La nueva (pero no buena) vida de las exprisioneras sirias
Centenares de mujeres sobreviven en Turquía, cerca de la frontera con su país natal, sin expectativas y con problemas psicológicos después de años de guerra y meses de cautiverio en la cárcel
El piso tiene 15 metros cuadrados. Un pequeño salón con una alfombra donde yacen varios cojines. Una cocina estrecha con una nevera semivacía y un balcón que da a la mezquita verde del barrio. Aquí vive la siria Melak El Osman con su hija Aya, de tres años. Llegaron a Reyhanli, una ciudad turca situada apenas a cuatro kilómetros de la frontera con su país, en 2019. Años de guerra, relatos de torturas y abusos en cárceles, el rechazo de la sociedad, el abandono de su marido y media cara abrasada tras un ataque aéreo sobre su casa, en enero de 2016, parece demasiado para una joven de 26 años. Como El Osman, hay centenares de exdetenidas que viven solas, con graves problemas psicológicos y sin expectativas de futuro en Reyhanli después de escapar de un país destrozado tras más de una década de guerra.
Mientras la pequeña Aya corretea con un paquete de patatas, El Osman se disculpa por no tener más que café turco y unas chocolatinas que ofrecer a los invitados. La nueva vida de la joven en Reyhanli no es entre rejas, pero tampoco dista mucho de estar en una prisión. Unas oscuras y deterioradas escaleras dan acceso a su hogar, unos pocos metros cuadrados vacíos en los que pasa las 24 horas del día junto a su hija. Entre cuatro paredes lidia con sus problemas mentales derivados de las agresiones sufridas entre rejas tras su detención en 2017, que destrozaron su vida y minaron su autoestima. “Esos dos meses que pasé en la cárcel derrumbaron mi vida. El estigma de haber sido detenida por el Gobierno hace que la sociedad no te perdone. Fue una pesadilla. Me torturaron, abusaron sexualmente de mí, me insultaron y denigraron en las frías celdas de Damasco. Cuando salí, mi marido se había casado con otra mujer y en mi ciudad ya nada era lo mismo porque había estado presa”, explica la joven de 26 años entre lágrimas.
El Osman, natal de Daraa, una ciudad sureña, conservadora y generalmente beduina donde comenzaron las protestas antigubernamentales en 2011, resalta las dificultades que enfrentó tras salir del presidio. “Tenía mala reputación y todo el mundo hablaba de lo que me habían hecho los soldados. Ni siquiera pude volver a la universidad porque me ponían trabas para admitirme de nuevo. Mi marido ya no quería estar conmigo por lo que me habían hecho. Se derrumbó todo y decidí marcharme”, lamenta mientras de manera espontánea se tapa la parte del rostro que tiene abrasada.
Fue una pesadilla. Me torturaron, abusaron sexualmente de mí, me insultaron y denigraron en las frías celdas de DamascoMelak El Osman, siria de 26 años
Abdel Qader, director de la organización humanitaria Kahatein, resalta desde su despacho en Reyhanli los problemas que enfrentan las mujeres que fueron recluidas. “En 2018 decidimos adentrarnos en este tema. Ellas salen de los centros penitenciarios después de haber sido abusadas y torturadas. Los esposos las rechazan, se quedan solas y se enfrentan a una sociedad injusta, que las juzga y rechaza. Por eso huyen y vienen a lugares como Reyhanli a empezar una nueva vida”, argumenta. Actualmente, la organización ayuda a 52 beneficiarias en esta situación con apoyo psicológico, económico y, en algunos casos concretos, con tratamiento médico. Kahatein está facilitando terapia psicológica a El Osman una vez a la semana todos los viernes y un apoyo económico de 70 euros al mes.
La joven narra su historia mientras la pequeña Aya juguetea con su osito de peluche, ajena a un relato que comparten centenares de mujeres en Reyhanli. El Osman tenía 22 años y regresaba, como cada día, de la Universidad de Damasco, en Daraa, donde cursaba el segundo año de Ciencias Bancarias. En el trayecto de vuelta a casa fue detenida. La joven asegura que ella fue una de las organizadoras de las manifestaciones en Daraa cuando empezaron las protestas antigubernamentales de 2011. Su activismo le costó la detención pasados los años. “Para mí era ya una rutina. Me insultaban, me pegaban y me violaban en prisión. Lloraba y estaba sola todo el tiempo. Me pedían los nombres de los alborotadores y, al no conseguir nada, me trasladaron a Damasco, donde estuve en varias cárceles hasta que terminé en la de Adra”, afirma refiriéndose a la conocida penitenciaría situada a las afueras de la capital. Esos dos meses de palizas, traslados de penal en penal y abusos sexuales continuados, afirma, la dejaron tocada para siempre.
Qader sostiene que hay centenares de mujeres en la ciudad que fueron encarceladas en Siria, pero saber una cifra exacta es imposible, ya que la mayoría no se atreve a contar la violencia sexual sufridos durante su arresto por miedo al estigma, lo que hace que el proceso de documentación sea mucho más difícil. “El problema es que muchas han perdido la confianza en sí mismas, están heridas para siempre y necesitan ayuda para empezar una nueva vida aquí”, explica. Qader comenta que ayudan a las expresas dependiendo de la necesidad. Algunas veces conceden unos 100 euros, otras 150 o, incluso, también las apoyan para comenzar proyectos como salones de belleza o les proporcionan máquinas de coser.
