El poder del pueblo para evitar la muerte por diarrea
En la región de Manhiça, en Mozambique, décadas de trabajo conjunto de investigadores españoles y mozambiqueños con la población local han logrado una mejora de la salud de niños y adultos. Los avances en el acceso a agua y saneamiento para reducir enfermedades por parásitos intestinales y demostrar la relación de estas con la incidencia de malaria son los últimos logros
Malaria y diarrea. No hay una sin otra, o al menos así lo han experimentado en sus carnes los niños de Manhiça, en el sur de Mozambique. Ningún oriundo podía mostrar evidencia alguna que corroborase tal relación, pero ni falta que hacía: la experiencia, en este caso, es un grado. “Aquí los problemas son las dos enfermedades por igual”, resume Avelina Chauque, directora del centro de salud de Ilha-Josina, uno de los seis puestos administrativos de esta provincia, eminentemente rural y empobrecida.
Decir que en Ilha-Josina, Maluana o Calanga el terreno es un pantanal se queda corto. La mañana sorprende con lluvias torrenciales. Los campos de maíz están anegados, como lo están las carreteras, dificultando la circulación en aquellos tramos con más barro y socavones. La doctora atribuye a la humedad de estos parajes tropicales parte de la responsabilidad de que sean tan frecuentes esas dos enfermedades: Por una parte, el paludismo, transmitido por la picadura de la hembra del mosquito P. falciparum, un insecto que gusta de ambientes cenagosos. Por la otra, las diarreas agudas provocadas por parásitos presentes en heces y agua contaminada que entran en contacto con el ser humano. Cada una provoca la muerte de más de medio millón de criaturas cada año en el mundo, y ambas se dan, generalmente, entre poblaciones de bajos recursos y con acceso limitado a agua potable o a instalaciones sanitarias adecuadas.
Ahora, una nueva investigación liderada por inmunólogas del Instituto de Salud Global de Barcelona (ISGlobal) ha demostrado con números y datos contrastados lo que las madres de Manhiça ya llevaban tiempo observando en sus hijos: que contraer una de estas dos infecciones facilita el contagio de la otra, y viceversa. Esta relación es el último hallazgo, publicado el pasado diciembre, que resulta de 25 años de trabajo del Centro Internacional de Salud de Manhiça (CISM), aliado de ISGlobal en el proyecto. Este espacio es un sueño compartido entre los gobiernos de España y Mozambique que comenzó a operar con la aspiración de mejorar la atención sanitaria, así como convertirse en punta de lanza de la investigación y la formación médica. Desde aquí se han logrado importantes avances en la lucha contra la malaria, la tuberculosis, la neumonía y la salud materna. También en la reducción de enfermedades de transmisión hídrica, como el cólera y otras diarreicas que en su día constituyeron dos de las principales causas de mortalidad infantil en esta provincia. Pero las cosas cambiaron, según relata la doctora Chauque. “Tratamos malarias y diarreas a diario, pero ya no se muere nadie. Las dos van a existir siempre aquí, pero con las medidas preventivas como mosquiteras y la pulverización con insecticidas, así como las mejoras en la higiene, las estamos controlando”.
Ya en 2013, un estudio del CISM determino que durante la década anterior se había reducido un 80% la incidencia de diarreas agudas entre niños de 0 a 59 meses en esta región, pero aún quedaba un largo camino por recorrer. Se lograron progresos gracias a la promoción de la higiene y la construcción de nuevas infraestructuras de agua y saneamiento mediante el trabajo en equipo de entidades locales e internacionales.
No obstante, contar con el beneplácito de los vecinos de Manhiça fue indispensable. Son personas sencillas con vidas sencillas, como la octogenaria señora Rosa João, que recibe en casa sin resquemor alguno porque, como le ocurre a la mayoría de moradores de esta extensa provincia mozambiqueña, ya está acostumbrada a participar en encuestas, estudios y ensayos de diversa índole.
Ha cesado la lluvia y la anciana João, cuya edad exacta desconoce, pide sentarse. Camina descalza, y sus pies, encallecidos y cubiertos de polvo, no aguantarán mucho más. Junto a ella saluda su hermana Elisa, igual de mayor y un poco más fatigada si cabe, porque ha llegado caminando desde su hogar, otra modesta chabola en plena campiña. Apenas cubiertas con sendas capulanas, sienten frío en un día desapacible como este. Pero, acomodadas en un par de sillas de plástico, se animan a contar en shangana, su lengua materna, cómo han pasado casi toda su vida sin saber lo que era un váter. Hasta hace unos meses.
