidades indígenas del este de África conviven con la naturaleza en una relación de reciprocidad. Sin embargo, un informe internacional alerta sobre las expulsiones y violaciones de los derechos humanos que sufren los pastores kenianos en las llamadas áreas de conservación

Un hombre masai mira un globo aerostático sobre la sabana.
Un hombre masai mira un globo aerostático sobre la sabana.ANGELO CAVALLI (Getty)
Analía Iglesias

Un rápido rastreo por internet en búsqueda de safaris al gran Masai Mara y otras áreas de exuberante naturaleza en el Este de África da como resultado varias ofertas para visitar una conservancy (o área de conservación de gestión privada o mixta) dentro de alguna reserva nacional keniana. Las propuestas viajeras se ilustran con fotos que muestran a grupos de turistas blancos, encabezados por algún guía armado, o conversando con un sonriente nativo semidesnudo y apenas provisto de un folklórico taparrabos. Son algunos de los excursionistas que integran el contingente de alrededor de dos millones de personas que llegan a Kenia cada año, a alimentar la industria turística del país, quizá con bienintencionada conciencia ambiental, sin saber que los anunciados propósitos de conservación de la naturaleza por parte de sus anfitriones esconden una colisión directa con las prácticas cotidianas y la digna supervivencia de las comunidades locales.

Para trazar (y vallar) esas áreas de conservación y explotarlas como haciendas de turismo de élite, las agencias gubernamentales y los gestores de las tierras han desalojado a buena parte de los pobladores autóctonos, e incluso atacado a pastores y líderes nativos, según un reciente informe del Oakland Institute (OI), llamado Stealth Game: ‘community’ conservancies devastate land & lives in Northern Kenya (Juego furtivo: cómo las áreas de conservación ‘comunitarias’ devastan tierra y vidas en el norte de Kenia), que habla de una injusticia de tal calibre que la llega a mencionar como un apartheid ecológico.

“Cada árbol, cada planta tiene un gran significado y un valor –incluso medicinal– para nuestra comunidad; el ganado está ligado a la pastura en cada estación. Nuestra identidad está en la tierra y por eso nos resulta importante transmitir el conocimiento indígena a las generaciones jóvenes, ya que lo que no está escrito sobrevive en cada uno de los miembros de la comunidad”, en palabras de Major Jillo, del Borana Council of Elders Isiolo (el consejo de mayores del área de Borana, en la región de Isiolo).

Habla Jillo de un trabajo diario, especializado, como la experiencia pastoril de las abuelas, que saben conducir a las cabras casi como compañeras, para evitar que destrocen árboles valiosos, por ejemplo. Este pastor es testigo de un clamor persistente porque se está “matando el conocimiento tradicional” con legislación contraria a sus labores, con menosprecio y paternalismo, según arguyen expertos locales como el conservacionista Mordecai Ogada que, sin embargo, asegura que el modelo hoy “está colapsando”.

Este modelo de conservación, que aparenta adaptarse a los objetivos de organismos como Naciones Unidas, cuyo Convenio sobre la Diversidad Biológica promueve la declaración de áreas protegidas (al menos un 30% del planeta para 2030 es el objetivo), disimula, sin embargo, unos instrumentos de expolio que hacen incompatible la vida de comunidades ancestrales en su propio territorio. Esta es la denuncia que promueve el think tank independiente Oakland Institute –con sede en California– en base a testimonios locales de las violaciones a los derechos humanos que se vienen produciendo desde la aparición de las áreas de conservación, mientras las autoridades kenianas desdeñan las voces nativas.

Safaris con comitiva militarizada

Entre los principales reclamos de estas áreas protegidas, destaca la lucha contra la caza ilegal, por lo que en ellas se autoriza la presencia de comandos privados anticazadores furtivos, con formación y armamento militar, que rastrillan las tierras en colaboración con agencias estatales como Kenya Wildlife Services (KWS). Estos singulares guardaparques se ofrecen como garantía de protección del paisaje y, en especial, de los paradores de lujo de quienes asisten a los safaris.

Paralelamente, la simple existencia de un área de conservación delimitada permite que allí se vuelquen ingentes sumas de dinero provenientes de donantes –tanto públicos como privados– en concepto de ayuda a la salvaguarda de la biodiversidad y lucha contra el cambio climático, a través de los mecanismos establecidos para el mercado internacional de los créditos de carbono, según revela el informe.

Se trata, pues, de grandes superficies de territorio convertidas en fortalezas gobernadas, controladas y rentabilizadas por unas pocas empresas, como la Northern Ranger Trust (NRT), una de las más poderosas, ya que cuenta con 39 zonas de conservación (conservancies), que cubren unos 42.000 km², lo que representa un 8% del territorio total del país. En el origen de esta firma, que comenzó su actividad en los primeros años de la década del 2000, está la finca familiar de 250 km² de un miembro de la minoría blanca de Kenia, que se instaló en el país en tiempos de la colonia británica y que mantiene fuertes vínculos y apoyo de la aristocracia inglesa, según puede comprobarse a través de los viajes oficiales de la realeza y su corte que reseña la prensa internacional.

El informe del OI recoge la genealogía del modelo, cuyo mayor abuso radica en erigir esas fortalezas que obligan a la desposesión de las tierras que desde tiempos inmemoriales han pertenecido a unas comunidades a las que ahora se les niega (o se burocratiza al infinito) la posibilidad de registrarlas y de tener títulos de propiedad.

