Un laboratorio de 163.000 personas
El Centro de Investigação em Saúde de Manhiça nacio hace 20 años de la mano de la cooperación española en una zona rural de Mozambique. Hoy es puntero en todo el mundo en la lucha contra las enfermedades de la pobreza, la malaria, la tuberculosis o el VIH.
En Manhiça, una zona rural al norte de Maputo (Mozambique), se corrió el rumor de que cuando medían a los bebés en la pediatría del hospital para revisar que su crecimiento era adecuado estaban realmente tomando medidas para su tumba. Hace 20 años, en una pequeña habitación de este mismo centro sanitario, comenzó a forjarse lo que hoy es uno de los proyectos de salud global más reconocidos en el mundo. De la mano del investigador Pedro Alonso y la cooperación española, nació el Centro de Investigação em Saúde de Manhiça (CISM). Cumple ahora dos décadas luchando contra el parásito que causa la malaria, el virus del sida y la bacteria de la tuberculosis, entre otras enfermedades que aquejan sobre todo a los países en desarrollo. Pero es más que eso, es un gran laboratorio que monitoriza la salud de 163.000 personas para observar patrones, epidemias y conductas sociales, aunque estas no siempre ayuden a erradicar estos males de la pobreza.
Poco tiempo después de esas primeras reuniones en el despachito del hospital, la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECID) comenzó a construir frente a él el edificio que hoy alberga a 500 profesionales trabajando en la consecución de remedios que pueden beneficiar a millones de personas. Es un bullir de investigadores de diversas nacionalidades —sobre todo españoles y mozambiqueños—, técnicos, encuestadores que recorren a diario la zona para actualizar el censo, coches todoterreno que llevan y traen a los científicos a Maputo. Su presencia marca a una región rural del décimo país más pobre del mundo: es la segunda empresa más grande de la zona, tras una compañía que recoge caña de azúcar, pero su impronta va más allá de los puestos de trabajo o del trajín que se congrega en torno al centro.
Este ir y venir comienza por la mañana temprano. Albino Dorge, uno de los técnicos del departamento de demografía sale en moto con su tableta digital para recorrer los caminos de tierra que le lleven a cada esquina de Manhiça. Accede así a las viviendas que, a pesar de estar hechas en su mayoría de cañizo, lucen, sin excepción, una inscripción numérica en la puerta que las identifica. Es la forma de mantener al día un censo que recoge quienes mueren, nacen, se desplazan y las condiciones socieconómicas de cada familia. Esta información se integra en la base de datos que da soporte a muchos de los estudios que se desarrollan en el CISM. Cuando cualquier vecino visita el médico o recoge sus pastillas aporta su identificación personal, de forma que los investigadores pueden reconocer patrones de salud, propagación o contención de epidemias.
El VIH es la principal de la zona. Uno de cada cuatro habitantes son portadores del virus del sida. La enfermedad ha marcado a la sociedad del lugar, que conoce perfectamente sus letales consecuencias; todas las familias han perdido a seres queridos por su culpa, pero hoy los enfermos se limitan a recibir los antirretrovirales que ya han convertido a la dolencia en crónica. Además, la zona padece una alta tasa de tuberculosis, frecuentes enfermedades diarréicas que disparan la mortalidad infantil y la malaria endémica de la región.
Esta última enfermedad es precisamente uno de los principales leit motivs del CISM. Su fundador, Pedro Alonso, es hoy el director del programa de la malaria de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la búsqueda de una vacuna que frenase a esta dolencia transmitida por mosquitos que mata cada año a 627.000 personas —en su mayoría niños— ha sido uno de los sus grandes caballos de batalla.
Desde su nacimiento, muchas cosas han cambiado en el CISM. El gobierno mozambiqueño se implicó en el proyecto y en 2008 nació la Fundación Manhiça, en la que colaboran numerosas instituciones locales e internacionales y en la que la cooperación española sigue teniendo un papel muy relevante. Antes de eso, en 2004, Alonso dejó la dirección en manos de Eusébio Macete, pero este afán de lucha contra la malaria no ha variado. El centro fue el primero del mundo en ensayar una vacuna con recién nacidos. A finales de 2014 se concluyeron los ensayos clínicos, que muestran su seguridad y una efectividad de hasta un 36%. “Actualmente estamos esperando la validación de las organizaciones internacionales con el objetivo de empezar a administrarla en niños”, explica Pedro Aide, responsable de las investigaciones sobre malaria del CISM.