Efectivamente, a unos metros de la casa de cañizo de Rosa João que construyó con sus propias manos, –aunque ella le resta importancia– se eleva una estructura circular cubierta de lonas y chapa con un pulcro retrete de cemento en su interior. En la base tiene grabada la fecha de su inauguración: 15 de abril de 2021. “Antes tenía una letrina que me fabriqué rompiendo el fondo de una artesa circular de arcilla, pero corría el riesgo de cortarme y hacerme daño. Ahora puedo ir al aseo con más seguridad y limpieza”, se alegra. La jofaina, arrinconada en el patio, ha pasado a mejor vida. La hermana, que vive sola desde que enviudó, optaba por esconderse “entre las matas” para hacer sus necesidades mayores. “Era problemático, sí, porque me cuesta agacharme y porque siempre había otras personas cerca”, refiere. También asegura que sufría diarreas esporádicas que ahora han desaparecido. Es similar el testimonio de Rosa, que ha reconocido la enfermedad en los dos nietos que tiene a su cargo, Nester y Paulo, de ocho y 14 años, huérfanos de padre y madre.
600.000 mozambiqueños sin váter
Que ahora las João tengan un excusado ha sido posible gracias a un proyecto ejecutado por la ONG española Ongawa, cuyos programas en Mozambique han beneficiado desde 2007 a 214.000 personas de las zonas más rurales, alejadas y menesterosas. En 2017 arrancaron otro con la financiación de la la Agencia Extremeña de Cooperación Internacional para el Desarrollo, y con el apoyo de ISGlobal, la administración local y los vecinos. La intención, mejorar la salud de 5.500 beneficiarios del puesto administrativo de Maluana a través de la mejora de servicios básicos. Solo la mitad de los mozambiqueños tiene acceso a un suministro de agua mejorado y apenas uno de cada cinco utiliza instalaciones de saneamiento mejoradas. Se calcula que casi 600.000 habitantes de los 31 millones que tiene el país, practica la defecación al aire libre. La cifra asciende a 673 millones de individuos en el mundo, la mayoría en áreas rurales. El sexto objetivo de la Agenda 2030, que establece que en menos de diez años hay que lograr agua potable para todos, también contempla el acceso equitativo a servicios de saneamiento e higiene adecuados para todos.
Los datos recogidos por el CISM durante los últimos 25 años en Manhiça les han servido para poder mapear las necesidades de una población campesina, dispersa y difícil de alcanzar. Aquí cada hogar está contabilizado, y sus miembros informados de qué se requiere de ellos y para qué. Así, cuando se acometió otro estudio para reducir las infecciones por geohelmintos –parásitos intestinales– en escolares de Manhiça, sus responsables pudieron diseñarlo a sabiendas de que allí podrían elegir a los participantes entre una población de 184.359 habitantes en 42.173 viviendas geoposicionadas y numeradas, y en las que todos los eventos vitales como nacimientos, embarazos, migraciones o muertes estaban registrados. También obtuvieron datos precisos sobre el número de residencias con letrinas y sin ellas, el tiempo medio que tardaba una persona en llegar a un pozo o fuente y si tenía jabón para asearse.
Una de las intervenciones se llevó a cabo en varios centros escolares donde se evaluó si, mediante la instalación de nuevos aseos y puntos de lavado de manos, las enfermedades por esos geohelmintos descendían. La escuela elegida para ser acondicionada fue la de Pateque, en el distrito de Maluana, que en el curso de 2021 contaba con 1.390 alumnos matriculados. Buena parte recibe lecciones en las aulas, y los que no caben, que son bastantes, bajo los mangos del patio.
Las instalaciones, del año 93, se ven viejas, pero los aseos relucen del techo al suelo, que ya no es de tierra sino de cemento: a la izquierda, para niños; a la derecha, para las niñas. En esta ala, uno de los habitáculos está acondicionado para estudiantes con discapacidad y para que las chicas realicen su “gestión menstrual”, en palabras de Emilio Bernardo Chuquela, director del centro. “Dejan de acudir a clase porque no tienen donde cambiarse”, explica el informado director sobre una realidad que provoca que, en África subsahariana, al menos una de cada 10 niñas falte a la escuela durante el ciclo menstrual, según la Unesco. En este aseo, con papelera incluida y la intimidad que regala una puerta con pestillo, pueden cambiarse de compresa cómodamente.