Al mismo tiempo, la corrupción de los órganos de gobierno da lugar a la criminalización y la amenaza de los nativos por ejercer sus actividades de pastoreo, a lo que se suma el poder fáctico de los rangers, que patrullan, violentan y desplazan a las personas, según consta en numerosos procesos judiciales recogidos en el documento. En el mismo se consignan, asimismo, más de 70 muertes violentas ocurridas en choques interétnicos o por problemas con pastores (cuyo ganado pastaba tradicionalmente en esas tierras), disturbios en los cuales también habrían participado las patrullas de los parques naturales o el servicio estatal de protección de la vida silvestre, con el argumento de la defensa de los planes de conservación.

Para confundir más las cosas, un único ministerio, que en Kenia aúna las competencias en turismo y vida silvestre, parece pasar por alto el trasvase de personal jerárquico entre consejos de administración del ámbito privado al público, y viceversa, según el documento, en cuya difusión participa la organización ecologista Survival International. No faltan, entre las acciones de estos fideicomisos de la conservación, las sociedades con empresas multinacionales con historiales poco sostenibles para realizar prospecciones petroleras conjuntas en áreas protegidas. Sin ir más lejos, en 2015, para avalar uno de esos acuerdos de una conservancie con una petrolera, entre las metas expuestas en los planes de los administradores de tierras figuraba la de “ayudar a las comunidades a entender el beneficio que se obtendría con la comercialización de los recursos fósiles”.

Quienes se niegan a dejar que la confusión se apodere de todos los ámbitos de la administración rural son algunos de los representantes comunitarios que no han accedido a trabajar al servicio de las empresas gestoras de las áreas de conservación. Entre ellos, sobresalen quienes participaron, días atrás, en un seminario web organizado por el Oakland Institute, para refrendar su informe: Violet Matiru, de la Millenium Community Development Initiatives (Comunidad Millenium de Iniciativas de Desarrollo), Major Jillo y Mordecai Ogada, entre otros. Junto a ellos, una de las autoras del informe, Anuradha Mittal, y la representante de Survival International, Fiore Longo, expusieron la razón esencial por la cual consideran imprescindible expresarse en voz alta: el enfoque de la conservación encerrada en una especie de fuerte inexpugnable (llamado, en este caso, área protegida) debe reemplazarse por los esfuerzos de conservación guiados por el saber indígena, que es el mejor camino para preservar la riqueza en biodiversidad que queda en el planeta, respetando los intereses, los derechos y la dignidad de las comunidades locales.

Invitar a los donantes a conocer sus territorios

“Nuestra relación con la tierra no puede ser una transacción”, argumentó la autora Anuradha Mittal. Por su parte, Mordecai Ogada aseguró que los pastores han sido los custodios de la vida silvestre durante siglos, apoyándose en una investigación del Rights and Resources Institute que concluyó que las comunidades locales e indígenas consiguen al menos el mismo nivel de protección con una porción del presupuesto que actualmente se destina a estas áreas protegidas.

A propósito, la ecologista Fiore Longo coincidió en que hay menos deforestación en zonas indígenas de Latinoamérica que la que se logra en áreas de protección oficial, ya que las comunidades locales dependen de la salud de sus territorios para vivir, conocen la naturaleza como nadie y la cuidan. “Es llamativo que sigamos apostando por modelos incorrectos cuando tenemos tantas evidencias científicas de que los objetivos de conservación se alcanzan mejor cuando las comunidades locales tienen derechos colectivos reconocidos y están en control de sus tierras”, reforzó Longo, recordando que el 80% de la biodiversidad del planeta se encuentra en territorios en los que viven comunidades indígenas.

Frente a la vasta riqueza biológica con la que conviven, no es mucho lo que piden los representantes de las comunidades nativas del norte de Kenia: ante todo, reclaman poder discutir en foros abiertos y participar en la confección de las agendas globales del medio ambiente, que intuyen se elaboran en Washington o Bruselas. Otra reivindicación es que se les permita llegar a los donantes de las áreas de conservación, para invitarlos a pasar una temporada con ellos y conocer la tierra en la que pastan sus vacas. De hecho, en abril de 2021, el Consejo de los Mayores de la Comunidad Samburu de cuatro condados –Isiolo, Laikipia, Marsabit y Samburu– escribió cartas a ONG internacionales y otros donantes de NRT para solicitarles una auditoría de las inversiones de la empresa.

Según los conservacionistas de los pueblos nativos, algunos donantes no están al tanto de cómo se gasta el dinero que ellos envían, ya que este circula “sin ningún control” en unas pocas manos. Solicitan, en síntesis, que tanto las ayudas por parte de los gobiernos como de las organizaciones supranacionales, así como el mecanismo compra-venta de créditos de carbono, contengan cláusulas de respeto a los derechos humanos y el consentimiento de las comunidades locales.

Concluye Fiore: “Tenemos que desterrar la idea de que la naturaleza está despoblada de humanos y que solamente los occidentales podemos conservarla, o explotarla. De esa visión anticuada de lo salvaje como un espacio vacío y separado de nosotros surge la idea de hacer de ello un capital que nos da servicios y disfrute. La relación de los indígenas con la naturaleza es, en cambio, de reciprocidad”.

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Sobre la firma

Analía Iglesias
Colaboradora habitual en Planeta Futuro y El Viajero. Periodista y escritora argentina con dos décadas en España. Antes vivió en Alemania y en Marruecos, país que le inspiró el libro ‘Machi mushkil. Aproximaciones al destino magrebí’. Ha publicado dos ensayos en coautoría. Su primera novela es ‘Si los narcisos florecen, es revolución’.

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