Ese 36% es mucho más de lo que existe hasta ahora, ya que no hay inmunizaciones efectivas más allá del tratamiento profiláctico, que solo se puede tomar en breves periodos de tiempo. Es decir, es aplicable para visitantes a zonas endémicas, pero no para quienes viven allí. Sin embargo, queda por debajo de las esperanzas que se habían generado. “Lógicamente, cuando investigas una vacuna quieres que los resultados sean los mejores posibles. En nuestro caso, había muchas expectativas creadas. El que inventa el teléfono móvil lo hace sin que nadie sepa que lo está inventando, nadie lo escruta. Aquí se va detallando paso a paso y todo el mundo contempla su génesis y evolución”, resume Macete.
En Manhiça, cuatro de cada diez personas son portadoras del virus del sida
Las investigaciones con respecto a la malaria no se detienen en la vacuna. Uno de los proyectos que tienen entre manos es demostrar que se puede erradicar la enfermedad en una determinada región. Concretamente van a experimentar en Magude, una zona vecina a Mahiça de 60.000 habitantes. Van a emprender un plan de choque de fumigación en hogares e instalación de mosquiteras que irá acompañado de una profilaxia farmacológica masiva de sus habitantes durante un mes. La malaria se transmite por mosquitos, que sirven de vehículos para los parásitos plasmodium. Si se elimina de la sangre de de los habitantes de un área, los insectos se quedan sin parásito que transmitir. Y si eso se logra en una zona, sería potencialmente exportable a otras. Quieren empezar a experimentar este método en agosto.
Pero también hay vida más allá de la malaria en el CISM. Numerosos investigadores innovan en este rincón de África con tratamientos o soluciones de salud pioneras. Es el ejemplo de un proyecto coliderado por los investigadores de ISGlobal —aliado estratégico del CISM— Quique Bassat, Clara Menéndez y Jaume Ordi para establecer con precisión las causas de muerte en los países más pobres mediante una autopsia mínimamente invasiva. Una de las claves de esta investigación fue la combinación de la biología con las ciencias sociales, que es fundamental en el desarrollo de soluciones de salud global. En este caso, necesitan determinar qué pruebas consideran aceptables en los cadáveres distintos pueblos, según sus creencias. Su método, que consiste en sacar pequeños extractos de tejidos mediante agujas, parece no generar conflictos en prácticamente ninguna sociedad, con lo que puede ser un buen método para saber el origen de la mortalidad en los países donde no hay medios para otro tipo de autopsias. Conociendo las causas, será más fácil luchar contra ellas.
Estos mismos problemas sociales se encuentra Alberto García Basteiro, que lidera la investigación contra la tuberculosis en el CISM. “Aquí mucha gente, antes del médico va al curandero, cuyos tratamientos acaban muchas veces en intoxicaciones”, explica el investigador en una zona donde los avances punteros en ciencia tratan de convivir y adaptarse en lo posible a las prácticas tradicionales. “Aquí, por ejemplo, es frecuente que la población no crea que los niños puedan tener tuberculosis, puesto que la asocian a ciertos ritos sexuales de los cuales ellos estarían exentos”, relata. Esto provoca que detección en los pequeños sea tardía y que puedan propagar el bacilo a otras personas durante más tiempo. Solo un tercio de los casos de esta enfermedad en Mozambique están diagnosticados, así que parte de las líneas de trabajo de Basteiro y su equipo tienen que ver con la caracterización y cuantificación de los casos para evitar que se “perpetúe la transmisión”.
Alberto García-Basteiro, epidemiólogo gallego que lleva dos años y medio instalado en Manhiça, no sabe cuándo volverá, si es que lo hace: "Cada vez nuestros trabajos tienen más repercusión y siempre hay proyectos estimulantes. Se podría hacer investigación en cualquier otro lado, pero estar aquí, viviendo diariamente con las personas que sufren las enfermedades, en contacto directo con un hospital que los trata, te aporta una visión más integral y cercana al paciente, un plus, que no tienes fuera".
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