La próxima escuela que estrenará retretes y lavabos es la de Epsana. Ahora no hay más que unos cimientos, pero la técnica de proyectos de la ONG, Darminda Gujamo, calcula que en 90 días como tarde estarán disponibles. Y no es la última. “Tenemos un presupuesto de 1,2 millones de meticales (unos 16.500 euros) para dotar de bloques sanitarios a este colegio y la cantidad total estipulada para todo el proyecto es de 5,8 millones de meticales (80.000 euros)”, estima.
Padres como Antonio Mambane y Olivia Marcos, del AMPA del colegio de Pateque, reconocen los beneficios para la comunidad: más letrinas, más puntos de agua limpia y menos enfermedades. “Antes sí se recorrían muchas distancias porque no había pozos, pero ahora, en mi barrio, con el de la escuela que se ha construido y otro cercano tenemos el servicio cubierto”, opina el primero. Marcos apunta que hace mucho tiempo que su hijo, uno de los que participó en el estudio de geohelmintos, ya no enferma. Asegura, eso sí, que lo más difícil para ella ha sido inculcar normas de higiene a sus vástagos. “Ya se habían acostumbrado a defecar al aire libre y cambiar las costumbres no es sencillo”, advierte.
El vuelo de una mosca lo explica todo
Modificar maneras de actuar y comportarse no es sencillo. Más allá de la construcción de infraestructuras, es fundamental difundir un mensaje claro y comprensible sobre los riesgos de no lavarse las manos correctamente o de preferir el campo a la hora de defecar. Por ejemplo, la posibilidad de sufrir parásitos intestinales se reduce un 54% si se utiliza agua tratada, un 62% si uno se lava bien las manos antes de comer, un 34% si se utilizan letrinas mejoradas…
Pero los números no dejan visibilizar el problema. Por eso existen iniciativas como la que van a vivir los vecinos un área remotísima del puesto administrativo de Calanga. En la que se adivina una jornada muy festiva, van a participar en una actividad organizada con el beneplácito de los líderes comunitarios. Se llama El despertar y sirve para explicar la relación entre defecar al aire libre –cosa que hace todo el mundo en esta comunidad– y enfermar. “Es muy común y se ha empleado con éxito en muchos lugares del mundo con esta problemática”, expone Zenaida Maquín, trabajadora social de Ongawa. “Tenemos que despertar a las comunidades sobre la importancia de la higiene, y para eso hemos tenido que aprender a comunicar correctamente que si defecan al aire libre, acabarán bebiendo agua contaminada y enfermarán”, expone.
Sentados en círculo en el claro de un bosque, los asistentes atienden, expectantes. La mayoría de las mujeres en el suelo, sobre sus capulanas, con las piernas estiradas. Vasco Coté, coordinador de programas de la ONG describe el momento: “Primero se traza un mapa del barrio en el suelo, se identifican escuelas, pozo de agua, iglesias, viviendas… Un voluntario –es el secretario de la comunidad, que viste de traje– se sienta en el punto donde se supone que está su casa. La activista que lidera la actividad le pregunta si tiene váter en casa, él responde que no. A continuación, pregunta con cuántas personas convive; él contesta que con cinco”, traduce Coté. En ese momento, la voluntaria comienza a colocar montones de arena alrededor del secretario, y explica que estos representan la cantidad de excrementos que generan los miembros de ese hogar. El público explota en carcajadas porque el abochornado secretario acaba rodeado.
La segunda parte de la actividad está protagonizada por un almuerzo: pollo con arroz. “Les ofrecemos un plato de comida y ellos aceptan; luego buscamos un excremento humano –en este caso lo encuentran a menos de 50 metros, el lugar es bien conocido por los oriundos– y lo situamos al lado del plato”, pormenoriza Coté. La idea es que rápidamente vean a las moscas posándose en las heces y en los alimentos, en la que resulta una manera muy directa de mostrar cómo los parásitos que provocan enfermedades acaban en sus estómagos. “Despertar es que ellos por sí solos vean esto”, añade Maquín.
No da tiempo a observar el final de la función porque la lluvia regresa, implacable. Todos quieren quedarse; se cubren bajo los árboles, utilizan las sillas de plástico a modo de paraguas, pero el chaparrón no da tregua. Hombres y mujeres corren hacia sus casas y el claro del bosque se vacía en un abrir y cerrar de ojos. No importa, la semilla de la curiosidad ya está plantada en Calanga y la actividad se repetirá.
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