La odisea de El Osman no terminó en Reyhanli, ciudad a la que llegó hace dos años sin dinero, con una niña pequeña y con graves problemas psicológicos de los que todavía no consigue desprenderse. Después de estar varios meses viviendo en una casa de compatriotas heridos en la guerra, intentó pedir auxilio tanto a personas como a organizaciones. “Mucha gente que decía querer ayudarme intentó abusar de mí aprovechando que estoy sola y a pesar de mi situación”, lamenta. Las consecuencias de las torturas, los abusos y el cambio completo de su vida anterior de estudiante y casada a la miseria y soledad de Reyhanli le han pasado factura. El Osman saca de su bolso con cuidado varios documentos que confirman que padece estrés postraumático. “No estoy bien. Me siento cansada. Mi día a día es estar en casa con Aya, no salimos de aquí. Tengo miedo a todo. A la calle, a los jóvenes. No tengo confianza en la gente”, explica cabizbaja.
Lo peor ha sido la destrucción piramidal de mi familia. Siempre hemos estado muy unidos y ahora todos están encarcelados, muertos o muy lejos de míSafaa, siria, 22 años
Muchas jóvenes como El Osman han enfrentado la injusticia tanto dentro como fuera de la cárcel y las secuelas siguen muy presentes años después. El estigma en Siria asociado a las encarceladas es una pesada mochila de las que pocas consiguen desprenderse. Los relatos de violaciones y otras formas de violencia son frecuentes, sobre todo durante los años de guerra. En ambas partes de un conflicto normalmente se hace una instrumentalización gradual de las mujeres como arma de guerra para presionar a sus parientes o miembros de la oposición para que se entreguen o, en otros casos, se utilizan como moneda de cambio en el intercambio de reos. El Movimiento Internacional por la Conciencia (ICM, por sus siglas en inglés) documentó la detención de al menos 13.500 mujeres desde 2011 hasta 2019 en su último informe. Hasta ese año, al menos 7.000 seguían presas, según el ICM.
Clases del Corán para olvidar las torturas
El pequeño Yusef abre la puerta de la vivienda y avisa a los invitados de que tienen que esperar. Su hermana Safaa necesita ponerse el niqab para recibir a los huéspedes. La joven tiene 22 años, es de Damasco y fue detenida en su país en 2014 cuando tenía 15 años y acababa de volver de la escuela. Prefiere no dar su nombre real porque aún tiene familiares en Siria y teme que puedan tomar represalias contra ellos. En un espacioso salón, con sofás azules y una gran ventana que alumbra todo el cuarto, Safaa empieza su relato con la voz entrecortada y pausas que desvelan su tristeza sin necesidad de destaparse la cara.
“Era solo una niña. ¿Cómo iba a saber algo sobre los alborotadores de las protestas?”, se pregunta. Safaa recuerda perfectamente aquel abril de 2014, cuando pisó lo que ella llama “jaula” por primera vez junto a su hermana mayor y su madre, a las que también detuvieron. “Golpes con palos de metal, insultos, poca comida, gritos constantes de gente torturada... Todo eso nos hacía enloquecer en la celda”, afirma. También destaca con un hilo de voz lo que se encuentra una mujer cuando sale en libertad. ”Cualquier persona como nosotras no va a conseguir el perdón de nuestra sociedad. No es solo estigma relacionado con los abusos, también está el de dejar de socializar contigo por miedo a ser ellos los próximos detenidos”, lamenta.
En octubre del mismo año Safaa dejó la prisión para encontrarse media familia destrozada. Uno de sus hermanos murió entre rejas a los 14 años y otro hermano y su padre seguían detenidos, según narra. En 2016 huyó a Reyhanli después de escapar de su barrio en Damasco hacia Idlib (norte de Siria) tras su liberación, pero el peligro y los combates en esta ciudad la obligaron a trasladarse a la ciudad turca. “Nunca olvidaré esos meses. Pero lo peor de todo ha sido la destrucción piramidal de mi familia. Siempre hemos estado muy unidos y ahora todos están encarcelados, muertos o muy lejos de mí”, asegura entre lágrimas.
En Reyhanli, Safaa ha encontrado una vía de escape para evadir su depresión y los recuerdos de una infancia perdida. Una escuela de aprendizaje y lectura del Corán, iniciada por una maestra de Aleppo a la que va cada día dos horas a la semana, le ha devuelto “algo de la ilusión” que le fue arrebatada durante los últimos años. “Soy muy feliz durante el tiempo que estoy allí. Hay muy buen ambiente y tras las clases las chicas vamos al jardín a hablar durante un rato”, asegura. El método de entendimiento, lectura y recitación del libro sagrado evaden a Safaa durante unas horas de la pesada realidad que vive en Reyhanli y de sus recuerdos pasados. “Me sé ya más de 13 suras y la profesora asegura que se me da bien. Es el momento que más espero en el día”, comenta entusiasmada antes de comenzar a recitar una de las partes del Corán que habla de María, su preferida.
La vida de Safaa desde que llegó a Reyhanli no ha sido fácil. Cuenta los malabares que hace todos los meses para dar de comer a su madre y su hermano pequeño, Yussef, además de pagar el alquiler de la casa, que es algo más de 100 euros. Kahatein y la Media Luna Roja Turca le facilitan casi 400 liras todos los meses, unos 40 euros. El último trimestre ha estado trabajando haciendo comida para una fábrica que le pagaba 500 liras al mes (casi 50 euros), por lo que su situación se tornó relativamente cómoda. El trabajo era temporal, por lo que ahora acaba de quedarse en paro. “Es el problema que enfrento en Reyhanli. Estoy sola, con niños y con mi madre, pero aquí hay muy poco empleo”, afirma. La joven lamenta que la mayoría de los empleos que encuentra son físicos y debido a sus problemas de espalda “derivados de las palizas en prisión” no puede aceptarlos. “Muchas de las que fuimos detenidas en Siria que estamos aquí, lo hayan hecho público o no, nos encontramos en esta situación o incluso en una peor. Lo perdimos todo allí y no tenemos nada aquí”.
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